El Criticón (Segunda parte)/Crisi X
CRISI DÉCIMA
Virtelia encantada
Aquel antípoda del cielo, redondo, siempre rodando, jaula de fieras, palacio en el aire, albergue de la iniquidad, casa a toda malicia, niño caducando, llegó ya el Mundo a tal extremo de inmundo, y sus mundanos a tal remate de desvergonzada locura, que se atrevieron con públicos edictos a prohibir toda virtud, y esto so graves penas: que ninguno dijese verdades, menos de ser tenido por loco; que ninguno hiciese cortesía, so pena de hombre bajo; que ninguno estudiase ni supiese, porque sería llamado el estoico o el filósofo; que ninguno fuese recatado, so pena de ser tenido por simple. Y así de todas las demás virtudes. Al contrario, dieron a los vicios campo franco y pasaporte general para toda la vida. Pregonóse un tan bárbaro desafuero por las anchuras de la tierra, siendo tan bien recibido hoy como ejecutado ayer, dando una gran campanada. Mas, ¡oh caso raro e increíble!, cuando se tuvo por cierto que todas las virtudes habían de dar una extraordinaria demostración de su sentimiento, fue tan al contrario, que recibieron la nueva con extraordinario aplauso, dándose unas a otras la norabuena y ostentando indecible gozo. Al revés, los vicios andaban cabizbajos y corridos, sin poder disimular su tristeza. Admirado un discreto de tan impensados efectos, comunicó su reparo con la Sabiduría su señora. Y ella:
—No te admires —le dijo— de nuestro especial contento, porque este desafuero vulgar está tan lejos de causarnos algún perjuicio, que antes bien le tenemos por conveniencia. No ha sido agravio, sino favor, ni se nos podía haber hecho mayor bien. Los vicios sí quedan destruidos desta vez, bien pueden esconderse; y así, con justa causa se entristecen. Éste es el día en que nosotras nos introducimos en todas partes y nos levantamos con el mundo.
—¿Pues en qué lo fundas? —replicó el Curioso.
—Yo te lo diré: porque son de tal condición los mortales, tienen tan extraña inclinación a lo vedado, que en prohibiéndoles alguna cosa, por el mismo caso la apetecen y mueren por conseguirla. No es menester más para que una cosa sea buscada sino que sea prohibida. Y es esto tan probado, que la mayor fealdad vedada es más codiciada que la mayor belleza concedida. Verás que, en vedando el ayuno, se dejarán morir de hambre el mismo Epicuro y Heliogábalo; en prohibiendo el recato, dejará Venus a Chipre y se meterá entre las vestales. Buen ánimo, que ya no habrá embustes, ruines correspondencias, malos procederes, agarros ni traiciones; cerrarse han los públicos teatros y garitos, todo será virtud, volverá el buen tiempo y los hombres hechos a él, las mujeres estarán muy casadas con sus maridos, y las doncellas lo serán de honor; obedecerán los vasallos a sus reyes, y ellos mandarán; no se mentirá en la corte ni se murmurará en la aldea; verse ha desagraviado el sexto de todo sexo. Gran felicidad se nos promete: ¡éste sí que será el siglo dorado!
Cuánta verdad fuese ésta, presto lo experimentaron Critilo y Andrenio, que habiéndose hurtado a los tres competidores de su libertad, mientras aquellos estaban entre sí compitiendo, marchaban éstos cuesta arriba al encantado palacio de Virtelia. Hallaron aquel áspero camino, que tan solitario se les habían pintado, lleno de personas corriendo a porfía en busca della. Acudían de todos estados, sexos, edades, naciones y condiciones, hombres y mujeres; no digo ya los pobres, sino los ricos, hasta los magnates, que les causó extraña admiración. El primero con quien encontraron a gran dicha fue un varón prodigioso, pues tenía tal propiedad que arrojaba luz de sí siempre que quería, y cuanta era menester, especialmente en medio de las mayores tinieblas. De la suerte que aquellos maravillosos peces del mar y gusanos de la tierra a quienes la varia naturaleza concedió el don de luz la tienen reconcentrada en sus entrañas cuando no necesitan della, y llegada la ocasión la avivan y sacan fuera, así este portentoso personaje tenía cierta luz interior, gran don del cielo, allá en los más íntimos senos del celebro, que siempre que necesitaba della la sacaba por los ojos y por la boca, fuente perene de luz clarificante. Éste, pues, varón lucido, esparciendo rayos de inteligencia, los comenzó a guiar a toda felicidad por el camino verdadero. Era muy agria la subida, sobre la dificultad de principio. Dio muestra de cansarse Andrenio y comenzó a desmayar, y tuvo luego muchos compañeros. Pidió que dejasen aquella empresa para otra ocasión.
