El Bermejino prehistórico: 3
- III -
[editar]Málaga era ciudad fenicia de mucho comercio. Casi competía con Cádiz. Su puerto estaba lleno de naves tirias, pelasgas, griegas y etruscas. En sus tiendas se vendían mil primores traídos de lejanos países: telas de lana, teñidas de púrpura en Tiro; joyas de oro hechas en Menfis, en Sais y en otras ciudades egipcias; piedras preciosas y tejidos de algodón del Indostán; alfombras de Persia, y hasta sedería del casi ignorado país de los Seras.
Echeloría fue a Málaga varias veces con su padre y con su novio, a recorrer dichas tiendas y a comprar galas para el suspirado día del casamiento.
Hallábase a la sazón en Málaga uno de los más audaces y sabios marinos que había entonces en el mundo: el célebre Adherbal.
Acababa de hacer una navegación felicísima, y su nave se parecía anclada en el puerto, cargada de estaño, ámbar, hierro, pieles de armiños y de castores y otros objetos de valor que él había ido a buscar a las costas de Francia, Inglaterra y otras regiones del norte de Europa, adonde sólo los fenicios se aventuraban a llegar en aquella época.
Adherbal pensaba volver pronto a Tiro; pero antes debía tomar en Málaga cobre, vino, azogue y oro en polvo de las arenas de nuestros ríos, dejando allí en cambio parte de su cargamento.
Paseando un día por el muelle vio Adherbal a Echeloría, y al verla juró por Melcart y por Astoret, como si dijéramos por Hércules y por Venus, que jamás había visto criatura más linda y salada. Ganas tuvo de llegarse de súbito a la muchacha y de soltarle el pavo, esto es, de decirle sin ceremonias sus atrevidos pensamientos; pero Mutileder iba al lado de ella, mirando receloso a todas partes, con la barba sobre el hombro, en actitud desconfiada y hostil y blandiendo un enorme y fiero garrote.
La prudencia refrenó los ímpetus del marino fenicio. Bastaba ver de refilón a Mutileder para hacerse cargo de que era capaz de deslomar a cualquiera de un garrotazo, si llegaba a descomponerse un poco con la hermosa y cándida Echeloría.
Adherbal, como queda dicho, era prudente, pero era obstinado también, emprendedor y ladino. Echeloría no produjo en él una impresión fugaz y ligera, sino profunda y durable. Así fue que determinó averiguar quién era y dónde vivía, y lo consiguió con discreción y recato.
Dos o tres veces fue después a caballo a Churriana con disimulo y volvió a ver a la niña, quedando cautivo de su singular donaire.
Por último, por medio de personas listas del país, se informó de la vida de Echeloría; supo que iba a casarse con Mutileder, y no quedó pormenor de que no llegase a tener cabal noticia.
Con estos elementos formó Adherbal un plan diabólico, el cual le salió bien, como, por desgracia, salen bien casi todos los planes diabólicos.
Una mañana muy temprano levó anclas su nave y zarpó del puerto de Málaga, después de despedirse él, para Tiro. Fuera ya la nave del puerto, se quedó muy cerca de la costa, hacia el Oeste, dando bordadas como para ganar mejor viento. Así transcurrieron algunas horas, hasta que llegó aquella en que la gentil Echeloría bajaba a bañarse en la mar. Entonces saltó Adherbal en una lancha ligerísima con ocho remeros pujantes y otros dos hombres de la tripulación grandes nadadores y buzos y de los más ágiles y devotos a su persona. Con la lancha se acercó cautelosamente, ocultándose en las sinuosidades de la costa y al abrigo de las peñas y montecillos, hasta que llegó cerca del lugar donde Echeloría se bañaba, creyéndose segura y con el más completo descuido. Los nadadores se echaron entonces al agua, zambulleron, surgieron de improviso donde Echeloría estaba bañándose, se apoderaron de ella, a pesar de sus gritos, que pronto terminaron en desmayo causado por el susto, y en aquella disposición, hermosa e interesante como una ondina, se la llevaron a la lancha, donde Adherbal la recibió en sus brazos, y luego la condujo a bordo de su nave. Esta desplegó al punto todas sus velas, y aprovechándose de un viento fresco de Poniente, que acababa de levantarse, no corría, sino que volaba sobre las ondas azules del Mediterráneo.
