El Criticón (Segunda parte)/Crisi I
CRISI PRIMERA. Reforma universal
Renuncia el hombre inclinaciones de siete en siete años: ¡cuánto más alternará genios en cada una de sus cuatro edades! Comienza a medio vivir quien poco o nada percibe: ociosas pasan las potencias en la niñez, aun las vulgares (que las nobles, sepultadas yacen en una puerilidad insensible), punto menos que bruto, aumentándose con las plantas y vegetándose con las flores. Pero llega el tiempo en que también el alma sale de mantillas, ejerce ya la vida sensitiva, entra en la jovial juventud, que de allí tomó apellido: ¡Qué sensual, qué delicioso! no atiende sino a holgarse el que nada entiende, no vaca al noble ingenio, sino al delicioso genio: Sigue sus gustos, cuando tan malo le tiene. Llega al fin, pues siempre tarde, a la vida racional y muy de hombre, ya discurre y se desvela; y porque se reconoce hombre, trata de ser persona, estima el ser estimado, anhela al valer, abraza la virtud, logra la amistad, solicita el saber, atesora noticias y atiende a todo sublime empleo. Acertadamente discurría quien comparaba el vivir del hombre al correr del agua, cuando todos morimos y como ella nos vamos deslizando. Es la niñez fuente risueña: nace entre menudas arenas, que de los polvos de la nada salen los lodos del cuerpo, brolla tan clara como sencilla, ríe lo que no murmura, bulle entre campanillas de viento, arrúllase entre pucheros y cíñese de verduras que la fajan. Precipítase ya la mocedad en un impetuoso torrente, corre, salta, se arroja y se despeña, tropezando con las guijas, rifando con las flores, va echando espumas, se enturbia y se enfurece. Sosiégase, ya río, en la varonil edad. Va pasando tan callado cuan profundo, caudalosamente vagoroso, todo es fondo, sin ruido; dilátase espaciosamente grave, fertiliza los campos, fortalece las ciudades, enriquece las provincias y de todas maneras aprovecha. Mas ¡ay!, que al cabo viene a parar en el amargo mar de la vejez, abismo de achaques, sin que le falte una gota; allí pierden los ríos sus bríos, su nombre y su dulzura; va a orza el carcomido bajel, haciendo agua por cien partes y a cada instante zozobrando entre borrascas tan deshechas que le deshacen, hasta dar al través con dolor y con dolores en el abismo de un sepulcro, quedando encallado en perpetuo olvido.
Hallábanse ya nuestros dos peregrinos del vivir, Critilo y Andrenio, en Aragón, que los extranjeros llaman la buena España, empeñados en el mayor reventón de la vida. Acababan de pasar sin sentir, cuando con mayor sentimiento, los alegres prados de la juventud, lo ameno de sus verduras, lo florido de sus lozanías, y iban subiendo la trabajosa cuesta de la edad varonil, llena de asperezas, si no malezas: emprendían una montaña de dificultades. Hacíasele muy cuesta arriba a Andrenio, como a todos los que suben a la virtud, que nunca hubo altura sin cuesta; iba acezando y aun sudando; animábale Critilo con prudentes recuerdos y consolábale en aquella esterilidad de flores con la gran copia de frutos, de que se veían cargados los árboles, pues tenían más que hojas, contando las de los libros. Subían tan altos que les pareció señoreaban cuanto contiene el mundo, muy superiores a todo.
—¿Qué te parece desta nueva región? —dijo Critilo—. ¿No percibes qué aires éstos tan puros?
—Así es —respondió Andrenio—. Paréceme que ya llevamos otros aires. ¡Qué buen puesto éste para tomar aliento y asiento!
—Sí, que ya es tiempo de tenerle.
Pusiéronse a contemplar lo que habían caminado hasta hoy.
—¿No atiendes qué de verduras dejamos atrás, tan pisadas como pasadas? ¡Cuán bajo y cuán vil parece todo lo que habemos andado hasta aquí! Todo es niñería respecto de la gran provincia que emprendemos. ¡Qué humildes y qué bajas se reconocen todas las cosas pasadas! ¡Qué profundidad tan notable se advierte de aqui allá! Despeño sería querer volver a ellas. ¡Qué pasos tan sin provecho cuantos habemos dado hasta hoy!
