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El cardenal Cisneros/VIII

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


VIII.

Ocurrió por este tiempo (1495) la muerte del Cardenal Mendoza, quien vio endulzados sus últimos momentos por la presencia, gratitud y vivo afecto de los Reyes, que trasladaron su Corte sólo con este motivo, á Guadalajara, adonde se habia retirado su ilustre Ministro en busca de aires más puros y de clima más sano, distinguiéndose, sobre todo, la Reina Isabel, que le hizo frecuentes visitas, la cual, lejos de mostrarse ingrata ú olvidadiza con sus leales subditos y con sus grandes servidores, llevó su bondad en esta ocasión hasta el extremo de aceptar y cumplir con toda escrupulosidad el cargo de ejecutoria testamentaria del Cardenal. Cuéntase que en una de estas visitas, ya poco menos que en la agonía Mendoza, la Reina y su Ministro hablaron acerca del reemplazo que este debia de tener en el Arzobispado de Toledo, teniéndose por seguro que el Cardenal la expuso con gran calor la conveniencia de no investir con aquella gran dignidad, la más poderosa en el mundo cristiano, después de la del Papa, á ningún súbdito de ilustre é influyente familia, pues el caso de Carrillo, que tales contrariedades causó á la Reina Católica en el comienzo de su reinado, alzándose en rebelión, con grandes arrimos en el pais y con la alianza del Rey de Portugal, debia de servirle de lección provechosa para el porvenir, y aun se añade que le recomendó para aquel puesto á su confesor el P. Cisneros.

Fuera este último extremo verdad ó no, lo cierto es que la Reina, después de cortas vacilaciones, se fijó en su Confesor, á pesar de que este mismo le dio un consejo contrario al del Cardenal, fundándose en que, extendido y arraigado el poder de los Reyes, no era de temer el de ningún particular, y á pesar de que la vacante era codiciada por altos y poderosos señores, pues entonces, como siempre, bien que los aspirantes repitan con humildad el nolo episcopari, las altas dignidades de la Iglesia dejan de tener en caso alguno tenaces y molestos solicitadores. De todos se descartó la Reina, empezando por un hijo natural de su propio marido, entónces de 24 años, y ya Arzobispo de Zaragoza desde los seis, por quien Fernando trabajó con el afán de padre; pero la Reina, que le amaba tiernamente, y que pública y privadamente siempre le manifestó el respeto que una buena esposa debe á su marido, no sucumbía jamas á sus exigencias cuando estaba de por medio el bien de sus pueblos, que son y deben de ser en realidad la verdadera familia de los Reyes.

El Papa, accediendo á los deseos de la Reina, expidió las Bulas nombrando á Fr. Francisco Jiménez de Cisneros, Arzobispo de Toledo, y aquellas llegaron á Madrid por tiempo de Cuaresma. Fué llamado en Viernes Santo á confesar á la noble princesa, y cuando Cisneros se apercibía, muy temprano aún, para dirigirse á Ocaña á fin de asistir á los oficios de aquellos solemnes dias en el convento de la Esperanza en dicho pueblo, se encontró con la orden apremiante de ir á palacio. Recibióle con sumo agrado la Reina y sin preparación alguna, le dijo: Padre mio, mirad lo que envia S. S. en estas Letras Apostólicas. Tomó el pliego Cisneros, y después de besarle con respetuosa humildad, sólo leyó la dirección, que decia: A nuestro venerable hermano Fr. Francisco de Cisneros, electo Arzobispo de Toledo, pues mudando de color y dejando caer el pliego, dijo á la Reina: esto no puede dirigirse a mí, esto es una equivocación, y huyó precipitadamente de palacio.

Llegó sobresaltado á su convento, cogió á su compañero y tomó en seguida el camino de Ocaña. A tres leguas de Madrid le alcanzaron los emisarios que destacó en su busca la Reina, y que no habiéndole encontrado en la Corte, salieron tras él en caballos de posta. Resistió las razones de aquellos enviados regios, resistió las razones y los mandatos de la Reina, resistió á sus amigos, resistió á los religiosos de su Orden, á todo el mundo. Seis meses estuvo sin aceptar la dignidad para que se le nombraba, pues creia en conciencia que no tenia la virtud y las luces que demandaba aquel supremo cargo. Ocupólo, al fin, porque S. S., en Breve que le dirigió, le exhortaba, y además mandaba, con toda su autoridad, que aceptase sin réplica ni dilación el Arzobispado de Toledo, para el que habia sido elegido en la forma y según las reglas de la Iglesia.

Muchos dudaron de la sinceridad con que obraba Cisneros en esta ocasión. No tiene nada de extraño. El tejido ordinario de la vida humana está compuesto de pequeños vicios y de pequeñas virtudes, de modo que el vulgo que no comprende ni se explica nada más allá de esta esfera, ántes que reconocer y admirar una virtud, cuya espléndida grandeza le deslumbra, tiene por mejor explicársela, siguiendo sus estrechas inspiraciones, de una manera negativa, por medio de un pequeño vicio. Asi la humildad de Cisneros pudo tomarse por muchos por hipocresía: contra esta suposición protestan toda la vida anterior y toda la vida posterior de Cisneros. Quien en el vigor de la edad, sonriéndole la fortuna, protegido y mimado por el gran Cardenal de España, renuncia al mundo y se encierra en un claustro para pensar sólo en la salvación de su alma, no es maravilla que rechazara con sincera humildad el puesto á que á los sesenta años, ya viejo, se le elevaba. Dado el carácter de Cisneros, esta es la lógica y esta es la verdad; pero hay gentes que por enfermedad del ánimo ó por limitación del entendimiento, cuando no por ambas cosas á la vez, se enamoran de lo absurdo y de lo inverosímil para reducir á la pequenez y á los vicios propios toda la grandeza y todas las virtudes de la humanidad.