El Criticón (Segunda parte)/Crisi VII
CRISI SÉPTIMA
El hiermo de Hipocrinda
Componían al hombre todas las demás criaturas tributándole perfecciones, pero de prestado; iban a porfía amontonando bienes sobre él, mas todos al quitar: el cielo le dio la alma, la tierra el cuerpo, el fuego el calor, el agua los humores, el aire la respiración, las estrellas ojos, el sol cara, la fortuna haberes, la fama honores, el tiempo edades, el mundo casa, los amigos compañía, los padres naturaleza y los maestros la sabiduría. Mas viendo él que todos eran bienes muebles, no raíces, prestados todos y al quitar, dicen que preguntó:
—Pues ¿qué será mío? Si todo es de prestado, ¿qué me quedará?
Respondiéronle que la virtud. Ésa es bien propio del hombre, nadie se la puede repetir. Todo es nada sin ella, y ella lo es todo; los demás bienes son de burlas, ella sola es de veras. Es alma de la alma, vida de la vida, realce de todas las prendas, corona de las perfecciones y perfección de todo el ser; centro es de la felicidad, trono de la honra, gozo de la vida, satisfación de la conciencia, respiración del alma, banquete de las potencias, fuente del contento, manantial de la alegría. Es rara porque dificultosa, y donde quiera que se halla es hermosa, y por eso tan estimada. Todos querrían parecer tenerla, pocos de verdad la procuran. Hasta los vicios se cubren con su buena capa y mienten sus apariencias; los más malos querrían ser tenidos por buenos. Todos la querrían en los otros, mas no en sí mismos: pretende éste que aquél le guarde fidelidad en el trato, que no le murmure, ni le mienta, ni le engañe, trate siempre verdad, que en nada le ofenda ni agravie, y él obra todo lo contrario. Con ser tan hermosa, noble y apacible, todo el mundo se ha mancomunado contra ella; y es de modo que la verdadera virtud ya no se ve ni parece, sino la que le parece: cuando pensamos está en alguna parte, topamos con sola su sombra, que es la hipocresía. De suerte que un bueno, un justo, un virtuoso florece como la fénix, que por único se lleva la palma.
Esto les iba ponderando a Critilo y Andrenio una agradable doncella, ministra de la Fortuna, de sus más allegadas, que compadecida de verlos en el común riesgo, estando ya para despeñarse, los asió del copete de la ocasión y los detuvo, y dando una voz al Acaso, le mandó echar la puente levadiza, con que los transpuso de la otra parte de un alto al otro, de la Fortuna a la Virtud, con que se libraron del fatal despeño.
—Ya estáis en salvo —les dijo—, dicha de pocos lograda, pues vistes caer mil a vuestro lado y diez mil a vuestra diestra. Seguid ese camino sin torcer a un lado ni a otro, aunque un ángel os dijese lo contrario, que él os llevará al palacio de la hermosa Virtelia, aquella gran reina de las felicidades. Presto le divisaréis encumbrado en las coronillas de los montes. Porfiad en el ascenso, aunque sea con violencias, que de los valientes es la corona; y aunque sea áspera la subida, no desmayéis, poniendo siempre la mira en el fin premiado. Despidióse con mucho agrado, echándoles los brazos, volvióse a pasar de la otra parte, y al mismo punto levantaron la puente.
—¡Oh! —dijo Critilo—, ¡qué cortos hemos andado en no preguntarla quién era! ¿Es posible que no hayamos conocido una tan gran bien hechora?
—Aún estamos a tiempo —dijo Andrenio—, que aún no la habemos perdido ni de vista ni de oída.
Diéronla voces, y ella volvió un cielo en su cara y dos soles en su cielo, esparciendo favorables influencias.
—Perdona, señora —dijo Critilo—, nuestra inadvertencia, no grosería, y así te favorezca tu reina más que a todas que nos digas quién eres.
Aquí ella, sonriéndose:
—No lo queráis saber —dijo—, que os pesará.
