El Criticón (Tercera parte)/Crisi VI

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CRISI SEXTA

El Saber reinando

No hay maestro que no pueda ser discípulo; no hay belleza que no pueda ser vencida; el mismo sol reconoce a un escarabajo la ventaja del vivir. Excédenle, pues, al hombre en la perspicacia el lince, en el oído el ciervo, en la agilidad el gamo, en el olfato el perro, en el gusto el jimio y en lo vivaz la fénix. Pero, entre todas estas ventajas, la que él más codició fue aquella del rumiar que en algunos de los brutos se admira y no se imita. «¡Qué gran cosa, decía, aquello de volver a repasar segunda vez lo que la primera a medio mascar se tragó, aquel desmenuzar de espacio lo que se devoró apriesa!» Juzgaba ésta por una singular conveniencia (y no se engañaba), ya para el gusto, ya para el provecho; contentóle de modo que aseguran llegó a dar súplica al soberano Hacedor representándole que, pues le había hecho uno como epílogo de todas las criadas perfecciones, no le quisiese privar de ésta, que él la estimaría al paso que la deseaba. Viose la petición humana en el consistorio divino, y fuele respondido que aquel don por que suplicaba ya se le había concedido anticipadamente desde que naciera. Quedó confuso con semejante respuesta y replicó cómo podía ser, pues nunca tal cosa había experimentado en sí ni platicado. Volviósele a responder advirtiese que con mayores realces la lograba, no en rumiar el pasto material de que se sustenta el cuerpo, sino el espiritual de que se alimenta el ánimo; que realzase más los pensamientos y entendiese que el saber era su comer y las nobles noticias su alimento; que fuese sacando de los senos de la memoria las cosas y pasándolas al entendimiento; que rumiase bien lo que sin averiguar ni discurrir había tragado; que repasase muy de espacio lo que de ligero concibió. Piense, medite, cave, ahonde y pondere, vuelva una y otra vez a repasar y repensar las cosas, consulte lo que ha de decir y mucho más lo que ha de obrar. Así que su rumiar ha de ser el repensar, viviendo del reconsejo muy a lo racional y discursivo.

Esto le ponderaba el Zahorí a Critilo cuando más desesperado andaba de poder dar alcance a su disimulado Andrenio.

—¡Eh!, no te apures —le decía—, que así como pensando hallamos la entrada en este encanto, así repensando hemos de topar la salida.

Discurrió luego en abrir algún resquicio por donde pudiese entrar un rayo de luz, una vislumbre de verdad. Y al mismo instante, ¡oh cosa rara!, que comenzó a rayar la claridad, dio en tierra toda aquella máquina de confusiones: que toda artimaña, en pareciendo, desaparece. Deshízose el encanto, cayeron aquellas encubridoras paredes, quedando todo patente y desenmarañado; viéronse las caras unos a otros y las manos tan escondidas a los tiros; constó del modo de proceder de cada uno. Así, que en amaneciendo la luz del desengaño, anocheció todo artificio. Mas para que se vea cuán hallados están los más con el embuste, especialmente cuando viven dél, al mismo punto que se vieron desencastillados de aquel su Babel común y que habían dado en tierra con aquel su engañoso modo de pasar, que ya no llegaban a mesa puesta como solían, con sus manos lavadas y la honra no limpia; luego que comenzaron a echar menos la gala y la gula, el vestido guisado de buen gusto, sin costarles más que una gorra: enfurecidos contra el que había ocasionado tanta infelicidad, arremetieron contra el Zahorí, descubridor de su artificio, llamándole enemigo común. Mas él, viéndose en tal aprieto, apretó los pies, digo las alas, y huyóse al sagrado de mirar y callar, voceándoles a los dos camaradas, que ya se habían abrazado y reconocido, tratasen de hacer lo mismo, prosiguiendo el viaje de su vida hacia la corte del Saber coronado, tan encomendada dél, y de todos los sabios aplaudida.

—¡Qué entrada de Italia ésta! —ponderaba Critilo—. ¡Que laberintos a esta traza se nos aguardan en ella! Conviene prevenirnos de cautela, así como hacen los atentos en las entradas de las provincias donde llegan, en España contra las malicias, en Francia contra las vilezas, en Inglaterra las perfidias, en Alemania las groserías y en Italia los embustes. No les salió vana su presunción, pues a pocos pasos dieron en raro bivio, dudosa encrucijada donde se partía el camino en otros dos, con ocasionado riesgo de perderse muy al uso del mundo.

