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El Angel de la Sombra/XXXI

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El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo XXXI

XXXI


Claro está que, el viernes, las muchachas esperaban a Suárez Vallejo con la broma. Pero él se mostró evasivo hasta la frialdad. Don Tristán, que asistía por primera vez a las lecciones, había dicho con una entonación de indefinible alcance:

—Habráse visto ocurrencia de negro!...

Tato estaba displicente; y aun que su desagrado estribaba en que la noche del concierto, Adelita, viéndolo más decidido, abusó adrede, para coquetear durante los intervalos con cierto galancete ocasional, declarándolo amigo de la infancia, Suárez Vallejo atribuyólo al mismo asunto.

Conforme siempre ocurre entre las personas de buena educación, la violencia separaba. El joven comprendía que, a pesar de cualquier mérito, nunca resulta lucido el papel de héroe policial. retenidas quien sabe por qué ocupaciones, doña Irene y su hermana retardábanse adentro.

Para mayor contrariedad, el episodio había trascendido, a pesar de las precauciones. No se hablaba de otra cosa entre la servidumbre del barrio; de la policía debió salir algo también; y por reacción comprensible, la misma reserva deformábalo ya todo, cuarenta y ocho horas después. Esa tarde no más, los compañeros de oficina, para enfadar al protagonista, sacándole de mentira verdad, narraban una novela cursi, en la cual Luisa era la víctima heroicamente salvada de una misteriosa agresión.

Encogiéndose de hombros ante la habladuría, sin refutarla, que era tal vez lo mejor, dirigióse aquél a la casa de los Almeidas; pero cuando estuvo próximo, no pudo menos de advertir con disgusto caras curiosas en balcones y portales.

Pasmada ante esa actitud, para ella absurda, Luisa agravaba con su silencio, que parecía una participación, la severidad de Suárez Vallejo. Por qué, otra vez, poníase así con ella?... Qué tenían todos para estar con ese gesto?...

La lección desarrollábase fatigosa, insípida, visiblemente apremiada por el profesor, cuando entró doña Irene. Abrazando por detrás la cabeza de Luisa, que con lánguida gracia se abandonó a aquel mimo, su inquietud maternal, revivida a cada momento, volvió, intempestiva, sobre el asunto:

—Qué alegría verlos otra vez así, como si nada hubiera pasado...

Oyóse distintamente en el comedor el timbre del teléfono.

—Son, de seguro, amigos que felicitan... Tienen razón. La verdad es que fué providencial la presencia de Suárez Vallejo.

El joven comprendió, al acto, la necesidad de eludir en cualquier forma su intolerable mérito.

—No era serenidad lo que aquí faltaba, repuso en alabanza de Luisa; pero con tal despego, que ésta palideció, cerrando los ojos como ante un golpe inevitable.

Doña Irene estrechóla con más viveza:

—Encanto de mi vida! Diga, Suárez, diga cómo la vió cuando se dió vuelta.

—Pero, mamá... —suplicó ella casi gimiendo.

—La verdad, afirmó el otro, falseando más la situación-la verdad es que recordaba a Nausicaa cuando apareció Ulises náufrago y huyeron las doncellas...

—Dónde es eso?... —preguntó vagamente don Tristán, a quien la cita había causado una mortificante impresión de ridiculez.

—En la Odisea, uno de esos poemas formidables que le gustan a la señorita, según afirma Tato...

Pero éste respondió esbozando tan sólo un vago ademán, mientras proseguía en voz baja su conversación con Adelita , cerca de la ventana.

Doña Irene miró a su vez con asombro a Suárez Vallejo. Luisa respondióle con naturalidad:

—Verá hasta dónde soy ignorante. No he leído la Odisea. Empecé la Ilíada, pero me aburrió y la dejé.

Había tanta inocencia valerosa en su mirada y en su voz, que él tuvo, clara, la noción de la injusticia.

Iba a replicar algo, arrepentido ya, cuando se oyó en el zaguán un rumoreo de visitas que llegaban.

Barruntando su objeto, aprovechó la coyuntura para escaparse, toda vez, dijo rápidamente, que la lección tocaba a su fin.

En el ligero atropellamiento que se produjo, al levantarse todos cuando aquéllas entraron, Luisa allegóse a él.

—Hasta el domingo, murmuró para él sólo.

Y como creyera verlo vacilar:

—No?... —apoyó con un soplo, temblorosa, sin atreverse a mirarlo.

—Hasta el domingo, contestó él resueltamente en el mismo tono, y salió sobre la avenida con el paso triunfal de la dicha reconquistada. Todo su fastidio desvanecíase en una certidumbre deslumbradora. Había ya un secreto entre ambos...