—Eso no —dijo el varón de luces—, por ningún caso; que si ahora no te atreves en lo mejor de la edad, menos podrás después.
—¡Eh! —replicaba un joven—, que nosotros ahora venimos al mundo y comenzamos a gustar dél. Demos a la edad lo que es suyo, tiempo queda para la virtud. Al contrario ponderaba un viejo:
—¡Oh si a mí me cogiera esta áspera subida con los bríos de mozo, con qué valor la pasara, con qué ánimo la subiera! Ya no me puedo mover, fáltanme las fuerzas para todo lo bueno; no hay ya que tratar de ayunar ni hacer penitencia, harto haré de vivir con tanto achaque; no son ya para mí las vigilias.
Decía el noble:
—Yo soy delicado, hanme criado con regalo. ¿Yo, ayunar? Bien podrían enterrarme al otro día. No puedo sufrir las costuras del cambray: ¡qué sería el saco de cerdas! El pobre, por lo contrario, decía:
—Bien ayuna quien mal come, harto haré en buscar la vida para mí y para mi familia. El ricazo sí que las come holgadas; ése que ayune, dé limosna, trate de hacer buenas obras. De suerte que todos echaban la carga de la virtud a otros, pareciéndoles muy fácil en tercera persona, y aun obligación. Pero el guión luciente:
—Nadie se me exima —decía—, que no hay más de un camino. ¡Ea, qué buen día se nos aguarda!
Y echaba un rayo de luz, con que los animaba eficazmente.
Comenzaron a tocarles arma las horribles fieras pobladoras del monte. Sentíanlas bramar rabiando y murmurando, y tras cada mata les salteaba una, que tiene muchos enemigos lo bueno: los mismos padres, los hermanos, los amigos, los parientes, todos son contrarios de la virtud, y los domésticos los mayores.
—¡Anda, que estáis loco! —decían los amigos—. Dejaos de tanto rezar, de tanta misa y rosario; vamos al paseo, a la comedia.
—Si no vengáis este agravio —decía un pariente—, no os hemos de tener por tal. Vos afrentáis vuestro linaje: ¡eh!, que no cumplís con vuestras obligaciones.
—No ayunes —decía la madre a la hija—, que estás de mal color, mira que te caes muerta.
De modo que todos cuantos hay son enemigos declarados de la virtud. Salióles ya al opósito aquel león tan formidable a los cobardes. Arredrábase Andrenio, y gritóle Lucindo echase mano a la espada de fuego, y al mismo punto que la coronada fiera vio brillar la luz entre los aceros echó a huir; que tal vez piensa hallar uno un león, y topa un panal de miel.
—¡Qué presto se retiró! —ponderaba Critilo.
—Son éstas un género de fieras —respondió Lucindo— que, en siendo descubiertas, se acobardan; en siendo conocidas, huyen. Esto es ser persona, dice uno, y no es sino ser un bruto; aquí está el valer y el medrar, y no es sino perderse, que las más veces entra el viento de la vanidad por los resquicios por donde debiera salir.
Llegaron a un paso de los más dificultosos, donde todos sentían gran repugnancia.
Causóle grima a Andrenio, y propúsole a Lucindo:
—¿No pudiera pasar otro por mí esta dificultad?
—No eres tú el primero que ha dicho otro tanto. ¡Oh!, cuántos malos llegan a los buenos y les dicen que los encomienden a Dios, y ellos se encomiendan al diablo; piden que ayunen por ellos, y ellos se hartan y embriagan; que se deciplinen y duerman en una tabla, y estánse ellos revolcando en el cieno de sus deleites. ¡Qué bien le respondió a uno destos aquel moderno apóstol de la Andalucía!: «Señor mío, si yo rezo por vos y ayuno por vos, también me iré al cielo por vos.»