Comenzaron luego a dificultar cuál de las dos sendas tomarían, que parecían extremos. Estaban altercando al principio con encuentro de pareceres, y después de afectos, cuando descubrieron una banda de candidas palomas por el aire y otra de serpientes por la tierra. Parecieron aquéllas con su manso y sosegado vuelo venir a pacificarlos y mostrarles el verdadero camino con tan fausto agüero, quedando ambos en curiosa expectación de ver por cuál de las dos sendas echarían. Aquí ellas, dejada la de mano derecha, volaron por la siniestra.

—Esto está decidido —dijo Andrenio—, no nos queda que dudar.

—¡Oh, sí! —respondió Critilo—. Veamos por dónde se defilan las serpientes, porque advierte que la paloma no tanto guía a la prudencia cuanto a la simplicidad.

—Eso no —replicó Andrenio—; antes suelo yo decir que no hay ave ni más sagaz ni más política que la paloma.

—¿En qué lo fundas?

—En que ella es la que mejor sabe vivir, pues en fe de que no tiene hiel, donde quiera halla cabida; todos la miran con afecto y la acogen con regalo. No sólo no es temida como las de rapiña, ni odiada como la serpiente, sino acariciada de todos, alzándose con el agrado de las gentes. Otra atención suya, que nunca vuela sino a las casas blancas y nuevas y a las torres más lucidas. Pero ¿qué mayor política que aquella de la hembra? Pues, con cuatro caricias que le hace al palomo, le obliga a partirse el trabajo de empollar y sacar los hijuelos, aviniéndose muy bien con el esposo y enseñando a las mujeres bravas y fuertes a templarse y saberse avenir con los maridos. Mas donde ella juega de arte mayor es en lo de sus polluelos, que aunque se los hurten y delante de sus ojos se los maten, no por eso se mata ella ni se mete en guerra por defenderlos; no pasa pena alguna, sino que come y vive de ellos. Pues ¿qué diré de aquella especiosa ostentación que suele hacer de sus plumas cambiando visos y brillando argentería? Así que no hay otra razón de estado como la sinceridad y la mansedumbre de la paloma y que ella es la mayor estadista.

Vieron en esto que la otra tropa de serpientes se fue desfilando por la senda contraria de la mano derecha, con lo que se aumentó su perplejidad.

—Éstas sí —decía Critilo— que son maestras de toda sagacidad. Ellas nos muestran el camino de la prudencia; sigámoslas, que sin duda nos llevarán al Saber reinando.

—No haré yo tal —decía Andrenio—, porque yo no sé que pare en otro todo el saber de las culebras que en ir rastrando toda la vida entre los pies de todos. Resolviéronse al fin en seguir cada uno su vereda: éste de la astucia de la serpiente, y aquél de la sinceridad de la paloma, con cargo de que el primero que descubriese la corte del Saber triunfante avisase al otro y le comunicase el bien hallado. A poco rato que se perdieron de vista, no de afecto, encontró cada uno con su paraje bien diferente, habitado de gentes totalmente opuestas y que vivían muy bien al revés unos de otros. Hallóse Critilo entre aquellos que llaman los reagudos, gente toda de alerta, hombres de ensenadas, de reflejas y de segundas intenciones, de trato nada liso, sino doblado. Fuesele apegando luego un grande narigudo, digo narigudo, no tanto para conducirle cuanto para explorarle, y comenzó a tentarle el vado y querer sondearle el fondo con rara destreza: hombre, al fin, de atención y de intención. Hízosele amigo de los que llaman hechizos o echadizos, afectando agasajos y mostrándosele muy oficioso, con que ambos se miraron con cautela y procedían con resguardo. Lo primero en que reparó Critilo fue que, encontrando muchos que parecían muy personas, ellos no reparaban en él ni le hacían cortesía. Calificóla o por grosería o por insolencia.

—Ni uno ni otro —le respondió el nuevo camarada.

—¿Pues qué?

—Yo te lo diré, que todos éstos son gente de su negocio y no atienden a otro; no hacen caso sino de quien pueden hacer fortuna; no se cuidan sino de quien dependen, y toda la cortesía que hurtan a los demás la gastan con éstos. Aquellos del otro lado son hijos deste siglo, y aun por eso tan metidos en él, todos puestos en acomodarse como si se hubiesen de perpetuar acá.