Pero ellos, más deseosos con esto, porfiaron en saberlo, y así les dijo:
—Yo soy la hija mayor de la Fortuna, yo la pretendida de todos, yo la buscada, la deseada, la requerida: yo soy la Ventura. Y al momento se traspuso.
—Juráralo yo —dijo suspirando Critilo— que, en conociéndote, habías de desaparecer. ¡Hase visto más poca suerte en la dicha! Así acontece a muchos cada día. ¡Oh cuántos, teniendo la dicha entre manos, no la supieron conocer, y después la desearon! Pierde uno los cincuenta, los cien mil de hacienda, y después guarda un real; no estima el otro la consorte casta y prudente que le dio el cielo y después la suspira muerta y adorada en la segunda; pierde éste el puesto, la dignidad, la paz, el contento, el estado, y después anda mendigando mucho menos.
—Verdaderamente que nos ha sucedido —dijo Andrenio— lo que a un galán apasionado que, no conociendo su dama, la desprecia, y después, perdida la ocasión, pierde el juicio.
—Desta suerte malograron muchos el tiempo, la ocasión, la felicidad, la comodidad, el empleo, el reino, que después lo lamentaron harto: así sollozaba el rey navarro pasando el Pirineo y Rodrigo en el río de su llanto. ¡Pero desdichado, sobre todo, quien pierda el cielo! Así se iban lamentando, prosiguiendo su viaje, cuando se les hizo encontradizo un hombre venerable por su aspecto, muy autorizado de barba, el rostro ya pasado y todas sus facciones desterradas, hundidos los ojos, la color robada, chupadas las mejillas, la boca despoblada, ahiladas las narices, la alegría entredicha, el cuello de azucena lánguido, la frente encapotada; su vestido, por lo pío, remendado, colgando de la cinta unas disciplinas, lastimando más los ojos del que las mira que las espaldas del que las afecta, zapatos doblados a remiendos, de más comodidad que gala: al fin, él parecía semilla de ermitaños. Saludóles muy a lo del cielo, para ganar más tierra, y preguntóles para dónde caminaban.
—Vamos —respondió Critilo— en busca de aquella flor de reinas, la hermosa Virtelia, que nos dicen mora aquí en lo alto de un monte, en los confines del cielo. Y si tú eres de su casa y de su familia, como lo pareces, suplícote que nos guíes.
Aquí él, después de una gran tronada de suspiros, prorrumpió en una copiosa lluvia de lágrimas.
—¡Oh cómo vais engañados —les dijo—, y qué lástima que os tengo! Porque esa Virtelia, que buscáis, reina es, pero encantada. Vive, aunque más muere, en un monte de dificultades, poblado de fieras, serpientes que emponzoñan, dragones que tragan, y sobre todo hay un león en el camino que desgarra a cuantos pasan; a más de que la subida es inaccesible, al fin cuesta arriba, llena de malezas y deslizaderos donde los más caen, haciéndose pedazos. Bien pocos son y bien raros los que llegan a lo alto. Y cuando toda esa montaña de rigores hayáis sobrepujado, queda lo más dificultoso, que es su palacio encantado, guardadas sus puertas de horribles gigantes que, con mazas aceradas en las manos, defienden la entrada, y son tan espantosos, que sólo el imaginarlos arredra. Verdaderamente me hacéis duelo de veros tan necios que queráis emprender tanto imposible junto. Un consejo os daría yo, y es que echéis por el atajo, por donde hoy todos los entendidos y que saben vivir caminan. Porque habéis de saber que aquí más cerca, en lo fácil, en lo llano, mora otra gran reina muy parecida en todo a Virtelia en el aspecto, en el buen modo, hasta en el andar, que la ha cogido los aires: al fin, un retrato suyo; sólo que no es ella, pero más agradable y más plausible, tan poderosa como ella y que también hace milagros. Para el efecto es la misma, porque, decidme, vosotros ¿qué pretendéis en buscar a Virtelia y tratarla?, ¿que os honre, que os califique, que os abone para conseguir cuanto hay, la dignidad, el mando, la estimación, la felicidad, el contento? Pues sin tanto cansancio, sin costaros nada, a pierna tendida, lo podéis aquí conseguir; no es menester sudar, ni afanar, ni reventar como allá. Dígoos que éste es el camino de los que bien saben; todos los entendidos echan por este atajo, y así está hoy tan valido en el mundo que no se usa otro modo de vida.