Esto estaban filosofando, cuando descubrieron un hombre muy otro de cuantos habían topado hasta aquí, pues se estaba haciendo ojos para notarlos, que ya poco es ver. Fuese acercando, y ellos advirtiendo que realmente venía todo rebutido de ojos de pies a cabeza, y todos suyos y muy despiertos.
—¡Qué gran mirón éste! —dijo Andrenio.
—No, sino prodigio de atenciones —respondió Critilo—. Si él es hombre, no es destos tiempos; y si lo es, no es marido ni aun pastor, ni trae cetro ni cayado. Mas ¿si sería Argos? Pero no, que ése fue del tiempo antiguo, y ya no se usan semejantes desvelos.
—Antes sí —respondió el mismo—, que estamos en tiempos que es menester abrir el ojo, y aun no basta, sino andar con cien ojos; nunca fueron menester más atenciones que cuando hay tantas intenciones, que ya ninguno obra de primera. Y advertid que de aquí adelante ha de ser el andar despabilados, que hasta ahora todos habéis vivido a ciegas, y aun a dormidas.
—Dinos por tu vida, tú que ves por ciento y vives por otros tantos, ¿guardas aún bellezas?
—¡Qué vulgaridad tan rancia! —respondió él—. ¿Y quién me mete a mí en imposibles? Antes me guardo yo dellas y guardo a otros bien entendidos.
Estaba atónito Andrenio, haciéndose ojos también, o en desquite o en imitación; y reparando en ello Argos, le dijo:
—¿Ves o miras?, que no todos miran lo que ven.
—Estoy —respondió— pensando de qué te pueden servir tantos ojos; porque en la cara están en su lugar, para ver lo que pasa, y aun en el colodrillo para ver lo que pasó; pero en los hombros ¿a qué propósito?
—¡Qué bien lo entiendes! —dijo Argos—. Éstos son más importantes, los que más estimaba don Fadrique de Toledo.
—¿Pues para qué valen?
—Para mirar un hombre la carga que se echa a cuestas, y más si se casa o se arrasa, al acetar el cargo y entrar en el empleo: ahí es el ver y tantear la carga, mirando y remirando, midiéndola con sus fuerzas, viendo lo que pueden sus hombros; que el que no es un Atlante, ¿para qué se ha de meter a sostener las estrellas? Y el otro, que no es un Hércules, ¿para qué se entremete a sustituto del peso de un mundo? Él dará con todo en tierra. ¡Oh!, si todos los mortales tuviesen destos ojos, yo sé que no se echarían tan a carga cerrada las obligaciones que después no pueden cumplir. Y así andan toda la vida gimiendo so la carga incomportable: el uno, de un matrimonio sin patrimonio; el otro, del demasiado punto sin coma; éste, con el empeño en que se despeña; y aquél, con el honor que es horror. Estos ojos humerales abro yo primero muy bien antes de echarme la carga a cuestas, que el abrirlos después no sirve sino para la desesperación o para el llanto.
—¡Oh!, cómo tomaría yo otros dos —dijo Critilo—, no sólo para no cargar de obligaciones, pero ni aun encargarme de cosa alguna que abrume la vida y haga sudar la conciencia.
—Yo confieso que tienes razón —dijo Andrenio—, y que están bien los ojos en los hombros, pues todo hombre nació para la carga Pero dime: esos que llevas en las espaldas, ¿para qué pueden ser buenos? Si ellas de ordinario están arrimadas, ¿de qué sirven?
Y aun por eso —respondió Argos—, para que miren bien dónde se arriman. ¿No sabes tú que casi todos los arrimos del mundo son falsos, chimeneas tras tapiz, que hasta los parientes falsean y se halla peligro en los mismos hermanos? Maldito el hombre que confía en otro, y sea quien fuere. ¿Qué digo, amigos y hermanos?: de los mismos hijos no hay que asegurarse, y necio del padre que en vida se despoja. No decía del todo mal quien decía que vale más tener que dejar en muerte a los enemigos que pedir en vida a mis amigos. Ni aun en los mismos padres hay que confiar, que algunos han echado dado falso a los hijos; ¡y cuántas madres hoy venden las hijas! Hay gran cogida de falsos amigos y poca acogida en ellos, ni hay otra amistad que dependencia: a lo mejor falsean y dejan a un hombre en el lodo en que ellos le metieron. ¿Qué importa que el otro os haga espaldas en el delito, si no os hace cuello después en el degüello?