Toparon luego un raro sujeto que, no contentándose con una ojeada, les echó media docena. Y aunque aquí todos andaban muy despiertos, éste les pareció desvelado.

—¿Quién es éste? —preguntó Critilo.

—No sé si te lo podré dar a conocer así como quiera, que yo ha años que le trato y aún no le acabo de sondar ni acertaré a definirle. Baste por ahora saber que éste es el Marrajo.

—¡Oh sí! —dijo Critilo—, ya estoy al cabo.

—¿Cómo al cabo? Ni aun al principio, que si con otros para conocerlos es menester comer un almud de sal, con éste doblada, porque él lo es mucho. Oyeron a otro que venía diciendo:

—La mitad del año con arte y engaño, y la otra parte con engaño y arte.

—No tiene razón —glosó Critilo—, porque este aforismo ya yo le he oído condenar, y más entre astutos, donde más se engaña con la misma verdad cuando ninguno cree que algún otro la diga. Éste, sin más ver que su figurilla y su modillo, es Tracillas.

—El mismo, y viene hablando muy de lo secreto y profundo con aquel otro su mellizo.

—¿Y quién es?

—A éste le llaman el Bobico, y estarán trazando cómo armar alguna zancadilla. Pero de verdad que se las entienden, que basta conocerlos y tenerlos en esa opinión. Y aun por eso viene diciendo aquel otro: «Sí, sí, entre bobos anda el juego.» Con esto no les dejan hacer baza.

Asomó otro de la misma data.

—¿Qué papel hace éste?

—Es el tan nombrado Dropo y tan temido.

—¿Y aquél?

—El Zaino, otro que tal.

—¿Creerás que no veo alguno destos que no me asuste? Heles cobrado especial recelo.

—No me admiro, porque a ninguno llegan a hablar que no le suceda lo mismo. Todos los temen y se previenen.

—Por eso cuentan de la raposa —dijo el Nariagudo— que, volviendo un día muy asustados sus hijuelos a su cueva, diciendo habían visto una espantosa fiera con unos disformes colmillos de marfil: «¡Quita de ahí, no hay que temer! les dijo, que ése es elefante y una gran bestia: no os dé cuidado.» Volvieron al otro día huyendo de otra, decían, con dos agudas puntas en la frente. «¡Eh, que también es nada!, les respondió, que sois unos simples.» «Agora sí que hemos topado otra con las uñas como navajas, ondeando horribles melenas.» «Ése es el león, pero no hay que hacer caso, que no es tan bravo como le pintáis.» Finalmente vinieron un día muy contentos por haber visto, decían, un otro, no animal ni fiera, sino muy diverso de todos, pues desarmado, apacible, manso y risueño. «Ahora sí, les dijo, que hay que temer. Guardaros dél, hijos míos; huid cien leguas.» «¿Por qué, si no tiene uñas ni puntas ni colmillos?» «Basta que tiene maña: ése es el hombre. Guardaos, digo otra vez, de su malicia.» Y tú de aquél que pasa por allá, a quien todos le señalan con el dedo, a lo cigüeño; es un raro sujeto, de quien dicen es un diablo, y aun peor. Aquel que va a su lado te venderá siete veces al día. Pues ¡qué otro aquél que va guiñando, llamado por eso el Raposo, que lo es en el nombre y en los hechos! Tiene bravas correrías, que toda ésta es gente de artimaña.

—Ora dime, ¿qué será la causa —preguntó Critilo— que cada uno anda de por sí, nunca van juntos ni hacen camarada?, así como en cierta plaza donde vi yo pasearse muchos ciudadanos y cada uno solo, sin osarse llegar, temiéndose unos a otros.

—¡Oh! —respondió el Nariagudo—, por éstos y ésos se dijo: «Cada lobo por su senda.» Fue muy de notar el encuentro del codicioso con el tramposo, porque urdía éste mil trapazas en un punto y el otro se las pasaba todas, aunque las conocía, en atención de su codicia. Y es lo bueno que cada uno decía del otro: «¡Qué simple éste, cómo que le engaño!»

—¿No reparas en aquel ruincillo, digo chicuelo? Pues todo es malicias; nada de cuanto dices y piensas se le pasa por alto. Ni a aquel otro de su tamaño hay que echarle dado falso.