—¿De suerte —preguntó Andrenio, ya vacilando— que esa otra reina que tú dices es tan poderosa como Virtelia?
—Y que no la debe nada —respondió el Ermitaño—. Lo que es el parecer, tan bueno le tiene y aun mejor, y se precia dello y procura mostrarlo.
—¿Qué, puede tanto?
—Ya os digo que obra prodigios. Otra ventaja más, y no la menos codiciable, que podréis gozar de los contentos, de los gustos desta vida, del regalo, de la comodidad, de la riqueza, juntamente con este modo de virtud; que aquella otra, por ningún caso los consiente. Ésta en nada escrupulea, tiene buen estómago, con tal que no haya nota ni se sepa: todo ha de ser en secreto. Aquí veréis juntos aquellos dos imposibles de cielo y tierra juntos, que los sabe lindamente hermanar.
No fue menester más para que se diese por convencido Andrenio; hízose al punto de su banda, ya le seguía, ya volaban.
—¡Aguarda —decía Critilo—, que te vas a perder!
Mas él respondía:
—¡No quiero montes! ¡Quita allá gigantes, leones, guarda! Iban ya de carrera arrancada, seguíales Critilo voceando:
—Mira que vas engañado.
Y él respondía:
—¡Vivir, vivir! ¡Virtud holgada, bondad al uso!
—Seguidme, seguidme —repetía el falso Ermitaño—, que éste es el atajo del vivir; que lo demás es un morir continuado.
Fuelos introduciendo por un camino encubierto y aun solapado entre arboledas y ensenadas, y al cabo de un laberinto con mil vueltas y revueltas dieron en una gran casa harto artificiosa que no fue vista hasta que estuvieron en ella. Parecía convento en el silencio y todo el mundo en la multitud: todo era callar y obrar, hacer y no decir, que aun campana no se tañía por no hacer ruido: no se dé campanada. Era tan espaciosa y había tanta anchura, que cabrían en ella más de las tres partes del mundo, y bien holgadas. Estaba entre unos montes que la impedían el sol, coronada de árboles tan crecidos y tan espesos, que la quitaban la luz con sus verduras.
—¡Qué poca luz tiene este convento! —dijo Andrenio.
—Así conviene —respondió el Ermitaño—, que donde se profesa tal virtud no conviene lucimientos.
Estaba la puerta patente, y el portero muy sentado, por no cansarse en abrir. Tenía calzados unos zuecos de conchas de tartugas, desaliñadamente sucio y remendado.
—Este —dijo Critilo—, a ser hembra, fuera la Pereza.
—¡Oh no! —dijo el Ermitaño—, no es sino el Sosiego; no hace aquello de dejamiento, sino de pobreza; no es suciedad, sino desprecio del mundo. Saludóles, dando gracias de su linda vida; intimóles luego sin moverse, con un gancho, un letrero que estaba encima de la puerta y decía con unas letras góticas: Silencio. Y comentóseles el Ermitaño:
—Quiere decir que de aquí adentro, no se dice lo que se siente, nadie habla claro, todos se entienden por señas: aquí callar, y callemos. Entraron en el claustro, pero muy cerrado, que es lo más cómodo para todos tiempos. Iban ya encontrando algunos que en el hábito parecían monjes y era (aunque al uso) bien extraño: por defuera lo que se veía era de piel de oveja, mas por dentro lo que no se parecía era de lobos novicios, que quiere decir rapaces. Notó Critilo que todos llevaban capa, y buena.
