El Angel de la Sombra/XXXVII

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El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo XXXVII

XXXVII


La tarde habíase nublado con calurosa densidad; de suerte que cuando Suárez Vallejo entró, el salón estaba casi obscuro.

Toda la angustia de Luisa desapareció. La butaca habitual renovábale aquella confiada blandura de reposo, unida a una franca satisfacción de que la tía Marta demorara allá adentro.

Puesta enteramente de negro, en homenaje a la devota "guardia", había conservado su capelina de terciopelo, más por olvido nervioso que por coquetería, aunque consciente ya de saberse linda para él.

En la penumbra que, al fondo, el ébano del piano desteñía con difusa luminosidad, era toda ella una larga sombra, cuya mancha precisaban, apenas, como dos toques a contraluz, el vago nácar de la frente, y abajo, en incolora pincelada, el reflejo curvo del escarpín.

Su propia alma parecía exhalarse en la levedad sombría del ámbar.

Quietud y silencio realizaron un instante en la eternidad la perfección de la poesía.

Luisa dejó caer sobre el regazo su mano de nítida palidez.

Y con aquella voz de ronca ternura en que arrullaba la inocencia de su abandono:

—¿Era muy chico, todavía, cuando se quedó huérfano?...

Suárez Vallejo se estremeció profundamente.

—Muy niño, respondió con asombro casi huraño. Tanto, que ni siquiera recuerdo a mi pobre madre.

Dijo "pobre" con sombría altivez, como defendiendo al acaso la doliente memoria. Luisa afirmó con mayor dulzura:

—Yo la habría querido mucho.

—No lo dudo, porque usted es capaz ele toda bondad... Como de toda valentía.

—Lo dice por lo de la otra noche?—preguntó ella, estremeciéndose violentamente a su vez.

Y con voz más opaca, pero más firme:

—No fué miedo ni valor. Sentí que tenía que seguirlo hasta la muerte.

Las manos encontráronse con temblorosa intimidad.

—A mí?... Luisa!... A pesar de todo!... Debo creer entonces...

Su actitud respondía mejor que toda palabra.

Echada la cabeza hacia atrás, vencidas las pestañas por una sombra misteriosa de ensueño, el alma, visible en la tenue palpitación de los párpados, entregábase en la boca entreabierta con la delicia casi dolorosa de un éxtasis. Un soplo tan leve, que no llegaba a suspiro, tembló en sus labios. La embriaguez de la vida imploraba en aquella sed de sumisa paloma.