El Cardenal Cisneros: 67

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


LXX.

Los últimos meses de la Regencia y de la vida de Cisneros, fueron de una lucha terrible, teniendo que apaciguar al alborotado pueblo, que clamaba por la venida del Rey, y resistir las pretensiones insolentes de algunos Grandes. El Duque del Infantado, el Conde de Ureña y el Duque de Alba se pronunciaron abiertamente contra Cisneros, porque no conseguían que favoreciese sus intereses particulares; al mismo tiempo que en muchas ciudades brillaban ya los chispas, notábanse los preludios que anunciaban la guerra de las Comunidades. Hablemos particularmente de cada uno de estos casos.

Ün pleito dió ocasión á la actitud casi rebelde del Duque del Infantado. Poseia esta casa el Señorío de Veleña, que el hermano segundo del Duque habia vendido al Conde de la Coruña. La venta estaba hecha en debida forma, pero habiendo visto el Duque entre los papeles de su casa que podia recobrar el Señorío, pagando el tanto de lo que su hermano habia recibido al venderlo, entabló el pleito que seguía su curso tarda y perezosamente en la Cancillería de Valladolid. Cisneros quiso evitar estas lentitudes y los gastos consiguientes en las Cancillerías, no para este caso en particular, sino en beneficio de todos los que tuviesen que entender con Tribunales; pero al saberlo los litigantes poderosos, que esperaban un buen éxito, más del favor que de la justicia de su causa , apelaron á la Corte de Flándes, y allí obtuvieron cédulas de suspensión. Uno de los favorecidos fué el Duque del Infantado, y al saberlo Cisneros, que tenía parentesco con el Conde de la Coruña, se quejó al Rey en términos muy sentidos, diciéndole: «que aunque este negocio no me tocara á my syno al menor destos rreynos, su alteza no debiera mandar dar tal cédula ni suspensyon, porque como estas sean cosas de justicia hanse de dexar que vayan por sus términos conforme á derecho, y no agraviar á la vna parte ni á la otra, pues ninguna rrazon ay para que tal se haga, que suplico á su alteza mande que se vea y determine el dicho pleyto conforme ajusticia como en vida de la cathólica majestad, y después acá se ha hecho.» No esta sólo, sino varias cartas escribió Cisneros á Flándes sobre el asunto del Señorío de Veleña, retiró el Rey la cédula de suspension que habia dado, y el pleito, que siguió en Valladolid, fué al fin fallado en favor del Conde de la Coruña, con lo que llegó á su colmo la cólera del Duque del Infantado, que prometió vengarse del Cardenal.

Pueril fué esta venganza. El Vicario general que tenía Cisneros en Alcalá de Henares dispuso que un delegado suyo pasara á Guadalajara para tomar informes acerca de algunos eclesiásticos á quienes se acusaba de varias faltas. Cuando lo supo el Duque del Infantado, hizo prender á dicho eclesiástico, y dispuso que se le castigase materialmente, con el pretexto de que invadía atribuciones de su hermano D. Bernardino, que desempeñaba el Arcedianato de Guadalajara, cargo de bastante importancia en aquella diócesis y no poco lucrativo también. Cuando supo Cisneros el atentado, dijo públicamente que allí se habian cometido dos crímenes, contra la religión el uno y el otro contra el Estado; de modo que, como Arzobispo excomulgaba al Duque del Infantado, y como Regente del reino le confiscaba su título y sus bienes. Realmente Cisneros no se proponía con esta severidad más que aterrar al Duque y hacer que le buscase por medio de tercera persona; pero lejos de hacerlo éste asi, comisionó á un Capellán suyo para que viese á Cisneros y lo abrumase de injurias y de amenazas en su nombre. El bueno del Capellán se presentó en el palacio de Cisneros, se le puso de rodillas, y pidiéndole perdón por las injurias que estaba encargado de repetirle, no omitió ninguna de las que le dijo el Duque. Cisneros oyó con paciencia á este ingenuo ó sandio mensajero, y cuando pareció haber concluido, después de contestar negativamente á la pregunta que le hizo Cisneros de si tenía algo más que decir, lo despidió dulcemente, añadiendo: id, amigo, y volved a vuestro amo, que ya lo hallaréis avergonzado de la comision que os ha dado. Asi ocurrió en efecto: el Duque, pasado el paroxismo de la cólera, ya sólo estaba irritado porque le habían obedecido con tal puntualidad y exactitud, aumentando su confusion un rasgo nobilísimo que tuvo Cisneros algunos dias después, pues muerto el Arcediano de Guadalajara, hermano del Duque, nombró á un hijo de éste, joven de discrecion y virtud, para que lo reemplazase.