—Es instituto —dijo el Ermitaño—. No se puede deponer jamás, ni hacer cosa que no sea con capa de santidad.
—Yo lo creo —dijo Critilo—, y aun con capa de lastimarse está aquél murmurando de todo, con capa de corregir se venga el otro, con capa de disimular permite éste que todo se relaje, con capa de necesidad hay quien se regala y está bien gordo, con capa de justicia es el juez un sanguinario, con capa de celo todo lo malea el envidioso, con capa de galantería anda la otra libertada.
—Aguarda —dijo Andrenio—, ¿quién es aquélla que pasa con capa de agradecimiento?
—¿Quién ha de ser sino la Simonía? Y aquella otra, la Usura paliada. Con capa de servir a la república y al bien público se encubre la ambición.
—¿Quien sera aquél que toma la capa o el manto para ir al sermón, a visitar el santuario, y parece el Festejo?
—El mismo.
—¡Oh maldito sacrilego!
—Con capa de ayuno ahorra la avaricia, con capa de gravedad nos quiere desmentir la grosería. Aquél que entra allí parece que lleva capa de amigo, y realmente lo es, y aun con la de pariente se introduce el adulterio.
—Éstos —dijo el Ermitaño— son de los milagros que obra cada día esta superiora, haciendo que los mismos vicios pasen plaza de virtudes y que los malos sean tenidos por buenos y aun por mejores; los que son unos demonios, hace que parezcan unos angelitos, y todo con capa de virtud.
—Basta —dijo Critilo— que desde que al mismo Justo le sortearon la capa los malos, ya la tienen por suerte: andan con capa de virtud, queriendo parecer al mismo Dios y a los suyos.
—¿No notáis —dijo el falso Ermitaño y verdadero embustero— qué ceñidos andan todos cuando menos ajustados?
—Sí —dijo Critilo—, pero con cuerda.
—Eso es lo bueno —respondió—, para hacer bajo cuerda cuanto quieren, y todo va bajo manga: no se les ven las manos, tanto es su recato.
—No sea —replicó Critilo— que tiren la piedra y escondan la mano.
—¿No veis aquel bendito qué fuera del mundo anda, qué metido va? Pues no piensa en cosa suya, sino en las ajenas, que no tiene cosa propia. No se le ve la cara: no es lo mejor lo descarado. A nadie mira a la cara, y a todos quita el sombrero; anda descalzo por no ser sentido, tan enemigo es de buscar ruido.
—¿Quién es el tal? —preguntó Andrenio— ¿Es profeso?
—Sí, con que cada día toma el hábito y es muy bien disciplinado. Dicen que es un arrapa-altares por tener mucho de Dios. Hace una vida extravagante: toda la noche vela, nunca reposa. No tiene cosa ni casa suya, y así es dueño de todas las ajenas; y sin saber cómo ni por dónde, se entra en todas y se hace luego dueño dellas. Es tan caritativo, que todos ayuda a llevar la ropa, y a cuantos topa las capas; y así le quieren de modo que, cuando ni parte de alguna, todos quedan llorando y nunca se olvidan dél.
—Éste —dijo Adrenio—, con tantas prendas ajenas, más me huele a ladrón que a monje.
—Ahí verás el milagro de nuestra Hipocrinda, que siendo lo que tú dices, le hace parecer un bendito: tanto que está ya consultado en un gran cargo, en competencia de otro de casa de Virtelia, y se tiene por cierto que le ha de hurtar la bendición; y cuando no, trata de irse a Aragón, donde muera de viejo.
—¡Qué lucido está aquel otro! —dijo Critilo.
—Es honra de penitencia —respondió el Ermitaño—, y aunque tan bueno, no puede tenerse en pie ni acierta a dar un paso.
—Bien lo creo, que no andará muy derecho.