—Buen remedio —dijo Critilo— no arrimarse a cabo alguno, estarse solo, vivir a lo filósofo y a lo feliz.
Rióse Argos y dijo:
—Si un hombre no se busca algún arrimo, todos le dejarán estar, y no vivir. Ningunos más arrimados hoy que los que no se arriman: aunque sea un gigante en méritos, le echarán a un rincón; así puede ser más benemérito que nuestro obispo de Barbastro, más hombre de bien que el mismo de Patriarca, más valiente que Domingo de Eguía, más docto que el cardenal de Lugo, nadie se acordará dél. Y aun por eso, toda conclusión se arrima a buen poste y todo jubileo a buena esquina. Creedme que importan mucho estas atenciones respaldares.
—Ésos sean los míos —dijo Andrenio—, y no los de las rodillas; desde ahora los renuncio allí: ¿y para qué sino para cegarse con el polvo y quedar estrujados en el suelo?
—¡Qué mal lo discurres! —respondió Argos—. Ésos son hoy los más pláticos, porque más políticos. ¿Es poco mirar un hombre a quien se dobla, a quien hinca la rodilla, que numen adora, quien ha de hacer el milagro? Que hay imágenes viejas, de adoración pasada, que no se les hace ya fiesta, figuras del descarte barajadas de la fortuna. Estos ojos son para brujulear quién triunfa, para hacerse hombre, ver quién vale y ha de valer.
—De verdad que no me desagradan —dijo Critilo—, y que en las Cortes me dicen se estiman harto. Por no tener ya otros como ellos, voy siempre rodando; hasta mi entereza me pierde. —Una cosa no me puedes negar —replicó Andrenio—, que los ojos en las espinillas no sirven sino para lastimarse. Señor, en los países están en su lugar, para ver un hombre donde los tiene, dónde entra y sale, en qué pasos anda; pero en las piernas ¿para qué?
—¡Oh, sí!, para no echarlas ni hacerlas con el poderoso, con el superior. Atienda el sagaz con quién se toma, mira con quien las ha, y en reconociéndole la cuesta, no parta peras con él, cuanto menos piedras. Si éstos hubiera tenido aquel hijo del polvo, no se hubiera metido entre los brazos de Hércules, nunca hubiera luchado con él, ni los rebeldes titanes se hubieran atrevido a descomponerse con el Júpiter de España; que estas necias ternillas tienen abrumados a muchos. Prométoos que para poder vivir es menester armarse un hombre de pie a cabeza, no de ojetes, sino de ojazos muy despiertos: ojos en las orejas, para descubrir tanta falsedad y mentira; ojos en las manos, para ver lo que da y mucho más lo que toma; ojos en los brazos, para no abarcar mucho y apretar poco; ojos en la misma lengua, para mirar muchas veces lo que ha de decir una; ojos en el pecho, para ver en qué lo ha de tener; ojos en el corazón, atendiendo a quién le tira o le hace tiro; ojos en los mismos ojos, para mirar cómo miran; ojos y más ojos y reojos, procurando ser elmirante en un siglo tan adelantado.
—¿Qué hará —ponderaba Critilo— quien no tiene sino dos, y esos nunca bien abiertos, llenos de légañas y mirando aniñadamente con dos niñas? ¿No nos venderías (ya que nadie da, si no es el señor don Juan de Austria) un par de esos que te sobran?
—¿Qué es sobrar? —dijo Argos—. De mirar nunca hay harto. A más de que no hay precio para ellos: sólo uno, y ése es un ojo de la cara.
—Pues ¿que ganaría yo en eso? —replicó Critilo.
—Mucho —respondió Argos—, el mirar con ojos ajenos, que es una gran ventaja, sin pasión y sin engaño, que es el verdadero mirar. Pero vamos, que yo os ofrezco que antes que nos dividamos habéis de lograr otros tantos como yo; que también se pegan, como el entendimiento cuando se trata con quien le tiene.
—¿Dónde nos quieres llevar —preguntó Critilo—, y qué haces aquí en esta plaga del mundo?, que todo él se compone de plagas.
