El Cardenal Cisneros: 30

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


XXX.

Muerta la Reina Isabel, Fernando despachó correo sobre correo á Cisneros, para que viniese á su lado: necesitaba el Rey de sus consuelos y más aún de sus consejos. Era Cisneros uno de los ejecutores testamentarios nombrados por la Reina y era además el hombre de mayor poder y de mayor autoridad en ambas Castillas, de modo que en aquella gran crisis nadie podia prestarle apoyo más decisivo. Recibióle el Rey con sumo agrado, colmóle de distinciones, y nada de importancia se hizo, ni aun se intentó, sin su aprobación.

Juntáronse las Cortes en Toro el 11 de Enero del año siguiente, y se las dió lectura del Testamento de la Reina. Algunas de sus cláusulas no podian ser más favorables al Rey Fernando, hasta el punto de concederle la autoridad y las rentas del verdadero Soberano de Castilla. Sobre dejarle en posesión de los Grandes Maestrazgos de Santiago, de Calatrava y Alcántara, tan lucrativos y de tanta importancia, invitábale á tomar el Gobierno del Reino mientras Doña Juana estuviese ausente ó imposibilitada de reinar, movida por la consideración de las magnánimas é ilustres prendas que adornan al Rey mi Señor, así como por la grande experiencia, y por el provecho que al Reino ha de reportar su prudente y benéfico gobierno, y señalábale un millón de escudos y la mitad de las rentas que se sacaran de las Indias, lo cual era ménos de lo que desearia, y mucho menos de lo que merece, considerando los eminentes servicios que al Reino ha prestado. Aprobaron los Procuradores del Reino las cláusulas testamentarias relativas á la sucesión, juraron á Doña Juana como á Reina y Señora propietaria de Castilla, á D. Felipe, como marido suyo, y de acuerdo con lo previsto en el testamento, prestaron homenaje al Rey Fernando, vista la incapacidad de aquella.

Trabajó poderosamente Cisneros para llegar á este resultado; pero la obra, en honor de la verdad, no tenia gran solidez, pues aunque el pueblo recibió sin disgusto y aun con aplauso al nuevo poder, los nobles que no sin dolor vieron menguar su influencia y sus prerogativas en el último reinado, creian llegada la sazón de recobrarlas, inclinándose resueltamente del lado del Rey Felipe, de cuya mocedad, inexperiencia y largueza se prometian grandes ventajas. Alma de todas sus intrigas, centro de todas sus maquinaciones era D. Juan Manuel, de las más ilustres familias de España, caballero, aunque pequeño de cuerpo, de ingenio grande, como dice Mariana, y muy á propósito, como tantos hombres de talento de esta pobre España, á quienes espolea la ambición y no rige la conciencia, lo mismo para servir al Estado que para turbarle. Minábale el terreno al Rey Fernando en Castilla por medio de los nobles el Maquiavelo liliputiense que tenia á su lado Felipe, y no se contentaba con esto, pues alcanzó para su dueño y Señor la alianza y protección del Rey de Francia, harto lisonjeado y feliz con las desavenencias de suegro y yerno que iban á dar en tierra con todo el poder de España. El liviano marido de Doña Juana, incitado de los ágenos consejos, y más aún de la propia ambición, faltó ya á todo linaje de consideración, ora con la que debia querer como esposa, ora con el que debia respetar como padre, y mandó encerrar en dura prisión al enviado de éste, López Conchillos, por haberse hecho con una carta de Doña Juana en que ésta suplicaba á D. Fernando que siguiese al frente de sus Estados, á la par que despidió de la servidumbre de la Reina á todos (...)


Nota de WS:
Por un error en el escaneo original faltan las páginas correspondientes al final de este capítulo, del XXXI, XXXII y XXXIII.