—Pues dime, ¿quién metió acá a aquel que retira a tonto? Y ya sabes que en pareciéndolo lo son, y aun la mitad de los que no lo parecen.

—Advierte que no lo es, sino que sabe hacerlo. Así como aquel otro que hace los zonzos, que no hay peor desentendido que el que no quiere entender. Dudó Critilo, y aun lo preguntó, si acaso estaban en la lonja de Venecia, o en el ayuntamiento de Córdoba, o en la plaza de Calatayud, que es más que todo, donde dijo un forastero, hablando con un natural y confesándose vendido o vencido: «Señor mío, por eso dicen que sabe más el mayor necio de Calatayud que el más cuerdo de mi patria: ¿no digo bien?» «No, por cierto», le respondió. «Pues ¿por qué no? «Porque no hay ningún necio en Calatayud, ni cuerdo en vuestra ciudad.»

—Pero nada has visto —le dijo el camarada—, si no das una vista por la satrapía.

Y guióle ella. Díjole al entrar:

—Aquí, abrir el ojo, y aun ciento, y retirarlos bien. Toparon un vejazo y otro más. Aquí admiró las bravas tretas, las grandes sutilezas, jugando todos de arte mayor, que todos eran peliagudos y nariagudos, mañosos, sagaces y políticos.

Pero mientras anda aquí Critilo, ya comprado, ya vendido, bien será que demos una vuelta en seguimiento de Andrenio, que va perdido por el contrario paraje: que casi todos los mortales andan por extremos, y el saber vivir consiste en topar el medio. Hallábase en el país de los buenos hombres: y ¡qué diferentes de aquellos otros! Parecían de otra especie, gente toda pacífica, por quienes nunca se revolvió el mundo ni se alborotó la feria. Encontró de los primeros con Juan de Buen Alma; a medio saludar, que se le olvidaban las palabras, con todo eso, contrajeron estrecha amistad. Allegóseles un otro que también dijo llamarse Juan, que aquí los más lo eran, y buenos, si allá Pedros revueltos.

—¿Quién es aquél que pasa riéndose?

—Aquel es quien dicen que de puro bueno se pierde, y es un perdido. Aquel otro el bueno, bueno, y el que de puro bueno vale para nada: gente toda amigable.

—¡Qué poca ceremonia gastan! —ponderó Andrenio—. Aun cortesía no hacen.

—Es que no saben engañar.

Con todo eso, se llegó y les saludó Bon compaño, que venía con Tal sea mi vida y Mi alma con la suya. No se oía un sí ni un no entre ellos; en nada se contradecían, aunque dijeran la mayor paradoja, ni porfiaban. Y era tal su paz y sosiego que dudó Andrenio si eran hombres de carne y sangre.

—Bien dudas —le respondió el Hombre de su palabra, a quien se holgó mucho de ver, como cosa rara, y no era francés—, que los más de ellos son de pasta y buenas pastas. Y en confirmación dello, repara en aquél todo bocadeado, don Fulano de Mazapán, que cada uno le da un pellizco. Aquel otro es el canónigo Blandura, que todo lo hace bueno. Vieron uno todo comido de moscas.

—Aquél es la Buena Miel. ¡Qué buena gente toda ésta para superiores!, que ya así los buscan, cabezas de cera que las puedan volver y revolver donde quisieren, y retorcerles las narices a un lado y a otro. Aquí toparon con Buenas Entrañas, que no pensaba mal de nadie, ni tal creía.

—Aquél se pasa de bueno y está harto pasado; mira a todos como él. Pero ¡qué bueno estuviera el mundo si así fueran todos!

Venía con el Dejado, y bien dejado de todos.

—¡Qué hombre de tan linda corpulencia aquél!

—Es el celebrador Pachorra, que nada le quita el sueño, ni por acontecimiento alguno le pierde, aunque sea el más trágico: tanto, que despertándole una noche para darle aviso de un extraño suceso que espantó al mundo: «¡Quitaos de ahí!, dijo a los criados, ¿y no estaba ahí mañana para decírmelo? ¿Pensabais que no había de llegar?» Sobre todo, no se hartaba Andrenio de ver su traje, nada a lo plático, sin pliegues, sin aforos y sin alforzas. Vio a don Fulano de Todos, y para nadie y para nada, acompañado de una gran camarada.