—Soy guarda —respondió— en este puerto de la vida tan dificultoso cuan realzado, pues comenzándote todos a pasar mozos, se hallan al cabo hombres, aunque no lo sienten tanto como las hembras, con que de mozas que antes eran, se hallan después dueñas; mas ellas reniegan de tanta autoridad, y ya que no tienen remedio buscan consuelo en negar; y es tal su pertinacia, que estarán muchas canas de la otra parte y porfían que comienzan ahora a vivir. Pero callemos, que lo han hecho crimen de descortesía y dicen: «Más querríamos nos desafiasen que desengañasen.»
—¿De modo —dijo Critilo— que eres guarda de hombres?
—Sí, y muy hombres, de los viandantes, porque ninguno pase mercaderías de contra bando de la una provincia a la otra. Hay muchas cosas prohibidas que no se pueden pasar de la juventud a la virilidad; permítense en aquélla, y en ésta están vedadas so graves penas. A más de ser toda mala mercadería y perdida por ser mala hacienda, cuéstales a algunos muy cara la niñería, porque hay pena de infamia y tal vez de la vida, especialmente si pasan deleites y mocedades. Para oviar este daño tan pernicioso al género humano, hay guardas muy atentas que corren todos estos parajes cogiendo los que andan descaminados. Yo soy sobre todos, y así os aviso que miréis si lleváis alguna cosa que no sea muy de hombres y la depongáis, porque como digo, a más de ser cosa perdida, quedaréis afrentados cuando seáis reconocidos; y advertid que por más escondida que la llevéis, os la han de hallar: que del mismo corazón redundará luego a la boca, y los colores al rostro.
Demudóse Andrenio, mas Critilo, por desmentir indicios, mudó de plática y dijo:
—En verdad que no es tan áspera la subida como habíamos concebido: Siempre se adelanta la imaginación a la realidad. ¡Qué sazonados están todos estos frutos!
—Sí —respondió Argos—, que aquí todo es madurez; no tienen aquella acedia de la juventud, aquel desabrimiento de la ignorancia, lo insulso de su conversación, lo crudo de su mal gusto. Aquí ya están en su punto, ni tan pasados como en la vejez ni tan crudos como en la mocedad, sino en un buen medio.
Topaban muchos descansos con sus asientos bajo de frondosos morales muy copados, cuyas hojas, según decía Argos, hacen sombra saludable y de gran virtud para las cabezas, quitándoles a muchos el dolor de ella; y aseguraba haberlos plantado algunos célebres sabios para alivio en el cansado viaje de la vida. Pero lo más importante era que a trechos hallaban algún refresco de saber, confortativos de valor, que se decía haberlos fundado allí a costa de su sudor algunos varones singulares, dotándolos de renta de doctrina. Y así, en una parte les brindaron quintas esencias de Séneca, en otra divinidades de Platón, néctares de Epicuro, y ambrosías de Demócrito y de otros muchos autores sacros y profanos, con que cobraban, no sólo aliento, pero mucho ser de personas, adelantándose a todos los demás.
Al sublime centro habían llegado de aquellas eminencias, cuando descubrieron una gran casa labrada, más de provecho que de artificio, y aunque muy capaz, nada suntuosa; de profundos cimientos, asegurando con firmes estribos las fuertes paredes; mas no por eso se empinaba, ni poblaba el aire de castillos ni de torres; no brillaban chapiteles, ni andaban rodando las giraldas. Todo era a lo macizo, de piedras sólidas y cuadradas, muy a macha martillo. Y aunque tenía muchas vistas con ventanas y claraboyas a todas luces, pero no tenía reja alguna ni balcón: porque entre hierros, aunque dorados, se suelen forjar los mayores y aun ablandarse los pechos más de bronce. El sitio era muy exento, señoreando cuanto hay a todas partes y participando de todas luces, que ninguna aborrece. Lo que más la ilustraba eran dos puertas grandes y siempre patentes: la una al oriente, de donde se viene, y la otra al ocaso, de donde se va. Y aunque ésta parecía falsa, era la más verdadera y la principal. Por aquélla entraban todos, y por ésta salían algunos.
