El Cardenal Cisneros: 40

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


XLIII.

Veni, vidi, vici, decía el héroe romano al dar cuenta del rápido éxito de una de sus admirables campañas, y no otra cosa parecía proponerse en esta ocasión el ejército cristiano; pues el dia siguiente de su llegada á África, á las diez de la mañana, toda la infantería y parte de la artillería y de la caballería, ésta, por feliz consejo de Cisneros contra el dictamen de Pedro Navarro, estaban ya desembarcadas y prontas á entrar en combate.

A la una del dia el ejército se hallaba formado en, batalla en una llanura que está al pié de la fortaleza del Mers-el-Kebir. Las tropas estaban divididas en cuatro cuerpos, dotadas de su artillería, y apoyándose en la sección de caballería desembarcada. En el momento de empezar el combate se presentó al ejército Cisneros, vestido de Pontifical, montado sobre una mula y seguido de multitud de sacerdotes y religiosos, á quienes habia mandado tomar las armas, precediendo á éstos un verdadero gigante, Fr. Fernando, de la Orden de San Francisco, montado sobre un caballo blanco y que llevaba como estandarte la cruz arcbiepiscopal. Indecible entusiasmo produjo en el ejército la presencia de tan ilustre anciano, achacoso, ya en los últimos dias de su existencia, pero á quien su fe y su patriotismo daban aliento y vigor para todo, y aquel no tuvo limites cuando Cisneros, colocándose sobre una pequeña eminencia, dirigió la palabra á los soldados en los siguientes términos:

Si los brabos corazones, como los vuestros, tuviesen necesidad de ser animados con discursos, y por personas de profesión militar, yo no emprenderia el hablaros, que ni tengo elocuencia, ni experiencia en este empleo de armas; yo dejaria este cuidado á cada uno de estos valerosos Capitanes, que cada dia os han exortado á vencer, y que han acostumbrado á combatir con vosotros; pero en una expedición, en que se trata de la salud del Estado, y la causa de Dios, yo creo que vosotros me escuchareis, y he querido en el punto del combate, ser aqui testigo de vuestra resolución, y vuestro valor. Mucho tiempo ha que os estavais quejando de que los Moros saqueaban, y robaban vuestras Costas, y se llevavan vuestros hijos á la esclavitud, que deshonraban vuestras hijas, y vuestras mugeres, y que todos estábamos en peligro de ser sus Esclavos. Vosotros deseabais que se os condujese á estas Riberas para vengar tantas pérdidas, y tantas afrentas: yo lo he pedido d Dios muchas veces en nombre de toda España, y en fin, he resuelto juntar gentes escogidas, tales como lo sois vosotros. Las madres de Familia que nos han visto pasar por los Lugares, han hecho voto por nuestra buelta dichosa; esperan vernos victoriosos, y creen ya que nosotros romperemos los calabozos: que pondremos en libertad á sus hijos, que los esperan para abrazarlos; vosotros habéis deseado este dia, veis aqui esta Barbara secta, mirad delante de vuestros ojos a los enemigos que aun os están insultando sedientos de vuestra sangre; que esta vista excite nuestro valor y haced ver d todo el Universo que solo os ha faltado hasta aqui ocasion de señalaros en esta Guerra; yo quiero exponerme el primero á los peligros, por tener parte en esta victoria; yo tengo bastante esfuerzo, y zelo para ir é plantar esta Cruz, Estandarte Real de los Cristianos, que veis traer delante de mi, en mitad de los batallones enemigos, dichoso de combatir, y de morir entre vosotros mismos. Un Obispo no puede mejor emplear su vida, que en la defensa de su Religión. Muchos de mis predecesores han tenido esta gloria, y yo tendré la honra de imitarlos.

