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El Cid tiene la culpa

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El Cid tiene la culpa.
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Alguien, que no es jaimista, nos ha dicho lo siguiente: —Tengo verdadera obsesión por la lectura de la Prensa. Dedico horas y más horas á enterarme de lo que dicen casi todos los diarios de Madrid y de provincias acerca del problema de Marruecos. De éstos, descontando los tradicionalistas y los católicos independientes que hacen con entusiasmo la campaña, la mayor parte informan, dan noticias, pero no emiten juicio. Los que me permiten hablar, lo hacen para oponerse á todo intento guerrero. Por suerte ó por desgracia, en lo conciencia nacional ha hecho mucho camino la frase del finado Costa: “hay que echar doble llave al sepulcro del Cid...”

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Vamos á hacer algunas observaciones.

La primera, y casi única, debe ir enderezada á demostrar que aquella frase fué un mero juego de palabras. No la autorizaban ni las realidades antiguas, ni los hechos modernos. Es un agravio á las virtudes del pueblo español.

El sepulcro del Cid se abrió en el siglo pasado durante la guerra de la Independencia, uno de los episodios de la cual más brillantes y sugestivos conmemoramos hoy. Y el espíritu del caudillo alentó en Zaragoza y en Gerona, en Bailén y en Madrid. Salvamos entonces nuestra personalidad histórica y coadyuvamos, tanto como el que más, acaso más que nadie, á abatir una gran tiranía. No perdimos nada con ello. Se nos volvió á admirar y á respetar por todo el mundo; nos engrandecimos, nos fortalecimos, y, lo que vale más que eso, fueron contenidas las corrientes que, desatadas treinta años después, producirían copia de males en la Península y en Ultramar. Al abrirse la tumba de Rodrigo Díaz de Vivar, un ministro inglés, el gran Pitt, se descubrió delante de la nacionalidad española, como saludando á un pueblo de héroes; al cerrarse aquélla, al echar la consabida doble llave, otro ministro inglés, Salisbury, nos clasificaba entre los pueblos moribundos.

Por el nuestro pasó el espíritu guerrero del Cid como un rayo de luz. Inspiró sus campañas á Alfonso VI y sus triunfos á Alfonso VII; presidió la victoria de las Navas; fortaleció en sus virtudes á la madre de San Luis y á la madre de San Fernando; hizo con éste las jornadas gloriosas de Sevilla; con Guzmán el Bueno dejó al heroísmo en Tarifa, y con Isabel I y sus capitanes á la sublimidad en Granada. El empujó las carabelas de Colón hacia nuevos mundos y paseó triunfadora la bandera de la Patria por Francia, Italia y Alemania. Aconsejó á Jiménez de Cisneros y conquistó á Orán; á Felipe II, y luego de San Quintín, en sus fervores de creyente, pasmó al mundo con las maravillas del Escorial. Se hizo marino y venció con D. Juan de A ustria en Lepanto. Y cuando trocó las armas por las Letras y por las Artes, ó cultivando las Letras y las Artes á la vez, á la vez que había levantado á alturas inauditas el brillo de las armas, manos de querubines tañían las liras de nuestros poetas, y manos de arcángeles movían los pinceles de nuestros pintores. Esa es la Historia: un eclipse del espíritu del Cid es una caída, un retroceso, un punto obscuro: la inspiración de esa figura legendaria, un adelanto, una resurrección, una claridad viva, luminosa, en el orden moral y en el material de la Patria.

¿De qué es culpable nuestro héroe? ¿Es responsable de la infecundidad, ó de los malos engendros de estos ochenta años de régimen? Se han duplicado por él los Presupuestos? ¿Tiene la culpa del atraso intelectual de la Nación? ¿Se inspiran en él ese número, tan extraordinario, de vagos más ó menos ilustres que viven y medran en España? ¿Aconsejó él la rendición de Santiago, la entrega de Manila, ó el Tratado de París? Entonces, ¿por qué ni para qué echar doble llave al sepulcro del héroe?

No es eso lo que quiere el pueblo. Verdad es que una parte de él desea permanecer alejado de toda empresa guerrera, que no le inquieten, ni molesten, ni le saquen de sus filosofías sanchopancescas, pero desea eso porque está harto convencido de que no alienta entre nosotros aquella alma noble, valerosa y altiva de Rodrigo Díaz de Vivar, porque no halla nadie entre los directores de la política que trate de emularle, porque sabe que si por las codicias de los extraños podemos salir mal, por las torpezas, vacilaciones y cobardías de los propios hemos de librar muchísimo peor. Por eso, cuando llegan circunstancias como las actuales, no faltan quienes como los jaimistas se adelanten á decir: “Si se trata de servir á la Patria, de ganar honores ó territorios para la Patria, de dilatar las fronteras de la Patria, con todo lo que somos, valemos y representamos nos ponemos del lado de quienes tan nobles, legítimas y españolas aspiraciones aliente.” Y tampoco faltan muchos que permanecen en silencio, y algunos, afortunadamente pocos, aunque por lo que pitan y se mueven parezcan legión, que dicen con un hondo pesimismo y amarga filosofía: —¿Con que moritos y posibilidad de una guerra, y tiros por allí y cañonazos por allá y gastos cuantiosos por otro lado? Pues que vengan aquí, si quieren, franceses, ingleses, ó las propias kabilas que inflaman con sus predicaciones el morabito azul ó el morabito rojo, porque empeorar no empeoraremos, y que perder no tenemos, habiendo perdido, tiempo há, hasta la vergüenza...

Y de que tales cosas se piensen y hasta se digan como corolario de las que antes se han dicho y hecho, ¿tiene la culpa el Cid?

P.


Fuente

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