Muchos comprendían, y habia entre ellos amigos del Duque, que acaso Cisneros se conducia de esta manera para ser más duro en el castigo del ultraje recibido, que conocía ya toda España. El Condestable de Castilla, que era amigo del Duque del Infantado, y que temia un acto de severidad por parte de Cisneros, quiso mediar entre ambos. Aveníase el Duque á todo acomodamiento, y Cisneros prometió perdonarle como diese una satisfacción pública y solemne por lo que habia hecho. Cediendo á los ruegos del Condestable, les dió el Prelado una cita para el pueblo de Fuencarral, en donde les invitó á comer, y por cierto que, faltando á la hora convenida, lo hizo acompañado sólo del Obispo de Avila, del Adelantado de Cazorla y de alguna gente de su casa. Una hora después de comer, el Condestable y el Duque llegaron, seguidos de un solo criado, y Cisneros, para quien siempre tuvo su valor el tiempo, entró desde luego en materia. El arrebatado Duque no pudo oirle con paciencia á pesar de sus propósitos, é interrumpiéndole con ira, le dijo: miéntras yo observe la religion y obedezca al Rey, á nadie más tengo que darle cuenta de mis acciones.

Yo, Sr. Mendoza, —replicó ásperamente el Cardenal, cuando ántes le hablaba con dulzura,— tengo poder para castigaros como Inquisidor, si faltáis á la Religión, y como Regente si no obedecéis al Rey. Intervino á tiempo el Condestable, increpó al Duque, suavizó al Cardenal, y al fin, movido el del Infantado por las palabras y razonamientos de éste, quiso pedirle perdón de rodillas, á lo cual se opuso, y lo recibió en sus brazos, dícíéndole con ternura: Si yo no os amase, ¿usaria de estos respetos como lo hago?

Más grave y de más terribles consecuencias fué el caso del Conde de Ureña, enemigo encarnizado del Cardenal desde que éste se opuso enérgicamente á que su hijo D. Pedro Girón se apoderase por fuerza del Ducado de Medinasidonia. Padre é hijo habían promovido la liga de Guadalajara, y el Conde procedía sin respeto alguno al Cardenal y menospreciando á los Comisarios Reales y á los Oficiales de justicia. Disimulaba Cisneros al parecer estos desacatos, porque teniendo pendientes cuestiones con los Duques del Infantado y de Alba, procedía diestramente al combatir uno á uno á los Nobles, sin dar lugar á que mancomunasen sus fuerzas tres de las más poderosas casas de Castilla, que hubieran podido poner su autoridad en grave riesgo; pero, llegada la oportunidad, sentó la mano, quizá con rigor excesivo, á la casa del Conde de Ureña.

Contemos el caso.

Disputaba Girón un señorío cerca de Valladolid en los tribunales, y sin esperar el resultado del pleito tomó posesión de Villafrades, que era el señorío que se disputaba; de modo que, habiendo fallado la Cancillería de Valladolid en favor de la parte contraria, ésta solicitó el auxilio del Cardenal para que le dieran posesión de su Señorío. El Conde de Ureña tenía resuelto apelar á la violencia para retener lo que injustamente llamaba su propiedad, y encargó á su hijo para que despidiese á palos á los oficiales y alguaciles que se presentasen en el pueblo. Así lo cumplieron Girón y otros calaveras de la nobleza, con grande escándalo de la Cancillería de Valladolid, y el Obispo de Málaga, su Presidente, reunió las milicias y se dirigió al pueblo de Villafrades para vengar la injuria hecha á la justicia, y no se retiró sino cuando el Condestable de Castilla, que veia á su hijo comprometido en esta calaverada, consiguió de aquellos imprudentes mozos que desistieran de su temeridad y aceptasen sin protesta la sentencia acordada. Cuando supo este atentado el Cardenal, se indignó muchísimo y mandó castigar por crimen de lesa Majestad á los reos, conjurándoles á que se presentasen en la cárcel pública á responder de los cargos que se les dirigian. Este rigor puso en conmoción á todo el reino; los jóvenes comprometidos, en vez de presentarse, se hicieron fuertes en Villafrades. Algunos de los padres, como el Condestable y el Almirante, no se apartaban del lado del Obispo de Málaga para no hacerse sospechosos y evitar que la tempestad cayese sobre sus cabezas, y en tanto que casi todos los Grandes de Castilla pensaban en la manera de coaligarse para resistir abiertamente al Cardenal, sin venir á ningún acuerdo como colectividad, porque temía cada uno de por si, las tropas Reales, al mando del Comisario Sarmiento, se dirigían contra los rebeldes con la orden de tomar á sangre y fuego la villa en que se guarecian.