—Pues sabed que es un hombre muy mortificado: nadie le ha visto comer jamás. Eso creeré yo, que a nadie convida, con ninguno parte: todo es predicar ayuno, y no miente, que en habiéndose comido un capón, con la verdad dice: «Hay uno.»
—Yo juraré por él que en muchos años no se ha visto un pecho de perdiz en la boca.
—¡Y yo también!
—Y tras toda esta austeridad que usa consigo, es muy suave.
—Así lo entiendo, suave de día y suave de noche; mas ¿cómo está tan lucido?
—Ahí verás la buena conciencia, tiene buen buche, no se ahoga con poco ni se ahita con cosillas; engorda con la merced de Dios, y así todos le echan mil bendiciones. Pero entremos en su celda, que es muy devota. Recibiólos con mucha caridad y franqueóles una alacena, no tan a secas, que no fuese de regadío, dando fruto de dulces, perniles y otros regalos.
—¿Así se ayuna? —dijo Critilo.
—Y así hay una gentil bota —respondió el Ermitaño—. Éstos son los milagros desta casa: que siendo éste antes tenido por un Epicuro, en tomando tan buena capa se ha trocado de modo que compite con un Macario. Y es tanta verdad ésta, que antes de mucho le veréis con una dignidad.
—¿También hay soldados cofadres de la apariencia? —pregunto Andrenio.
—Y son los mejores —respondió el Ermitaño—: tan buenos christianos, que aun al enemigo no le quieren hacer mala cara, con que no lo querrían ver. ¿No ves aquél? Pues en dando un Santiago, se mete a peregrino. En su vida se sabe que haya hecho mal a nadie; no tengan miedo que él beba la sangre de su contrario. Aquellas plumas que tremola, yo juraría que son más de Santo Domingo de la Calzada que de Santiago. El día de la muestra es soldado, y el de la batalla, Ermitaño; más hace él con un lanzón que otros con una pica; sus armas siempre fueron dobles; desde que tomó capa de valiente es un Ruy Díaz atildado. Es de tan sano corazón, que siempre le hallarán en el cuartel de la salud; no es nada vanaglorioso, y así suele decir que más quiere escudos que armas; en dando un espaldar al enemigo, acude al consejo con un peto. Y así es tenido por un buen soldado, muy aplaudido, y en competencia de dos Bernardos está consultado en un generalato, y dicen que él será el hombre y los otros se lo jugarán; que aquí más importa el parecer que el ser. Aquel otro es tenido por un pozo de sabiduría, más honda que profunda, y él dice que en eso está su gozo. Aquí más valen textos que testa. Nunca se cansa de estudiar, su mayor conceto dice ser el que dél se tiene, y aun todos los ajenos nos vende por suyos, que para eso compra los libros. De letras, menos de la mitad basta, y lo demás de fortuna, que el aplauso más ruido hace en vacío. Y al fin, más fácil es y menos cuesta el ser tenido por docto, por valiente y por bueno, que el serlo.
—¿De qué sirven —preguntó Andrenio— tantas estatuas como aquí tenéis?
—¡Oh! —dijo el Ermitaño—, son ídolos de la imaginación, fantasmas de la apariencia: todas están vacías, y hacemos creer que están llenas de substancia y solidez. Métese uno por dentro en la de un sabio, y húrtale la voz y las palabras; otro en la de un señor, y a todos manda y todos sin réplica le obedecen, pensando que habla el poderoso, y no es sino un bergante. Ésta tiene la nariz de cera, que se la tuercen y retuercen como quieren la información y la pasión, ya al derecho, ya al siniestro, y ella pasa por todo. Mirá bien, reparad en aquel ministro de justicia qué celoso, qué justiciero se muestra; no hay alcalde Ronquillo rancio ni fresco Quiñones que le llegue; con nadie se ahorra y con todos se viste; a todos les va quitando las ocasiones del mal, para quedarse con ellas; siempre va en busca de ruindades, y con ese título entra en todas las casas ruines libremente, desarma los valientes y hace en su casa una armería, destierra los ladrones por quedar él solo. Siempre va repitiendo «¡Justicia!», mas no por su casa. Y todo esto, con buen título, y aun colorado. Vieron otros dos que, con nombre de celosos, eran dos grandísimos impertinentes: todo lo querían remediar, y todo lo inquietaban, sin dejar vivir a nadie, diciendo se perdía el mundo, y ellos eran los más perdidos. A esta traza iban encontrando raros milagros de apariencia, extrañas maravillas de la hipocresía, que engañaran a un Ulises.