Estando emperezando Andrenio, adelantóse Critilo, y tomando de atrás la corrida, saltó felizmente. Volviósele a mirar y dijo:
—¡Ea, resuélvete!, que harto mayores dificultades se topan en el camino ancho y cuesta abajo del vicio.
—¿Qué duda tiene eso? —respondió Lucindo—. Y si no, decime, si la virtud mandara los intolerables rigores del vicio, ¿qué dijeran los mundanos, cómo lo exageran? ¿Qué cosa más dura que prohibirle al avaro sus mismos bienes, mandándole que no coma ni beba, ni se vista, ni goce de una hacienda adquirida con tanto sudor? ¿Qué dijera el mundano si esto mandara la ley de Dios? ¿Pues qué, si al deshonesto que estuviese toda una noche de invierno al hielo y al sereno, rodeado de peligros, por oír cuatro necedades que él llama favores, pudiéndose estar en su cama seguro y descansado? ¿Si al ambicioso que no pare un punto ni descanse, ni sea suyo una hora? ¿Si al vengativo que anduviese siempre cargado de hierro y de miedo? ¡Qué dijeran desto los mundanos, cómo lo ponderaran! Y ahora, porque se les manda su antojo, sin réplica obedecen.
—¡Ea, Andrenio, anímate! —decía Critilo—, y advierte que el más mal día deste camino de la virtud es de primavera en cotejo de los caniculares del vicio.
Diéronle la mano, con que pudo vencer la dificultad.
Dos veces fiero les acometió un tigre en condición y en su mal modo, mas el único remedio fue no alborotarse ni inquietarse, sino esperalle mansamente: a gran cólera, gran sosiego, y a una furia, una espera. Trató Critilo de desenvolver su escudo de cristal, espejo fiel del semblante, y así como la fiera se vio en él tan feamente descompuesta, espantada de sí misma echó a huir, con harto corrimieno de su necio exceso. De las serpientes, que eran muchas, dragones, víboras y basiliscos, fue singular defensivo el retirarse y huir las ocasiones. A los voraces lobos con látigos de cotidiana disciplina los pudieron rechazar. Contra los tiros y golpes de toda arma ofensiva, se valieron del célebre escudo encantado, hecho de una pasta real, cuanto más blanda, más fuerte, forjado con influjo celeste, de todas maneras impenetrable: y era, sin duda, el de la paciencia.
Llegaron ya a la superioridad de aquella dificultosa montaña, tan eminente, que les pareció estaban en los mismos azaguanes del cielo, convecinos de las estrellas. Dejóse ver bien el deseado palacio de Virtelia campeando en medio de aquella sublime corona, teatro insigne de prodigiosas felicidades. Mas cuando se esperó que nuestros agradecidos peregrinos le saludaran con incesables aplausos y le veneraran con afectos de admiración, fue tan al contrario, que antes bien se vieron enmudecer, llevados de una impensada tristeza, nacida de extraña novedad. Y fue, sin duda, que cuando le imaginaron fabricado de preciosos jaspes embutidos de rubíes y esmeraldas, cambiando visos y centellando a rayos, sus puertas de zafir con clavazón de estrellas, vieron se componía de unas piedras pardas y cenicientas, nada vistosas, antes muy melancólicas.
—¡Qué cosa y qué casa es ésta! —ponderaba Andrenio—. ¿Por ella habemos sudado y reventado? ¡Qué triste apariencia tiene! ¿Qué será allá dentro? ¡Cuánto mejor exterior ostentaba la de los monstruos! Engañados venimos.