—Aquel de la mano derecha es el primero que llega, y el de la izquierda el último se le lleva. Al de más allá el que le pierde le gana, y al otro tanto le querría mío como ajeno. Allí viene el que no sabe negar cosa, el que no tiene cosa suya, ni la acción ni la palabra. Aquel otro todo lo otorga, Don Fulano del Sí, antípoda de monseñor No li po jare, gente toda bien quista y de vivir muchos años.

De tal suerte que preguntó Andrenio si era aquélla la región de los inmortales.

—¿Por qué lo dices? —le preguntó uno.

—Porque ninguno veo que se mate ni se consuma. Yo no sé de qué mueren éstos.

—No mueren, que ya lo están.

—Antes, yo digo que eso es saber vivir, tener buena complisión: hombres sanos, gente de buenos hígados, de buen estómago, y que si otros hacen de las tripas corazón, éstos al revés hacen del corazón tripas y crían buena panza.

Así era su trato llano, sin revoltijas: ninguno tenía caracol en la garganta, hablaban sin artificio, llevaban el alma en la palma y aun en palmas; no había aquí engañadores, ni cortesanos, ni cordobeses. Y con pasar en Italia, no había ningún italiano, cuando mucho alguno de Bérgamo; de los españoles, algún castellano viejo; de los franceses, algún albernio; y muchos polacos. Fiábanse de todos sin distinción, y así todos los engañaban; que ya no se ha de decir engañabobos, sino buenos, que ésos son los más fáciles de engañar.

—¡Qué lindo temple de tierra éste —decía Andrenio—, y mejor cielo!

—En otro tiempo habíais de haber venido —le dijo un viejo hecho al buen tiempo—, cuando todos se trataban de vos y todos decían vos como el Cid. ¡Entonces sí que estaba este país muy poblado! No, no se había descubierto aún el de la malicia, ni se sabía hubiese tan mala tierra; siempre se creyó era inhabitable, más que la tórrida zona. Dios se lo perdone a quien la halló: ¡mirad qué India! No se topaba entonces un hombre doblado por maravilla y todo el mundo le conocía, y le señalaban de una legua; todos huían dél como de un tigre. Ahora todo está maleado, todo mudado, hasta los climas, y según van las cosas, dentro de pocos años será Alemania otra Italia y Valladolid otra Córdoba.

Pero aunque estaba allí Andrenio, no vendido, sino hallado en aquella mansión de la bondad y verdad, de la candidez y llaneza, con todo trató dejarla pareciéndole era sobrada simplicidad. Y fue cosa notable que ambos a la par, aunque tan distantes, parece que se orejearon, pues convinieron en dejar cada uno el extremo por donde había echado, el uno de la astucia, el otro de la sencillez; y poniendo la mira en el medio, descubrieron la corte del Saber prudente y se encaminaron allá. Llegaron a encontrarse en un puesto donde se volvían a unir ambas sendas y a emparejarse los extremos. Aquí pareció estarles esperando un raro personaje, de los portentosos que se encuentran en la jornada de la vida; porque así como algunos suelen hacerse lenguas, y otros ojos, éste se hacía sesos y todo él se veía hecho sesos; de modo que tenía cien corduras, cien esperas, cien advertencias y otros tantos entendimientos. En suma, él era castellano en lo sustancial, aragonés en lo cuerdo, portugués en lo juicioso, y todo español en ser hombre de mucha sustancia. Púsosele a contemplar Andrenio, después de haberse confabulado con Critilo, y decía así:

—Señores, que tenga unos sesos en la cabeza, está bien, que es allí el solio del ama; pero lengua de sesos, ¿a qué propósito? Si aun siendo de carne, y muy sólida, desliza con riesgo de toda la persona (que sería menos inconveniente tropezar diez veces con los pies antes que una con la lengua, que si allí se maltrata el cuerpo con la caída, aquí se descompone toda el alma), ¿qué será de una masa tan fluida y deleznable? ¿Quién la podrá gobernar?

—¡Oh cómo te engañas! —le respondió el Sesudo, que así se llamaba—. Antes, ahí conviene tener más seso, para andar con más tiento, que no hay palabra más bien articulada que la que está en el buche.