—Cada día acontece —pondera el Ermitaño— salir de aquí un sujeto amoldado en esta oficina, instruido en esta escuela, en competencia de otro de aquélla de arriba, de la verdadera y sólida virtud, pretendiendo ambos una dignidad, y parecer éste mil veces mejor, hallar más favor, tener más amigos, y quedarse el otro corrido y aun cansado; porque los más en el mundo no conocen ni examinan lo que cada uno es, sino lo que parece. Y creedme que de lejos tanto brilla un claveque como un diamante, pocos conocen las finas virtudes, ni saben distinguirlas de las falsas. Veis allí un hombre más liviano que un bofe, y parece en lo exterior más grave que un presidente.
—¿Cómo es eso? —dijo Andrenio—, que querría aprender esta arte de hacer parecer.
¿Cómo se hacen esos plausibles milagros?
—Yo os lo diré. Aquí tenemos variedad de formas para amoldar cualquier sujeto por incapaz que sea, y ajustarle de pies a cabeza. Si pretende alguna dignidad, le hacemos luego cargado de espaldas; si casamiento, que ande más derecho que un huso; y aunque sea un chisgarabís, le hacemos que muestre autoridad, que ande a espacio, hable pausado, arquee las cejas, pare gesto de ministro y de misterio, y para subir alto, que hable bajo; ponémosle unos antojos, aunque vea más que un lince, que autorizan grandemente; y más, cuando los desenvaina y se los calza en una gran nariz y se pone a mirar de a caballo, hace estremecer los mirados. A más desto tenemos muchas maneras de tintes que de la noche a la mañana transfiguran las personas de un cuervo en un cisne callado, y que si hablare, sea dulcemente palabras confitadas; si tenía piel de víbora, le damos un baño de paloma, de modo que no muestre la hiel, aunque la tenga, ni se enoje jamás, porque se pierde en un instante de cólera cuanto se ha ganado de crédito de juicio en toda la vida, mucho menos muestre asomo de liviandad ni en el dicho ni en el hecho.
Vieron uno, que estaba escupiendo y haciendo grandes ascos.
—¿Qué tiene éste? —preguntó Andrenio.
—Acércate y le oirás decir mucho mal de las mujeres y de sus trajes.
Cerraba los ojos por no verlas.
—Éste sí —dijo el Ermitaño— que es cauto.
—Más valiera casto —replicó Critilo—, que desta suerte abrasan muchos el mundo en fuego de secreta lujuria; introdúcense en las casas como golondrinas, que entran dos y salen seis. Mas ahora que hemos nombrado mujeres, dime, ¿no hay clausura para ellas? Pues, de verdad, que pueden profesar de enredo.
—Sí le hay —dijo el Ermitaño—, convento hay y bien malignante: ¡Dios nos defienda de su multitud! Aquí están desta parte. Y asomóles a una ventana para que viesen de paso, no de propósito, su proceder. Vieron ya unas muy devotas, aunque no de San Lino ni de San Hilario, que no gustan de devociones al uso: sí de San Alejos y de toda romería.
—Aquélla, que allí se parece —dijo el Ermitaño—, es la viuda recatada, que cierra su puerta al Ave María. Mira la doncella que puesta en pretina.
—No sea en cinta.
—Aquella otra es una bella casada; tiénela su marido por una santa.
—Y ella le hace fiestas, cuando menos de guardar.
—A esta otra nunca le faltan joyas.
—Porque ella lo es buena.