Causóles aquí extraña admiración ver cuán mudados salían los pasajeros y cuán otros de lo que entraban, pues totalmente diferentes de sí mismos. Así lo confesó uno a la que le decía: «Yo soy aquélla», respondiéndole: «Yo soy aquél.» Los que entraban risueños salían muy pensativos; los alegres, melancólicos; ninguno se reía, todo era autoridad. Y así, los muy ligeros antes, agora procedían graves; los bulliciosos, pausados; los flacos, que en cada ocasión daban de ojos, ahora en la cuenta, pisando firme los que antes de pie quebrado; los livianos, muy substanciales. Estaba atónito Andrenio viendo tal novedad y tan impensada mudanza.
—Aguarda —dijo—, aquel que sale hecho un Catón, ¿no era poco ha un chisgarabís?
—El mismo.
—¿Hay tal transformación?
—¿No veis aquel que entraba saltando y bailando a la francesa cómo sale muy tétrico y muy grave a la española? Pues aquel otro, sencillo, ¿no notáis qué doblado y qué cauto se muestra?
—Aquí —dijo Andrenio— alguna Circe habita que así transforma las gentes. ¿Qué tienen que ver con éstas todas las metarmorfosis que celebra Ovidio? Mirad aquel que entró echo un Claudio emperador cuál sale hecho un Ulises. Todos se movían antes con ligera facilidad, y ahora proceden con maduro juicio. Hasta el color sacan, no sólo alterado, pero mudado.
Y realmente era así, porque vieron entrar un boquirrubio, y salió luego barbinegro; los colorados, pálidos, convertidas las rosas en retamas; y en una palabra, todos trocados de pie a cabeza, pues ya no movían ésta con ligereza a un lado ni a otro, sino que la tenían tan quieta, que parecía haberles echado a cada uno una libra de plomo en ella; los ojos altaneros, muy mesurados; asentaban el pie, no jugando del brazo, la capa sobre los hombros, muy a lo chapado.
—No es posible sino que aquí hay algún encanto —repetía Andrenio—; aquí algún misterio hay, o esos hombres se han casado, según salen pensativos.
—¿Qué mayor encanto —dijo Argos— que treinta años a cuestas? Esta es la transformación de la edad. Advertid que en tan poca distancia como hay de una puerta a la otra, hay treinta leguas de diferencia, no menos que de ser mozo a ser hombre. Éste es el pasadizo de la juventud a la varonil edad. En aquella primera puerta deja la locura, la liviandad, la ligereza, la facilidad, la inquietud, la risa, la desatención, el descuido, con la mocedad; y en esta otra cobran el seso, la gravedad, la severidad, el sosiego, la pausa, la espera, la atención y los cuidados, con la virilidad. Y así veréis que aquél que hablaba de taravilla, ahora tan espacio que parece que da audiencia. Pues aquel otro, que le iba chapeando el seso, mirad qué chapado que sale; el otro con sus cascos de corcho, qué substancial se muestra. ¿No atendéis a aquél tan medido en sus acciones, tan comedido en sus palabras? Éste era aquel casquilucio. Tené cuenta cuál entra aquél con sus pies de pluma; veréis luego cuál saldrá con pies de plomo. ¿No veis cuántos valencianos entran y qué aragoneses salen? Al fin, todos muy otros de sí mismos, cuando más vuelven en sí: su andar pausado, su hablar grave, su mirar compuesto y que compone, y su proceder concertado, que cada uno parece un Chumacero.
Dábales ya prisa Argos que entrasen, y ellos:
—Dinos primero qué casa es ésta tan rara.
—Ésta es —respondió— la aduana general de las edades y aquí manifiestan la mercadería que pasan: averiguase de dónde vienen y dónde van a parar. Entraron dentro y hallaron un aerópago, porque era presidente el Juicio, un gran sujeto, asistiéndole el Consejo, muy hombre, el Modo, muy bien hablado, el Tiempo, de grande autoridad, el Concierto, de mucha cuenta, el Valor, muy ejecutivo, y así otros grandes personajes. Tenía delante un libro abierto de cuenta y razón, cosa que se le hizo muy nueva a Andrenio, como a todos los de su edad y que pasan a ser gente de veras. Llegaron a tiempo que actualmente estaban examinando a unos viandantes de qué tierra venían.
—Con razón —dijo Critilo—, porque della venimos y a ella volvemos.
—Sí —dijo otro—, que sabiendo de dónde venimos, sabremos mejor dónde vamos. Muchos no atinaban a responder, que los más no daban razón de sí mismos. Y así, preguntándole a uno dónde caminaba, respondió que a donde le llevaba el tiempo, sin cuidarse más que de pasar y hacer tiempo.