Aquí Lucindo, suspirando —sabed —les dijo— que los mortales todo lo peor de la tierra quieren para el cielo: elmás trabajado tercio de la vida, allá la achacosa vejez, dedican para la virtud, la hija fea para el convento, el hijo contrahecho sea de iglesia, el real malo a la limosna, el redrojo para el diezmo; y después querrían lo mejor de la gloria. Demás que juzgáis vosotros el fruto por la corteza. Aquí todo va al revés del mundo: si por fuera está la fealdad, por dentro la belleza; la pobreza en lo exterior, la riqueza en lo interior; lejos la tristeza, la alegría en el centro, que eso es entrar en el gozo del Señor. Estas piedras, tan tristes a la vista, son preciosas a la experiencia, porque todas ellas son bezares, ahuyentando ponzoñas; y todo el palacio está compuesto de pítimas y contra venenos, con lo cual no pueden empecerle ni las serpientes, ni los dragones, de que está por todas partes sitiado. Estaban sus puertas patentes noche y día, aunque allí siempre lo es, franqueando la entrada en el cielo a todo el mundo. Pero asistían en ella dos disformes gigantes, jayanes de la soberbia, enarbolando a los hombros sendas clavas muy herradas, sembradas de puntas para hacerla. Estaban amenazando a cuantos intentaban entrar, fulminando en cada golpe una muerte. En viéndolos, dijo Andrenio:
—Todas las dificultades pasadas han sido enanas en parangón désta. Basta que hasta ahora habíamos peleado con bestias de brutos apetitos, mas éstos son muy hombres.
—Así es —dijo Lucindo—, que ésta ya es pelea de personas. Sabed que cuando todo va de vencida, salen de refresco estos monstruos de la altivez, tan llenos de presunción, que hacen desvanecer todos los triunfos de la vida. Pero no hay que desconfiar de la vitoria, que no han de faltar estratagemas para vencerlos. Advertid que de los mayores gigantes triunfan los enanos, y de los mayores los pequeños, los menores y aun los mínimos. El modo de hacer la guerra ha de ser muy al revés de lo que se piensa: aquí no vale el hacer piernas ni querer hombrear; no se trate de hacer del hombre, sino humillarse y encogerse, y cuando ellos estuvieren más arrogantes amenazando al cielo, entonces nosotros, transformados en gusanos y cosidos con la tierra, hemos de entrar por entre pies; que así han entrado los mayores adalides.
Ejecutáronlo tan felizmente, que sin saber cómo ni por dónde, sin ser vistos ni oídos, se hallaron dentro del encantado palacio con realidades de un cielo. Apenas (digo, a glorias) estuvieron dentro, cuando sintieron embargar todos sus sentidos de bellísimos empleos en folla de fruición, confortando el corazón y elevando los espíritus: embistióles lo primero una tan suave marea, exhalando inundaciones de fragancia, que pareció haberse rasgado de par en par los caminares de la primavera, las estancias de Flora, o que se había abierto brecha en el paraíso: oyóse una dulcísima armonía, alternada de voces y instrumentos, que pudiera suspender la celestial por media hora. Pero ¡oh cosa extraña!, que no se veía quién gorjeaba ni quién tañía; con ninguno topaban, nadie descubrían.
—Bien parece encantado este palacio —dijo Critilo—. Sin duda que aquí todos son espíritus; no se parecen cuerpos. ¿Dónde estará esta celestial reina?
—Siquiera —decía Andrenio—, permitiérasenos alguna de sus muchas bellísimas doncellas: ¿dónde estás? ¡oh Justicia! —dijo en grito.
Y respondióle al punto Eco vaticinante desde un escollo de flores:
—En la casa ajena.
—¿Y la verdad?
—Con los niños.
—¿La castidad?
—Huyendo.
—¿La sabiduría?
—En la mitad, y aún…
—¿La providencia?
—Antes.
—¿El arrepentimiento?
—Después.
—¿La cortesía?
—En la honra.
—¿Y la honra?
—En quien la da.
—¿La fidelidad?
—En el pecho de un rey.
—¿La amistad?
—No entre idos.
—¿El consejo?
—En los viejos.
—¿El valor?
—En los varones.
—¿La ventura?
—En las feas.
—¿El callar?
—Con callemos.
—¿Y el dar?
—Con el recibir.
—¿La bondad?
—En el buen tiempo.
—¿El escarmiento?
—En cabeza ajena.
—¿La pobreza?
—Por puertas.
—¿La buena fama?
—Durmiendo.
—¿La osadía?
—En la dicha.
—¿La salud?