—A aquélla la adora su marido.
—Será porque lo dora.
—No gusta de galas, por no gastar la hacienda.
—Y gástale la honra.
—De aquélla dice su marido que metería las manos en un fuego por ella.
—Más valiera que las pusiera en ella y apagara el de su lujuria. Estaba una riñendo unas criadas pequeñas porque brujuleó no sé qué ceños, y ella con mayor decía:
—¡En esta casa no se consiente ni aun el pensamiento! Y repetía entre dientes la criada el eco.
—Desta otra anda siempre predicando su madre lo que ella no se confiesa. Decía otra buena madre de su hija.
—Es una bienaventurada. Y era así, que siempre quisiera estar en gloria.
—¿Cómo están tan descoloridas aquéllas? —reparó Andrenio.
Y el Ermitaño:
—Pues no es de malas, sino de puro buenas: son tan mortificadas, que echan tierra en lo que comen.
—No sea barro.
—Mira qué celosas se muestran éstas.
—Más valiera celadas.
—¿Nunca llegamos —dijo Critilo— a ver esta virtud acomodada, esta prelada suave, esta plática bondad?
—No tardaremos mucho —respondió el Ermitaño—, que ya entramos en el refitorio, donde estará sin duda haciendo penitencia.
Fueron entrando y descubriendo cuerpo y cuerpo, y más cuerpo: al fin, una mujer toda carne y nada espíritu. Tenía el gesto estragado (mas no el gusto), desmentidor del regalo; y cuanto más amarillo, dice que tiene mejor color. Hasta el rosario era de palo santo, y tenía por extremo (que siempre anda por ellos) una muerte, para darse mejor vida. Estaba sentada, que no podía tenerse en pie, equivocando regüeldos con suspiros, muy rodeada de novicios del mundo, dándoles liciones de saber vivir.
—No me seáis simples —les decía—, aunque lo podéis mostrar, que es gran ciencia mostrar no saber. Sobretodo, os encomiendo el recato y el no escandalizar. Ponderábales la eficacia de la apariencia.
—Aquí está todo en el bien parecer, que ya en el mundo no se atiende a lo que son las cosas, sino a los que parecen; porque, mirad —decía—, unas cosas hay que ni son ni lo parecen, y ésa es ya necedad: que aunque no sea de ley, procure parecerlo; otras hay que son y lo parecen, y eso no es mucho; otras que son y no parecen, y ésa es la suma necedad. Pero el gran primor es no ser y parecerlo, eso sí que es saber. Cobrad opinión y conservadla, que es fácil, que los más viven de crédito. No os matéis en estudiar, pero alabaos con arte; todo médico y letrado han de ser ostentación; mucho vale el pico, que hasta un papagayo, porque le tiene, halla cabida en los palacios y ocupa el mejor balcón. Mira que os digo que si sabéis vivir, os sabréis acomodar; y sin trabajo alguno, sin que os cueste cosa, sin sudar ni reventar, os he de sacar personas: por lo menos, que lo parezcáis de modo que podáis ladearos con los más verdaderos virtuosos, con el más nombre de bien. Y si no, tomad ejemplo en la gente de autoridad y de experiencia, y veréis lo que han aprovechado con mis reglas y en cuán gran predicamento están hoy en el mundo ocupando los mayores puestos.
Estaba tan admirado Andrenio cuan pagado de tan barata felicidad, de una virtud tan de balde, sin violencias, sin escalar montañas de dificultades, sin pelear con fieras, sin correr agua arriba, sin remar ni sudar. Trataba ya de tomar el hábito de una buena capa para toda libertad y profesar de hipócrita, cuando Critilo, volviéndose a su Ermitaño, le preguntó:
—Dime, por tu vida larga, si no buena, con esta virtud fingida ¿podremos nosotros conseguir la felicidad verdadera?
—¡Oh pobre de mí! —respondió el Ermitaño—, en eso hay mucho que decir: quédese para otra sitiada.