—Vos le hacéis y él os deshace —dijo el presidente. Y remitióle a la reforma de los que hacen número en el mundo. Respondió otro que él pasaba adelante por no poder volver atrás. Los más decían que porque los otros habían echado, con harto dolor de su corazón, de los floridos países de su mocedad; que si eso no fuera, toda la vida se estuvieran con gusto, dándose verdes de mocedades. Y a éstos los remitieron a la reforma de añadidos. Estábase lamentando un príncipe de verse así tan adelante y, a su antecedente tan atrás, porque hasta entonces, divertido con los pasatiempos de la mocedad, no había pensado en ser algo; pero aquéllos ya acabados, le daba gran pena ver que le sobraban años y le faltaban empleos. Remetiéronle la reforma de la espera, si no quería reinar por salto, que era despeñarse. En busca de la honra dijeron algunos que iban; muchos tras el interés, y muy pocos los que a ser personas, aunque fueron oídos de todos con aplauso y de Critilo con observación.
Llegaron en esto las guardas con una gran tropa de pasajeros, que los habían cogido descaminados. Mandaron fuesen luego reconocidos por la Atención y el Recato, y que les escudriñasen cuanto llevaban. Topáronle al primero no sé qué libros, y algunos muy metidos en los senos. Leyeron los títulos y dijeron ser todos prohibidos por el Juicio, contra las premáticas de la prudente Gravedad, pues eran de novelas y comedias. Condenáronlos a la reforma de los que sueñan despiertos, y los libros mandaron se les quitasen a hombres que lo son y se relajasen a los pajes y doncellas de labor; y generalmente todo género de poesía en lengua vulgar, especialmente burlesca y amorosa, letrillas, jácaras, entremeses, follaje de primavera, se entregaron a los pisaverdes. Lo que más admiró a todos, fue que la misma Gravedad en persona ordenó seriamente que de treinta años arriba ninguno leyese ni recitase coplas ajenas, mucho menos propias o como suyas, so pena de ser tenidos por ligeros, desatentos o versificantes. Lo que es leer algún poeta sentencioso, heroico, moral y aun satírico en verso grave, se les permitió a algunos de mejor gusto que autoridad, y esto en sus retretes, sin testigos, haciendo el descomedido de tales niñerías; pero allá a escondidas chupándose los dedos. El que quedó muy corrido fue uno a quien le hallaron un libro de caballerías.
—Trasto viejo —dijo la Atención— de alguna barbería.
Afeáronsele mucho y le constriñeron lo restituyese a los escuderos y boticarios; mas los autores de semejantes disparates, a locos estampados. Replicaron algunos que para pasar el tiempo se les diese facultad de leer las obras de algunos otros autores que habían escrito contra estos primeros, burlándose de su quimérico trabajo. Y respondióles la Cordura que de ningún modo, porque era dar del lodo en el cieno, y había sido querer sacar del mundo una necedad con otra mayor. En lugar de tanto libro inútil (¡Dios se lo perdone al inventor de la estampa!), ripio de tiendas y ocupación de legos, les entregaron algunos Sénecas, Plutarcos, Epictetos y otros, que supieron hermanar la utilidad con la dulzura. Acusaron éstos a otros que no menos ociosos, y más perniciosos, se habían jugado el sol y quedado a la luna diciendo que para pasar el tiempo, como si él no los pasase a ellos y como si el perderlo fuera pasarlo: de hecho, le hallaron a uno una baraja. Mandaron al punto quemar las cartas por el peligro del contagio, sabiendo que barajas ocasionan barajas y de todas maneras empeños, barajando la atención, la reputación, la modestia, la gravedad y tal vez la alma. Mas al que se los hallaron, con todos los tahúres, hasta los cuartos, que es la cuarta generación, les barajaron las haciendas, las casas, la honra, el sosiego para toda la vida.
En medio de esta suspensión y silencio se le oyó silbar a uno, cosa que escandalizó mucho a todos los circunstantes, y más a los españoles. Y averiguada la desatención, hallaron había sido un francés, y le condenaron a nunca estar entre personas. Mas les ofendió un sonsonete como de guitarra, instrumento vedado so graves penas de la Cordura, y así refieren que dijo el Juicio en sintiendo las cuerdas:
—¿Qué locura es ésta? ¿Estamos entre hombres o entre barberos?