Los Nobles escribieron á Flándes: el Conde de Ureña gritaba desaforadamente contra el fallo del Consejo Real y pedia que el Rey revisase el pleito. Cisneros escribía á la Corte dando cuenta menudamente de este pleito y en justificacion de su conducta, no dejando muy bien parado al Conde de Ureña.

Y ya no se contentaban algunos Grandes con quejarse al Rey, sino que muchos de ellos tocaban á rebato para levantarse en rebelión. Adelantábase á Valladolid el inquieto Obispo de Zamora para aumentar las fuerzas rebeldes; toda la nobleza se movia, y los culpados se burlaban á la vez del Comisario Sarmiento, que los iba á sitiar, y del Regente del Reino, cuya figura, revestida de hábitos pontificales, paseaban irrisoriamente por las calles. Entre tanto, llegó Sarmiento y puso sitio formal á la villa, de modo que los Nobles comprometidos hubieran caido en su poder, si en la extremidad á que se veian reducidos no hubieran apelado al heroismo de la desesperación para abrirse paso con sus espadas, y salvarse. Sarmiento entró sin resistencia en Villafrades. Arruinadas hasta sus cimientos fueron las murallas: por sus cuatro costados se puso fuego á la villa, y hasta en dia de fiesta, como nunca se habia hecho, se ejecutaron las sentencias que se dieron contra los partidarios de Girón y demás Nobles, á quienes tambien se pregonó como reos de lesa Majestad para que fuesen habidos.

Aquí se enterró para siempre el poder feudal de la nobleza. Ya desde entónces no se atrevieron á pasar á vias de hecho contra el Cardenal. El Condestable, el Duque del Infantado, el Almirante de Castilla, le escribieren cartas de sumision y pedian misericordia para la casa de Ureña. En vano buscó tropas en muchas partes: nadie quiso alistarse bajo sus pendones. No cabia más esperanza que lo que resultase de la apelación á Flándes, esto es, la gracia del Soberano. Alli se confirmó cuanto Cisneros habia hecho; se declaró traidores al Conde de Ureña y á sus hijos, si no se entregaban en las cárceles de Valladolid; nadie más intercedió por ellos, y entónces el Cardenal, dominadas todas las resistencias, viendo á sus pies al domado Conde y á los demás Señores, los perdonó generosamente y acudió al Rey para que su generosidad borrase la pasada afrenta. Tenia Cisneros poder amplio para perdonarles; pero para tenerlos seguros durante su Regencia contra nuevas maquinaciones, les hizo creer que debian esperar el perdón de Flándes.

Sin esta dura y sangrienta ejemplariedad con la casa de Ureña acaso la de Alba habria tenido que sufrir otra no ménos terrible. El priorato de San Juan habia sido adjudicado legítimamente por su posesor en favor de su sobrino Antonio Zúñiga, hermano del Duque de Béjar, con beneplácito del Rey Felipe el Hermoso, y confirmación del Papa: pero cuando subió el Rey Católico á la Gobernación de Castilla, consiguió del Gran Maestre de Rodas que se desposeyese á Zúniga, porque él, y no el Papa, era el que debia dar este cargo, y nombrase á D. Diego de Toledo en su lugar, hijo tercero del Duque de Alba, para premiar en él la fidelidad del padre. Mientras vivió D. Fernando, Zúñiga nada consiguió: ni el Papa ni la Corte de Flándes pudieron ayudarle; pero una vez muerto el Rey Católico, el pleito se falló en su favor, á pesar de las influencias del Duque de Alba, y, provisto de las ejecutorias del Papa y de cartas del Rey, se presentó á Cisneros pidiendo la posesión de su priorato; en la inteligencia que el Duque de Béjar y toda su casa, con otros muchos Señores, le prometian la asistencia necesaria contra el Duque de Alba, si éste resistia, pues de público se aseguraba, y era en efecto cierto, que el último habia resuelto defender los que conceptuaba sus derechos, no contra el Rey, sino contra el Cardenal.