—Narices de seso, ¿quién tal inventó y para qué? —proseguía en su reparo Andrenio—. Los ojos ya podrían, para no mirar a tontas y a locas; pero en las narices ¿de qué puede servir el seso?

—¡Oh sí, y mucho!

—Pues ¿para qué?

—Para impedir que no se les suba el humo a las narices y lo tizne todo y abrase un mundo. Hasta en los pies ha de haber seso y mucho, y más en los malos pasos; que por eso decía un atento: «Aquí todo el seso ha de ir en el carcañal». Y si los que andan a caballo le llevasen en los pies, no perderían tan fácilmente los estribos; habría siquiera algún cuerdo entronizado. Así que todo el hombre, para bien ir, habría de ser de sesos: seso en los oídos, para no oír tantas mentiras ni escuchar tantas lisonjas, que vuelven locos a los tontos; seso en las manos, para no errar el manejo y atinar aquello en que se ponen; hasta el corazón ha de ser de sesos, para no dejarse tirar y aun arrastrar de sus afectos; seso y más seso y mucho seso, para ser hombre chapado, sesudo y sustancial.

—¡Qué pocos he topado yo de ese modo! —decía Critilo.

—Antes, oí decir a uno —ponderó Andrenio— que no había sino una onza de seso en todo el mundo, y que de ésa, la mitad tenía un cierto personaje (que no le nombro por no incurrir en odio), y la otra estaba repartida por los demás: ¡mirad qué le cabría a cada uno!

—Engañóse quien tal dijo. Nunca más seso ha habido en el mundo, pues no ha dado ya al traste, con tanta priesa como le han dado.

—Ora, dime —instó Andrenio—, ¿de dónde has sacado tú tanto seso, así te dure, dónde le hallaste?

—¿Dónde? En las oficinas en que se forja y en las boticas donde se vende.

—¿Qué dices, boticas hay de cordura? Nunca tal he topado, con tanto como he discurrido.

—Pues ¿no te corres tú de saber dónde se vende el vestir y el comer, y no dónde se compra el ser personas? Tiendas hay donde se feria el entendimiento y el juicio. Verdad sea que es menester tenerle para hallarle.

—¿Y a qué precio se vende?

—A aprecio.

—¿De qué modo?

—Teniéndole.

—¿A buen ojo?

—No, sino a peso y medida. Pero vamos, que hoy os he de conducir a las mismas oficinas donde se forjan y se labran los buenos juicios, los valientes entendimientos, a las escuelas de ser personas.

—Y dinos, en esas oficinas que tú dices, ¿refinan mucho seso cada día?

—No va sino por años, y para sola una onza hay que hacer toda una vida. Fuelos introduciendo en una tan espaciosa cuan especiosa plaza, coronada de alternados edificios, unos muy majestuosos, que parecían alcázares reales, otros muy pobres, como casas de filósofos; hasta pabellones militares, entre patios de escuelas. Quedaron admirados nuestros peregrinos de ver tal variedad de edificios, y después de bien registrados los de una y otra acera, le preguntaron dónde estaban las oficinas del juicio, las tiendas del entendimiento.

—Ésas que veis, son: mirad a un lado y a otro.

—¿Cómo es posible, si aquellos son palacios, donde más presto suele perderse el juicio que cobrarse, y aquellas otras militares tiendas más lo suelen ser de la temeridad que de la cordura? Pues aquellos patios llenos de estudiantes, menos lo serán, que entre gente moza no se hallará la prudencia, y en cascos verdes no cabe la madurez.

—Pues sabed que ésas son las oficinas donde se funden los buenos caudales, ahí se forjan los grandes hombres, en esos talleres se desbastan de troncos y de estatuas y se labran los mayores sujetos. Mirad bien aquel primer palacio tan suntuoso y augusto: en él se fundieron los mayores hombres de aquel siglo, los prudentes senadores, los sabios consejeros, los famosos escritores. Y así como otros inculcan estatuas mudas entre columnas pesadadas para adorno de las vistosas fachadas, aquí veréis gigantes vivos, varones eminentes.

—Así es —dijo Critilo—, que aquel de la mano derecha parece el sentencioso Horacio, y el de la izquierda es el más fecundo que facundo Ovidio, coronándole el superior Virgilio.

—Según eso —dijo Andrenio—, aquel es el palacio del más augusto de los Césares.