—En la templanza.
—¿La esperanza?
—Siempre.
—¿El ayuno?
—En quien mal come.
—¿La cordura?
—Adevinando.
—¿El desengaño?
—Tarde.
—¿La vergüenza?
—Si perdida, nunca más hallada.
—¿Y toda virtud?
—En el medio.
—Es decir —declaró Lucindo—, que nos encaminemos al centro y no andemos como los impíos rodando.
Fue acertado, porque en medio de aquel palacio de perfecciones, en una majestuosa cuadra, ocupando augusto trono, descubrieron por gran dicha única divina reina, muy más linda y agradable de lo que supieron pensar, dejando muy atrás su adelantada imaginación: que si donde quiera y siempre pareció bien, ¿qué sería en su sazón y su centro? Hacía a todos buena cara, aun a sus mayores enemigos: miraba con buenos ojos, y aun divinos, oía bien y hablaba mejor; y aunque siempre con boca de risa, jamás mostraba dientes; hablaba por labios de grana palabras de seda, nunca se le oyó echar mala voz. Tenía lindas manos, y aun de reina en lo liberal, y en cuanto las ponía salía todo perfecto; dispuesto talle y muy derecho, y todo su aspecto divinamente humano y humanamente divino. Era su gala conforme a su belleza, y ella era la gala de todo; vestía armiños, que es su color la candidez, enlazaba en sus cabellos otros tantos rayos de la aurora con cinta de estrellas. Al fin, ella era todo un cielo de beldades, retrato al vivo de la hermosura de su celestial Padre, copiándole sus muchas perfecciones.
Estaba actualmente dando audiencia a los muchos que frecuentaban sus sitiales después de prohibida. Llegó entre otros un padre a pretenderla para su hijo, siendo él muy vicioso, y respondióle que comenzase por sí mismo y le fuese ejemplar idea. Venía otra madre en busca de la honestidad para una hija, y contóla lo que le sucedió a la culebra madre con la culebrilla su hija: que, viéndola andar torcida, la riñó mucho y mandó que caminase derecha: «Madre mía, respondió ella, enseñadme vos a proceder; vemos cómo camináis.» Probóse, y viendo que andaba muy más torcida: «En verdad, madre, la dijo, que si las mías son vueltas, que las vuestras son revueltas.» Pidió un eclesiástico la virtud del valor, y a la par un virrey la devoción con muchas ganas de rezar. Respondióles a entrambos que procurase cada uno la virtud competente a su estado:
—Préciese el juez de justiciero, y el eclesiástico de rezador, el príncipe del gobierno, el labrador del trabajo, el padre de familias del cuidado de su casa, el prelado de la limosna y desvelo: cada uno se adelante en la virtud que le compete.
—Según eso —dijo una casada—, a mí bástame la honestidad conjugal; no tengo que cuidar de otras virtudes.
—Eso no —dijo Virtelia—, no basta esa sola, que os haréis insufrible de soberbia, y más ahora. Poco importa que el otro sea limosnero, si no es casto; que éste sea sabio, si a todos desprecia; que aquél sea gran letrado, si da lugar a los cohechos; que el otro sea gran soldado, si es un impío: son muy hermanas las virtudes y es menester que vayan encadenadas.
Llegó una gentil dama galanteando melindres, y dijo que ella también quería ir al cielo, pero que había de ser por el camino de las damas. Hízoseles muy de nuevo a los circundantes, y preguntóla Virtelia:
—¿Qué camino es ése?; que hasta hoy yo no he tenido noticia de él.
—¿Pues no está claro —replicó ella— que una mujer delicada como yo ha de ir por el del regalo, entre martas y entre felpas, no ayunando ni haciendo penitencia?
—¡Bueno, por cierto! —exclamó la reina de la entereza—. Así se os concederá, reina mía, lo que pedís como a aquel príncipe que allí entra.
Era un poderoso que, muy a lo grave, tomando asiento, dijo que él quería las virtudes, pero no las ordinarias de la gente común y plebeya, sino muy a lo señor, una virtud allá exquisita; hasta los nombres de los santos conocidos no los quería por comunes, como el de Juan y Pedro, sino tan extravagantes que no se hallen en ningún calendario.
