El Cardenal Cisneros: 15

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


XV.

Es hora ya de que digamos la última palabra acerca de la reforma de la Orden de San Francisco, siquiera faltemos en nuestros apuntes al orden cronológico de los sucesos en que Cisneros intervino.

Después del fracaso que tuvo la entrevista del General de aquella Orden con la Reina, los Franciscanos comprendieron que poco ó nada tenian que esperar de la Corte de España y del Arzobispo de Toledo. La purificación del clero se iba alcanzando poco á poco. La Reina visitaba personalmente los conventos de monjas, y allí tomaba la aguja y la rueca para darlas ejemplo, obligándolas con su benevolencia, cuando no las convencía con sus razonamientos ó las fascinaba con la brillante irradiación de su virtud. De más de esto, dice Marineo, tenia por costumbre que, cuando habia de dar alguna Dignidad ú Obispado, más miraba en virtud, honestidad y sciencia de las personas, que las riquezas y generosidad, aunque fuesen sus deudos. Lo qual fué causa que muchos de los que hablaban poco, y tenian los cabellos más cortos que las cejas, comenzaron á traer los ojos bajos, mirando la tierra, y andar con más gravedad, y hacer mejor vida, simulando por ventura algunos más la virtud que ejercitándola. Cisneros seguía las huellas de esta noble y magnánima Princesa; pero el temple de su alma, la sinceridad de sus propósitos, la austeridad de su vida, su rígida ejemplaridad como Franciscano, lo llevaban á emplear hasta la violencia para conseguir iguales fines. Los frailes de la Orden de San Francisco en particular, sobre todo los claustrales, cuando vieron partir para Italia á su General, trataron de hacer frente á la tempestad que se les venia encima. Aunque súbditos de la Reina, buscaron amparo contra sus medidas en Roma; pero como también el Papa conocía la necesidad que tenían de reforma aquellos buenos frailes, creyeron conseguir su objeto por medio de un procedimiento oblícuo, ya que rectamente, ya que á la luz del dia no podían confesar sus verdaderos propósitos. Consiguieron que el Papa nombrase unos comisionados de la clase de los conventuales, que eran los ardientes opositores de toda reforma, so color de realizarla más fácilmente y de común armonía. Recibió Cisneros con sumo agrado y con gran honor á estos comisionados que se le asociaban con pretexto tan plausible, aunque en realidad para embarazar y hacer imposible sus proyectos; pero les hizo poco caso en lo sustancial, y siguió vigorosamente su reforma. Retiráronse grandemente resentidos aquellos enviados de Su Santidad, elevaron vivísimas quejas al Solio Pontificio, y el Papa, que era demasiado celoso de su autoridad para sufrir que se le tuviese tan poca consideración, dice el Canónigo Marsolier [1], en un país en que estaba acostumbrado á verse obedecido sin réplica, prohibió, de una manera absoluta, en Breve de 4 de Noviembre de 1496, de acuerdo con el Sacro Colegio de Cardenales, que se siguiera adelante la reforma.

Los Franciscanos triunfaban en toda la línea. El Papa Alejandro VI los tomaba bajo su protección. La Reina de España retrocedía. Cisneros había encontrado ya el gran obstáculo que le detendría en su camino. Roma había hablado, y la católica España, como hija obediente, tenía que callar y obedecer, postrada de rodillas.

Cisneros, sin embargo, no desmayó. Era un espíritu fuerte á quien las resistencias irritaban y los obstáculos embravecían. Era un carácter que se engrandecía y dilataba al compás de las circunstancias, verdadero genio que no desplegaba todo su vuelo y todas sus facultades, sino en los momentos de crisis y en las grandes alturas en que estaba colocada entonces la cuestión de la reforma. Infundió valor á la Reina y esta, animosa y varonil también, que se identificaba con su primer Ministro en la gigantesca empresa que había acometido, y que veía, no sin dolor, malograrse y perderse los saludables resultados ya obtenidos, le prometió su ayuda valerosa y leal, escribió al punto á sus agentes en Roma con grande y vivísimo ínteres, y mientras estos, siguiendo sus instrucciones, trabajaban incesantemente cerca del Papa para traer su ánimo á mejores disposiciones, Cisneros tenia á raya á los Franciscanos

y procuraba sacar todo el partido posible de las circunstancias. Al fin, después de grandes dilaciones y no pequeños obstáculos, Roma concedió el año siguiente (1497) poder á Cisneros para que, en unión con el Obispo de Jaén y el Nuncio del Papa, procediera á ultimar este grave negocio. Todavía los Franciscanos encontraron medio de influir para retardar esta ultimación, pues consiguieron que se prohibiese á los Obispos comisionados delegar sus facultades, obligándoles á evacuar directa y personalmente su comisión, que era tanto como hacerla eterna, pero Cisneros desplegó tal habilidad, que consiguió del Papa la revocación de aquella cláusula, después de lo cual Cisneros no encontró ya obstáculos ni resistencia en parte alguna.

Asi se llevó á cabo la reforma de los Franciscanos y se consiguió el enaltenimiento y purificación de las Ordenes monásticas, gloria del reinado de Isabel la Católica que en todas las esferas de la España de entonces, quería introducir sus costumbres irreprochables y puras, gloria también del gran Cisneros, á cuyo celo, á cuya constancia, á cuya firmeza se debe que tan bellos y saludables propósitos no vinieran á esterilizarse ante la cruzada insidiosa, infatigable y pérfida de los viciosos y disolutos que se consideraban perjudicados.

  1. Marsolier, Histoire du Ministère du Cardinal Ximenez. Lib. III, Página 311.