Varias muchachas que se bañaban con Echeloría huyeron con espanto de aquella zalagarda, y, saltando en tierra, alarmaron con sus gemidos y sollozos a la nodriza, que estaba en éxtasis y de nada se había percatado. En cambio, apenas se enteró de lo ocurrido, se extremó en hacer muestras de su dolor. Allí fue el mesarse las venerables canas, el revolcarse por el suelo y el dar tan formidables chillidos, que Mutileder, aunque estaba lejos, acudió al sitio oyéndolos. El infeliz amante supo entonces toda la enormidad de su infortunio, mas demasiado tarde por desgracia. La nave del raptor se percibía aún, pero lejos, y navegando con tal rapidez, que pronto iba a perderse detrás de la comba que forma el mar, marcando una curva de azul profundo en el cielo más claro.
El furor de Mutileder fue indescriptible, aunque a nada conducía. Ni siquiera supo a punto fijo el infeliz amante quién había sido el raptor, por más que sospechase de aquel marino que en Málaga había puesto en Echeloría los lascivos y codiciosos ojos.
Estos raptos de mujeres eran frecuentísimos en aquellas edades heroicas, y habían dado ya y debían seguir dando ocasión a no pocos disturbios y guerras. Los fenicios habían robado a Io, hija de Inaco; los griegos habían robado a Europa de Fenicia, a Medea de Colcos y a Ariadna de Creta; y, por último, un príncipe frigio había robado a la bella Helena, mujer del rey de Esparta, Menelao, motivando así una lucha larga y mortífera, y al cabo la destrucción de Troya.
Don Juan Fresco explica, a mi ver, de un modo satisfactorio estos raptos de mujeres. Supone que la mujer, por lo mismo que su belleza es tan delicada, no se cría naturalmente. Lo único que se cría es la hembra del hombre. La verdadera mujer es producto artificial, que resulta de grande esmero y cuidado y de exquisito y alambicado cultivo. De aquí la rareza entonces de la verdadera mujer y el mágico y portentoso efecto que producía en el alma de guerreros bárbaros y briosos, avezados a ver hembras solamente.
Cuando los hombres se recobraban de su pasmo volvían a hacer a la mujer de peor condición que al esclavo más humilde; pero, en ocasiones, una mujer bien lavada, cuidada y compuesta, infundía amor ferviente, frenético entusiasmo y cierta adoración como si fuese algo divino. De aquí las patrañas o mitos de las hadas y encantadoras, como Circe y Calipso, que convertían a los hombres en bestias; la ginecocracia, esto es, el imperio de la mujer, establecido en muchas partes, como en el país de las Amazonas y en la Arabia Feliz; y el omnímodo influjo, ora funesto, ora útil, que ejercieron algunas damas en los varones más crudos y valerosos, como Onfale en Hércules, Dalila en Sansón, Betzabé en David, Egeria en Numa y Judit en Holofernes. De aquí, por último, que ganasen tanto crédito las sibilas, las pitonisas y las druidisas; todo ello, sin duda, porque cuidaban más de sus personas y lograban pulir y descubrir la escondida hermosura, invisible por lo general en la hembra por falta de pulimento y aseo.