—¡Gran cosa —decía— el de Gastón!, ¡qué bien suena el Perafán!, ¡pues un Claquín, Nuño, Sancho y Suero!
Pedía una teología extravagante. Preguntóle Virtelia si quería ir al cielo de los demás. Pensólo y respondió que si no había otro, que sí.
—Pues, señor mío, no hay otra escalera para allá sino la de los diez mandamientos. Por esos habéis de subir, que yo no he hallado hasta hoy un camino para los ricos y otro para los pobres, uno para las señoras y otro para las criadas: una es la ley y un mismo Dios de todos.
Replicó un moderno Epicuro, gran hombre de su comodidad, diciendo:
—De diciplina abajo cualquier cosa; de oración, yo no me entiendo; para ayunos, no tengo salud. Ved cómo ha de ser, que yo he de entrar en el cielo.
—Paréceme —respondió Virtelia— que vos queréis entrar calzado y vestido, y no puede ser.
Porfiaba que sí, y que ya se usa una virtud muy acomodada y llevadera, y aun le parecía la más ajustada a la ley de Dios. Preguntóle Virtelia en qué lo fundaba. Y él:
—Porque de esa suerte se cumple a la letra aquello de «así en la tierra como en el cielo», porque allá no se ayuna, no hay diciplina ni silicio, no se trata de penitencia; y así, yo querría vivir como un bienaventurado.
Enojóse mucho Virtelia oyendo esto, y díjole con escandecencia:
—¡Oh casi hereje!, ¡oh mal entendedor! ¿Dos cielos queríais? No es cosa que se usa. Mirad por vos, que todos estos que pretenden dos cielos suelen tener dos infiernos.
—Yo vengo —dijo uno— en busca del silencio bueno.
Riéronlo todos, diciendo:
—¿Qué callar hay malo?
—¡Oh sí! —respondió Virtelia—, y muy perjudicial: calla el juez la justicia, calla el padre y no corrige al hijo travieso, calla el predicador y no reprehende los vicios, calla el confesor y no pondera la gravedad de la culpa, calla el malo y no se confiesa ni se enmienda, calla el deudor y niega el crédito, calla el testigo y no se averigua el delito: callan unos y otros, y encúbrense los males. De suerte que si al buen callar llaman santo, al mal callar llámenle diablo.
—Estoy admirado —dijo Critilo— que ninguno viene en busca de la limosna: ¿qué será de la libertad?
—Es que todos se excusan de hacerla: el oficial porque no le pagan, el labrador porque no coge; el caballero, que está empeñado; el príncipe, que no hay mayor pobre que él; el eclesiástico, que buenos pobres son los parientes. ¡Oh engañosa excusa! —ponderaba Virtelia—. Dad al pobre si quiera el desecho, lo que ya no os puede servir: tampoco, que la codicia ha dado en arbitrista, y el sombrero traído que se había de dar al pobre, persuade se guarde para brahones, la capa raída para contra aforros, el manto deslucido para la criada. De modo que nada dejan para el pobre.
Llegaron unos rematadamente malos y pidieron un extremo de virtud. Tuviéronles todos por necios, diciendo que comenzasen por lo fácil y fuesen subiendo de virtud en virtud. Mas ella:
—¡Eh, dejadlos que asesten ahora muchos puntos más alto, que ellos bajarán harto después! Y sabed que de mis mayores enemigos suelo yo hacer mis mayores apasionados.
Venía una mujer con más años que cabellos, menos dientes y más arrugas, en busca de la Virtud.
—¡Tan tarde! —exclamó Andrenio—. Éstas yo juraría que vienen más porque las echa el mundo que por buscar el cielo.
—Déjala —dijo Virtelia—, y estímesele el no haber abierto escuela de maldad con cátedra de pestilencia. Yo aseguro que, por viejos que sean, que no vengan el tahúr, ni el ambicioso, ni el avaro, ni el bebedor: son bestias alquiladas del vicio, que todas caen muertas en el camino de su ruindad.