Hízose averiguación de quién la tañía, y hallaron era un portugués; y cuando creyeron todos le mandarían dar un trato de cuerda, oyeron que le rogaban (que a los tales se les ruega) tañese algún son moderno y lo acompañase con alguna tonadilla. Con harta dificultad lo recabaron, y con mayor después que cesase Gustaron mucho, aun los más serios ministros de la reforma humana, y generalmente se les mandó a todos los que pasaban de mozos a hombres que de allí adelante ninguno tañese instrumento ni cantase, pero que bien podían oír tañer y cantar, que es más gusto y más decoro.
Iban con tanto rigor en esto de reconocer los humanos pasajeros, que llegaron las guardas a desnudar algunos de los sospechosos. Cogiéronle a uno un retrato de una dama, ahorcado de un dogal de nácar. Quedó él tan perdido cuan escandalizados todos los cuerdos, que aun de mirar el retrato no se dignaron sino lo que bastó para dudar cuál era la pintada, ésta o aquélla. Reparó una de las guardas y dijo:
—Éste ya yo le he quitado a otro y no ha muchos días.
Mandáronlo sacar y hallaron una docena de ellos.
—Basta —dijo el presidente—, que una loca hace ciento. Recójanlos como moneda falsa, doblones de muchas caras.
Y a él le intimaron que, o menos barbas, o menos figurerías; y que esto de trillar la calle, dar vueltas, comer hierros, apuntalar esquinas, deshollinar balcones, lo dejasen para los Adonis boquirrubios. El que causó mucha risa fue uno que llegó con un ramo en la mano, y averiguado que no era médico ni valenciano, sino pisaverde, le atropello la Atención, diciéndole era ramo de locura, tablilla de mesón, vacío de seso. Vieron uno que no miraba a los otros, y sin ser tosco, tenía fijos los ojos en el sombrero.
—Pues no será de corrido —dijo la Sagacidad.
Y en sospechas de liviandad, llegaron a reconocerle y le hallaron un espejillo clavado en la copa del sombrero. Y por cosa cierta averiguaron era primo loco, sucesor de Narciso. No se admiraron tanto déstos cuanto de un otro que repetía para Catón en la severidad y aun se emperdigaba para repúblico. Miráronle de pie a cabeza y brujuleáronle una faldilla de un jubón verde: color muy mal visto de la Autoridad.
—¡Oh qué bien merecía otro! —votaron todos.
Pero por no escandalizar el populacho, muy a lo callado le remitieron al Nuncio de Toledo, que le absolviese de juicio. A otro que debajo una sotanilla negra traía un calzón acuchillado le condenaron a que terciase la falda prendiéndola de la pretina, para que todo el mundo viese su desgarro. Intimaron a otros seriamente que en adelante ninguno llevase arremangada la falda del sombrero a la copa, sino es yendo a caballo, cuando ninguno es cuerdo; ni decantado el sombrero a un lado de la cabeza, dejando desabrigado el seso del otro; que no se vayan mirando a sí mismos ni por sombra, so pena de mal vistos, ni los pies, que no es bien pavonearse. Plumas y cintas de colores, se les vedaron, si no a los soldados bisoños mientras van o vuelven de la campaña; que todos los anillos se entregasen a los médicos y abades; a éstos porque entierran los que aquéllos destierran.
Pasaron ya los ministros de aquella gran aduana del Tiempo a la reforma general de todos cuantos pasan de pajes de la juventud a gentileshombres de la virilidad. Y lo primero que se ejecutó fue desnudarles a todos la librea de la mocedad, el pelo rubio y dorado, y cubrirles de pelo negro, luto en lo melancólico y lo largo, pues cerrando las sienes llega a ser pelo en pecho. Ordenáronles seriamente que nunca más peinasen pelo rubio, y menos hacia la boca y los labios, color profano y mal visto en adelante: vedándoles todo género de bozo y de guedejas rizadas, para excusar las risadas de los cuerdos. Toda color material, que no la formal, les prohibieron, no permitiéndoles aun el volverse colorados, sino pálidos, en señal de sus cuidados. Convirtiéronles las rosas de las mejillas en espinas de la barba. De suerte que de pies a cabeza los reformaban. Echábanles a todos un candado en la boca, un ojo en cada mano y otra cara janual, pierna de grulla, pie de buey, oreja de gato, ojo de lince, espalda de camello, nariz de rinoceronte y de culebra el pellejo.