Unos y otros se apercibían para el combate: temíase que vinieran á las manos en las mismas calles de Madrid, y agravaba la situación una terrible enfermedad que tenía postrado en cama á Cisneros, por cuya salud se hacian rogativas públicas y se interesó todo el reino. Gracias á que Francisco Ruiz, Obispo de Avila, tomó medidas de precaución, y pudo conservarse la tranquilidad hasta el restablecimiento del Cardenal del recio mal que padecía. Cisneros entónces quiso buscar un acomodamiento entre las dos casas rivales, mas no se conformó la de Alba, que intrigaba activamente, lo mismo en el Consejo de Madrid que en el de Bruselas, para vencer á Béjar: pero aunque Cárlos estuvo á punto de convertirse á las miras de Alba, y aunque en Madrid los Flamencos y la Reina Germana lo favorecian, el Rey, al fin, por consejo del Cardenal, se mantuvo firme en su anterior resolucion, disponiendo que todos los bienes del Priorato quedasen como en depósito para que el arbitro de las contiendas fuese el Soberano. El Duque de Alba no se conformó, y apeló á las armas para sostener su causa y evitar que el Cardenal ocupase sus bienes en nombre del Rey. Adriano y Laxao temieron la guerra civil; otros señores, que parecían imparciales, temieron lo mismo; Fonseca, uno de los mejores capitanes de su tiempo, se lo dijo así personalmente á Cisneros; pero éste, inflexible en sus propósitos, y que habia escrito al Rey diciendo que se cumpliría lo que él dispusiese, le replicó sonriendo: no temais, Fonseca, que todo saldrá bien.

Acudió Cisneros á sus salvadoras milicias, firme sosten del órden público en aquel tiempo, y poniendo á las órdenes de D. Fernando Andrade una fuerte división de caballería é infantería, le mandó que sitiase á Consuegra, en donde el hijo del Duque de Alba se habia hecho fuerte. Andrade se dió tan buena maña, que copó por completo un gran convoy de hombres y dinero que el Duque enviaba en socorro de su hijo, y aunque al principio éste tuvo sus arrogancias y no pensó en rendirse, su padre, que veia las cosas con más juicio, buscó las influencias de Adriano y de la Reina Germana para templar al Cardenal. Aceptó, por último, las condiciones que se le imponían; vió á Cisneros para sacar mejor partido de las circunstancias, y como se quejase del rigor con que se le trataba, le replicó el Prelado: «que jamas habia usado de rigor sin mucha pena, pero que los que mandan debajo de otros deben cumplir con puntualidad las órdenes que reciben.» Mostróle, en efecto, las que habia recibido de Flándes, y para acabar de atraerle, le manifestó que personalmente haría cuanto pudiese en su beneficio. Por consecuencia de esta entrevista, mandó Cisneros á Andrade que abandonase el sitio, y el Duque á su hijo que entregara el priorato. Dió después nuestro Prelado una amnistía, y los ánimos se calmaron.

Triunfaba, pues, el Cardenal en toda la línea. Habia humillado las casas más poderosas de España. El Duque del Infantado, el Conde de Ureña y el Duque de Alba imploraban su gracia. Uno á uno fué castigando á todos aquellos Grandes, tan arrogantes y díscolos, que no querian sufrir el freno de la autoridad Régia, de modo que cuando el Rey vino á sus Estados, se encontró con una Nobleza que todo lo esperaba de su favor, y nada ya de sus propias fuerzas: la aristocracia desde entónces estuvo siempre á los pies del Trono, y aunque bien pronto se le iba á presentar ocasión para sacudir esta servidumbre, asociando su causa á la del pueblo, prefirió pelear al lado del Rey y ahogar en sangre el grito de las Comunidades en Villalar.