El Bermejino prehistórico: 7
- VII -
[editar]Además de los libros que conocemos, Salomón escribió otros muchos que se han perdido. Compuso tres mil parábolas y mil y cinco cantares, y disertó sobre árboles y plantas, desde el cedro hasta el hisopo que nace en la pared, y sobre aves, cuadrúpedos, reptiles y peces. Quiere decir que supo muchas cosas que después se olvidaron: unas han vuelto a descubrirse; otras quizá no se descubran nunca de nuevo. Así, por ejemplo, parece que atraía por medio de pinchos de metal los rayos y las centellas; que entendía la lengua de los pájaros; que conocía la fuerza oculta de la palabra humana y obraba por ella mil prodigios; que los genios le obedecían, y que era sabedor de todas las doctrinas mágicas de Enoch y de las que Abraham había aprendido en su patria, Ur de los caldeos, y de las que estudió Moisés en los colegios sacerdotales de las orillas del Nilo.
Sea de esto lo que se quiera, no puede negarse que su fama de sabio se extendió por todas partes.
La reina de Sabá, cuyo nombre, según hemos llegado a averiguar, era Guadé, que en el idioma hymiárico, hablado entonces en su reino, equivale a Amor o Amistad, oyó hablar de Salomón y quiso probarle con preguntas y acertijos.
Embarcose, pues, esta augusta señora en Adén, que era el mejor puerto de sus Estados, y con próspero viento, navegando por el mar Bermejo, aportó a Aziongaber, y desde allí, por Sela, Beersebá y otras poblaciones, llegó hasta Hebrón, donde el rey Sabio salió a recibirla con mucha cortesía y aparato.
No entro aquí en descripciones del viaje de esta reina, de la pompa con que venía, de su entrada en Jerusalén, acompañada ya de Salomón, que la hospedó en su palacio, y de las fiestas que hubo con este motivo. Sería muy largo contar todo esto. Contentémonos con decir que los regalos que dio la reina a Salomón fueron magníficos, y no inferiores los que de Salomón recibió ella; que ella se quedó pasmada del lujo que gastaba Salomón, y que como Salomón le adivinó de tenazón todos sus más enmarañados acertijos, ella se quedó doblemente pasmada de su sabiduría.
Salomón, que era fino y discreto, creyó que el mayor obsequio que podía hacer a Guadé, mientras morase en su alcázar, y siendo ella de un moreno muy subido de punto, era darle para guardia de su persona a los filisteos que mandaba Mutileder, todos rubios, blancos y sonrosados. En efecto, los filisteos la impresionaron agradablemente; pero Mutileder, su capitán, le pareció una divinidad y no un hombre cualquiera.
Era Guadé tan hermosa como las noches serenas del estío; sus ojos brillaban como carbunclos, y, en oposición a su rostro, algo tostado, relucían como perlas sus dientes blanquísimos. Sabía mucho. Era un Salomón con faldas. Pronto con sus miradas fulmíneas derritió la triple placa de bronce que el empeño de ser consecuente había puesto en torno del corazón de Mutileder. Y Mutileder y Guadé se amaron, a pesar de Chemed y de Echeloría.
Guadé, a quien importaba desengañar por completo a Mutileder, el cual le había contado toda su historia, menos su plan de tragedia; Guadé, que hablaba en toda confianza con Salomón y sabía los secretos del harén, reveló y probó a su joven amigo que Echeloría amaba a Salomón con delirio.
Esto indujo más a Mutileder a amar con delirio también a Guadé, no sólo porque ella se lo merecía, sino para no ser menos y tomar represalias y desquite.
Y, sin embargo, y aquí entra lo más patético de mi cuento, si bien era cierto que Echeloría y Mutileder estaban enamorados el uno de su reina y de su rey la otra, ambos sentían, en medio de la embriaguez del nuevo amor, pesar tremendo, torcedor horrible en la conciencia y pasión de ánimo, que amenazaban matarlos.
Las mismas imaginaciones, las mismas ideas acudían al alma de los dos, aunque no se velan ni se hablaban. Se sentían rebajados y humillados. Eran juguetes de la casualidad. La voluntad de ellos carecía de firmeza. ¿Había sido ensueño infantil el amor que se tuvieron? ¿Había sido burla ridícula el juramento que se hicieron repetidas veces? O no había sido santa y hermosa aquella primera pasión, y entonces lo más poético de la vida de ambos se desvanecía, o si la pasión había sido santa y hermosa, ellos habían sido sacrílegos e infames, profanándola y hollándola.
Mutileder desistió ya de matar a Echeloría y de matarse; pero aquel dolor oculto iba a matar a los dos. Y mientras más notaban ambos que el amor que tenían a Salomón y a Guadé era su encanto y su delicia, más culpados y viles se juzgaban y más ganas tenían de morirse, porque el sonrojo y la humillación destrozaban sus pechos, no bien dejaban de embargarlos y cautivarlos el frenesí y el vivo deleite que nacen de los coloquios y caricias en el amor bien correspondido.
Salomón advirtió el mal de Echeloría, y Guadé advirtió el mal de Mutileder. Conferenciaron sobre ello. Se lo contaron todo. Buscaron remedio y no pudieron hallarle. ¿Qué hierba, qué elixir, qué talismán sería poderoso contra tan rara dolencia, que designaron con el nombre de dolencia de los dos amores?
Presintieron los reyes que iban a perecer sus dulces amigos, y se desconsolaron. Todo era cavilar en balde qué habían de hacer para salvarlos. Llegaron hasta a ser tan generosos que proyectaron ceder él a Echeloría y ella a Mutileder para que se casasen. Pero luego consideraron que esto sería peor. Al verse, se avergonzarían de verse; no dejarían de amar de otro modo a Salomón y a Guadé; no podrían amarse entre sí del mismo amor que los amaban, y morirían más pronto y más desesperadamente.
El lance no tenía otra solución que la más lúgubre, a no ocurrir algo con visos de milagro, como ocurrió en efecto.