Al contrario le sucedió a uno, que llegó en busca de la Castidad, ahito de la torpeza, gran gentilhombre de Venus, idólatra de su hijuelo. Pidió ser admitido en la cofadría de la continencia, pero no fue escuchado, por más que él abominaba de la lujuria, escupiendo y asqueando su inmundicia. Y aunque muchos de los presentes rogaron por él:
—No haré tal —decía la Honestidad—. No hay que fiar en éstos; bien se ayuna después de harto. Creedme que estos torpes son como los gatos de algalia, que en volviéndoseles a llenar el senillo, se revuelcan.
Venían unos al parecer muy puestos en el cielo, pues mirando a él.
—Éstos sí —dijo Andrenio— que con el cuerpo están en la tierra y con el espíritu en el cielo.
—¡Oh cómo te engañas! —dijo la Sagacidad, gran ministra de Virtelia—. Advierte que hay algunos que cuando más miran al cielo entonces están más puestos en la tierra. Aquel primero es un mercader que tiene gran cantidad de trigo para vender y anda conjurando las nubes a los ojos de sus enemigos. Al contrario, aquel otro es un labrador hidrópico de la lluvia, que jamás se vio harto de agua, y anda conciliando nublados. Éste de aquí es un blasfemo que nunca se acuerda del cielo sino para jurarle. Aquél pide venganza, y el otro es un rondante, lechuzo de las tinieblas, que desea la noche más escura para capa de sus ruindades.
Pidió uno si le querían alquilar algunas virtudes, suspiros, torcimiento de cuello, arquear de cejas y otros modillos de modestia. Enojóse mucho Virtelia, diciendo:
—¿Pues qué, es mi palacio casa de negociación?
Excusábase él diciendo que ya muchos y muchas con la virtud ganan la comida, y a título de eso la señora las introduce en el estrado, la otra las asienta a su mesa, el enfermo las llama, el pretendiente se les encomienda, el ministro las consultará, ándanse de casa en casa comiendo y bebiendo y regalándose; de modo que ya la virtud es arbitrio del regalo.
—Quitáosme de ahí —dijo Virtelia—, que esas tales tienen tan poca virtud como los que las llaman mucha simplicidad.
—¿Quién es aquel gran personaje, héroe de la virtud, que en toda ocasión de lucimiento le encontraremos?: si en casa de la Sabiduría, allí está; si en la del Valor, allí asiste; en todas partes le vemos y admiramos.
—¿No conocéis —dijo Lucindo— al Santísimo Padre de todos? Veneradle y deprecadle siglos de vida tan heroica.
Estaban aguardando los circunstantes que tratase de coronar algunos la gran reina de la Equidad y que premiase sus hazañas, mas fueles respondido que no hay mayor premio que ella misma, que sus brazos son la corona de los buenos. Y así, a nuestros dos peregrinos que estaban encogidos venerando tan majestuosa belleza, los animó Lucindo a que se llegasen cerca y se abrazasen con ella, logrando una ocasión de tanta dicha. Y así fue, que coronándolos con sus reales brazos, los transformó de hombres en ángeles, candidados de la eterna felicidad. Quisieran muchos hacer allí mansión, mas ella les dijo:
—Siempre se ha de pasar adelante en la virtud, que el parar es volver atrás. Suplicáronla, pues, los dos coronados peregrinos les mandase encaminar a su deseada Felisinda. Ella entonces, llamando cuatro de sus mayores ministras, y teniéndolas delante, dijo señalando la primera:
—Ésta, que es la Justicia, os dirá dónde y cómo habéis de buscar; esta segunda, que es la Prudencia, os la descubrirá; con la tercera, que es la Fortaleza, la habéis de conseguir; y con la cuarta, que es la Templanza, la habéis de lograr.
Resonaron en esto armoniosos clarines, folla acorde de instrumentos, alborozando los ánimos y realzando sus nobles espíritus. Despertóse un céfiro fragante y bañóse todo aquel vistuosísimo teatro de lucimiento. Sintiéronse tirar de las estrellas con fuertes y suaves influjos, fue reforzando el viento y levantándolos a lo alto tirándoles para sí el cielo a ser coronados de estrellas. Subieron muy altos, tanto que se perdieron de vista. Quien quisiere saber dónde pararon, adelante los ha de buscar.