Además, el entender la hermosura y el afanarse por lograrla hacían hermosa a la mujer. Hoy, mucho de esta cualidad, domeñada ya la naturaleza rebelde, suele transmitirse por herencia; pero en los tiempos heroicos, la hermosura era como inspirada creación que la mujer artista realizaba en su propio cuerpo, a fuerza de esmerarse. Todavía cinco siglos después de la época en que ocurre nuestra historia, asombran el estudio, la prolijidad y los preparativos minuciosos de que se valían las mujeres para presentarse de una manera digna. A fin de agradar al rey Asuero, que buscaba reina, después de repudiada Vastí, se pasaban las chicas un año entero frotándose con linimentos y pomadas, sahumándose, lavándose, perfilándose y acicalándose. En el día, con una hora de preparación bastaría para presentar ante el sibarita más refinado a la más ruda de las campesinas; prueba irrefragable de que lo adquirido por arte y educación se transmite de madres a hijas. Verdad es que, en cambio, la naturaleza es menos dúctil ahora, y la hotentota, aunque se friegue y se adobe más que las que iban a presentarse a Asuero, hotentota permanece; de donde, sin duda, el refrán que dice: «Aunque la mona se vista de seda, mona se queda.»
Dejemos, no obstante, refranes y digresiones a un lado, y prosigamos nuestro cuento.
Echeloría, por naturaleza y por arte, por herencia y por conquista, era un primor. Y Mutileder, que con razón la adoraba, no la lloró perdida, con femenil amargura, sino que, agitando su garrote y haciendo crujir la honda con chasquidos estruendosos, juró buscar a su amada, librarla del raptor y vengarse de éste descalabrándole de una buena pedrada o moliéndole a palos.
Cuenta la historia que Mutileder, en el instante de hacer aquel juramento, estaba tan hermoso que no podía ser más. Sus ojos azules, dulces de ordinario, lanzaban centellas luminosas; su afilada y recta nariz, hinchada por la cólera, mostraba muy dilatadas las ventanillas; las cejas, frunciéndose en el centro, daban mayor majestad a su frente; la boca entreabierta dejaba ver unos dientes blancos, iguales y firmes, y sana frescura y vivo color de carmín en encías y lengua. Su cabeza, echada atrás con arrogancia, y destocada, lucía copiosa y rubia cabellera, que flotaba en rizos graciosos a merced de la brisa; sus piernas y sus brazos desnudos, contraída entonces la musculatura por la energía de la actitud, daban envidia a los de Hércules mancebo. Todo en Mutileder era beldad, elegancia, brío y donosura. Su voz, alterada por la pasión, penetraba en los corazones, aunque sus palabras no se entendiesen.
En aquel instante, ¡oh fuerza del destino!, acertó a pasar por allí la graciosa y distinguida Chemed, que en fenicio significa belleza, la viuda más coqueta y caprichosa que había en Málaga. Su marido la había dejado joven y con muchos bienes de fortuna. Ella seguía con la casa de comercio de su marido, bajo la razón insocial de la viuda Chemed. En aquella ocasión volvía de solazarse de una quinta que tenía en Churriana.
Seis atezados etíopes la llevaban en silla de manos, y dos escuderos, una dueña y cuatro pajecillos egipcios la acompañaban también para más autoridad y decoro.
Chemed oyó a Mutileder, le miró y se maravilló; volvió a mirarle y se quedó más maravillada. Entonces dijo para sí: «Divinos cielos, ¿qué es lo que miro? ¿Será éste dios o será mortal? ¿Resplandecería más Adonis cuando Astoret se prendó de él?».
Pero, prosiguiendo su soliloquio de preguntas, Chemed prosiguió también su camino, sin interrogar al mancebo, que parecía estar furioso, y sin atreverse siquiera a pararse y a bajar de la silla de manos, en medio de gente extraña, cuya lengua no entendía, porque hablaban el ibero, que, como ya queda dicho, era lo que se llama hoy el vascuence. Si Chemed hubiera sabido que Mutileder hablaba corrientemente el fenicio, como, en efecto, le hablaba, sin duda que se hubiera detenido; pero no sabiéndolo ni sospechándolo, Chemed pasó de largo.