Hasta el material gusto les reformaban, ordenándoles que en adelante no mostrasen apetecer las cosas dulces, so pena de niños, sino las picantes y agrias y algunas saladas. Y porque a uno le hallaron unos confites, le fue intimado se pusiese el babador, siempre que los hubiese de comer; y así, todos se guardaban de trocar el cardo por las pasas y todos comían la ensalada. Cogieron a otro comiendo unas cerezas y volvióse de su color: saltáronle a la cara. Mandáronle que las trocase en guindas. De modo que aquí no está vedada la pimienta, antes se estima más que el azúcar; mercadería muy acreditada, que algunos hasta en el entendimiento la usan, y más si se junta con la naranja. La sal también está muy valida y hay quien la come a puñados, pero sin lo útil no entra en provecho: salan muchos los cuerpos de sus obras porque nunca se corrompan: ni hay tales aromas para embalsamar libros, libres de los gusanos roedores, como los picantes y las sales. Están tan desacreditados los dulces, que aun la misma Panegiri de Plinio, a cuatro bocados enfada, ni hay hartazgo de zanahorias como unos cuantos sonetos del Petrarca y otros tantos de Boscán; que aun a Tito Livio hay quien le llama tocino gordo, y de nuestro Zurita no le falta quien luego se empalaga.
—Tenga ya gusto y voto, no siempre viva del ajeno; que los más en el mundo gustan de lo que ven gustar a otros y alaban lo que oyeron alabar; y si les preguntáis en qué está lo bueno de lo que celebran, no saben decirlo; de modo que viven por otros y se guían por entendimientos ajenos. Tenga, pues, juicio propio y tendrá voto en su censura; guste de tratar con hombres, que no todos los que lo parecen lo son; razone más que hable, converse con los varones noticiosos, y podrá tal vez contar algún chiste encaminando a la gustosa enseñanza, pero con tal moderación, que no sea tenido por masecuentos, el licenciado del chiste y truhán de balde. Podrá tal vez acompañado de sí mismo pasearse, pensando, no hablando. Sea hombre de museo, aunque ciña espada, y tenga delecto con los libros, que son amigos manuales; no embuta de borra los estantes, que no está bien un picaro al lado de un noble ingenio, y si ha de preferir, sean los juiciosos a los ingeniosos. Muestre ser persona en todo, en sus dichos y en sus hechos, procediendo con gravedad apacible, hablando con madurez tratable, obrando con entereza cortés, viviendo con atención en todo y apreciándose más de tener buena testa que talle. Advierta que el proporcional Euclides dio el punto a los niños, a los muchachos la línea, a los mozos la superficie y a los varones la profundidad y el centro.
Éste fue el arancel de preceptos de ser hombres, la tarifa de la estimación, los estatutos de ser personas, que en voz ni muy alta ni muy caída les leyó la Atención, a instancia del Juicio.
Después, Argos, con un extraordinario licor alambicado de ojos de águilas y de linces, de corazones grandes y de celebros, les dio un baño tan eficaz, que a más de fortalecer mucho, haciéndolos más impenetrables por la cordura que un Roldán por el encanto, al mismo punto se les fueron abriendo muchos y varios ojos por todo el cuerpo, de cabeza a pies; que habían estado ciegos con las lagañas de la niñez y con las inadvertidas pasiones de la mocedad; y todos ellos tan perspicaces y tan despiertos, que ya nada se les pasaba por alto: todo lo advertían y lo notaban.
Con esto, les dieron la licencia de pasar adelante a ser personas, y fueron saliendo todos de sí mismos, lo primero para más volver en sí. Fuelos, no guiando, que de aquí adelante ni se llama médico ni se busca guía, sino conduciéndolos Argos a lo más alto de aquel puerto, puerta ya de un otro mundo, donde hicieron alto para lograr la mayor vista que se topa en el viaje de toda la vida. Los muchos y maravillosos objetos que desde aquí vieron, todos ellos grandes y plausibles, referirá la siguiente crisi.