Grandes vítores y aclamaciones contestaron á estas elocuentísimas palabras. El espectáculo no podía ser más conmovedor. Lo seria aun hoy, en estos tiempos de escepticismo y de cálculo, sin grandeza y sin fe, cuanto más en aquella edad de oro para España, en que todos eran héroes al santo grito de Dios y de Patria. Aunque mareada la tropa, aunque todavía no repuesta de la fatiga de la navegación y aunque el día era caloroso, todos querían volar al combate. Grande empeño formó Cisneros de participar de todos sus riesgos, compartiendo sus glorias también; pero los Jefes y Oficiales todos le suplicaron porfiadamente que se retirase, en interes de la victoria, puesto que, viniendo él con las tropas, tanto como de combatir al enemigo, se debían de ocupar de defender á su persona. Cedió Cisneros á consideración tan grave, y entonces se retiró á una capilla dedicada á San Miguel, en la ciudadela de Mers-el-Kebir, en donde, mientras las tropas combatían, estuvo en constante oración, sólo interrumpida cuando Pedro Navarro, dudoso sí dejaría la batalla para el día siguiente, porque eran ya las tres de la tarde, le pidió su consejo, que fué el de que acometiese en seguida, sin dejar resfriar el ardor de las tropas.

El ejército avanzó formado en cuatro divisiones, cada una de dos mil quinientos hombres, llevando su artillería y cubriendo los flancos y la retaguardia con algunos escuadrones de caballería. Ante todo, tenían que apoderarse de una altura, en donde los Moros, en número de doce mil próximamente, de á pié y á caballo, esperaban al ejército cristiano. Estaba silencioso el enemigo, oculto en la eminencia, cubierta la altura del monte, como estaba, por una espesa niebla, pero cuando los Españoles avanzaron y fueron descubiertos, era un diluvio de flechas, y de piedras y de bodoques los que sobre ellos caían. Los Moros resistían valientes, los nuestros acometían bizarros; el día avanzaba, la lucha estaba indecisa, y acaso la victoria no hubiera sonreído á los Cristianos si el Conde Pedro Navarro no hubiera acertado á poner una batería en posición de barrer las masas enemigas, que bien pronto cejaron y fueron á buscar el amparo de sus murallas.

Ya desde este momento la batalla estaba perdida por los Moros. Nuestras galeras, con no menor heroismo que el ejército de tierra, atacaban la plaza, desmontaban con su feliz puntería los principales cañones del Alcazaba y, verificando un atrevido desembarco, se apoderaban de ella y de algunas de sus torres, en tanto que nuestros soldados, ora convirtiendo sus picas en escalas subian á los adarves, guiados por Sosa, el Capitán de los Guardas del Arzobispo, que fué el primero en clavar el estandarte cristiano sobre las almenas enemigas al grito de ¡Santiago y Cisneros! ora se derramaban por la llanura, extendiendo el pánico entre los Moros, porque al verlos asi diseminados, creian á nuestro ejército mucho más numeroso de lo que en realidad era, ora penetraban en la ciudad por las ya franqueadas puertas como devastador torrente, ora un pelotón de doscientos caballos, al mando de Villaroel, se adelantaba al camino de Tremecen para cortar la retirada á los Moros y completar la victoria.

Dia de mucha gloria, pero también de gran fortuna fué éste para España; pues hasta las faltas cometidas por ios Capitanes de nuestro ejército se tornaron en nuestro favor y contribuyeron al triunfo. Apenas se concibe que un caudillo tan experimentado como Pedro Navarro iniciara batalla tan recia, ya bien entrada la tarde, y que después, sin un previo y detenido reconocimiento de la posición enemiga, oculta por la niebla, la acometiera con tanto brio, y luego embistiera la plaza y dejara á los soldados desparramarse por la llanura á modo de partidas sueltas de merodeadores, cuando tan fácilmente podian ser batidos de esta manera por los enemigos, y por último, que las galeras se atrevieran con heroica y sublime temeridad á batir y tomar la Alcazaba y las torres que defendían á la plaza por la parte del mar. No, no es extraño que en presencia de un hecho de armas tan prodigioso, gritaran «¡milagro!» los hombres de fé piadosa y sencilla que no se explican los sucesos humanos sino por la intervención de la Providencia, ó que los escépticos ó inclinados á buscar en motivos bastardos y ruines las causas generadoras de los hechos que no se explican por falta de inteligencia ó de reflexión, supusieran que la traición había abierto las puertas de Orán á los Cristianos, inventando el nombre de un Judio y de dos Moros que entraron en la infamia. Quizá con mejor acuerdo que los fanáticos y los incrédulos, los militares de hoy podrian calificar aquel gran hecho de armas como una brillante calaverada, cuyo éxito se debió únicamente á la rapidez y al vigor del ataque.