—No has de decir [sino] la oficina heroica de los mayores sujetos de su tiempo. Ese gran emperador les dio entendimiento con sus estimaciones, y ellos a él inmortalidad con sus escritos. Volved la mira a aquel otro, no fabricado de mármoles sin alma, sino de vivas columnas que sostienen reinos, escuela cortesana de los mayores entendimientos, y fueron muchos en aquella era.

—¿Sería grande su dueño?

—Y aun magnánimo, pues el inmortal rey don Alonso, por quien se dijo que Aragón era la turquesa de los reyes. Vieron otro de animadas piedras hablando con lenguas de inscripciones; no se veían tablas rasas de mármol como en otros alcázares, sino grabadas de sentencias y heroicos dichos.

—¡Oh, gracias al cielo —dijo Critilo— que veo un palacio que huele a personas!

—Fuelo mucho su gran dueño, digo el rey don Juan el Segundo de Portugal, volviendo por el crédito de los Juanes. Pero no es menos de admirar aquél que allá se ve alternando de espadas y de plumas, del rey Francisco el Primero de la Francia, extendiendo a la par ambas reales manos a los sabios y a los valerosos, que no a los farsantes y farfantes. Mas ¿no reparáis en aquél coronado de palmas y de laureles, que ocupa el supremo ápice del orbe y de los siglos? Aquél es el inmortal trono del gran pontífice León Décimo, en cuyo seno anidaron las águilas ingeniosas más seguramente que en el del fabuloso Júpiter, aunque fue ingeniosa invención para declarar cuán favorecidos deben ser de los príncipes los varones sabios, águilas en la vista y en el vuelo. Aquel otro es del prudentazo rey de las Españas Felipe el Segundo y escuela primera de la prudente política, donde se forjaron los grandes ministros, los insignes gobernadores, generales y virreyes.

—¿Qué tienda militar es aquélla, que se hace lugar entre los palacios magníficos? ¿A qué propósito se baraja lo militar con lo cortesano?

—¡Oh, sí! —respondió el varón de sesos—. Porque has de saber que también los militares pabellones son oficinas de los hombres grandes, no menos valerosos que entendidos. Apréndese mucho en ellos: dígalo el marqués de Grana y Carreto. Porque ahí se sabe, no tanto de capricho cuanto de experiencia. Aquélla es la del Gran Capitán, a quien dio lugar entre los reyes el de Francia, diciendo: «Bien puede comer con reyes el que vence reyes.» Fue tan cortesano como valiente, de tan gran brazo como ingenio, plausible en dichos y en hechos. Aquella otra es del duque de Alba, escuela de la prudencia y experiencia, así como su casa en la paz era el paradero de los grandes hombres, y por eso tan recomendada de Juan de Vega a su hijo cuando le enviaba a la Corte.

—¿Qué otro modelo de edificios sabidos son aquellos, no suntuosos, pero honrosos?

—Ésos —dijo— no son alojamientos de Marte: albergues sí de Minerva. Ésos son los Colegios Mayores de las más célebres Universidades de la Europa. Aquellos cuatro son los de Salamanca, aquel otro el de Alcalá, y el de más allá San Bernardino de Toledo, Santiago el de Huesca, Santa Bárbara en París, los Albornoces de Bolonia y Santa Cruz de Valladolid: oficinas todas donde se labran los mayores hombres de cada siglo, las columnas que sustentan después los reinos, de quienes se pueblan los consejos reales y los parlamentos supremos.

—¿Qué ruinas son aquéllas, tan lastimosas cuyas descompuestas piedras parecen estar llorando su caída?

—Ésas que agora lloran, en algún tiempo, y siempre de oro, sudaban bálsamo oloroso, y lo que es más, distilaban sudor y tinta: esos fueron los palacios de los plausibles Duques de Urbino y de Ferrara, asilos de Minerva, teatro de las buenas letras, centro de los superiores ingenios.

—¿Qué es la causa —preguntó Critilo— que no se ven anidar ya como solían las águilas en tantos reales asilos?

—No es porque no las haya, sino que no hay un Augusto para cada Virgilio, un Mecenas para cada Horacio, un Nerva para cada Marcial y un Trajano para cada Plinio. Creedme que todo gran hombre gusta de los grandes hombres.

—Mayor reparo es el mío —dijo Andrenio—, y es cuál sea la causa que los príncipes se pagan más y les pagan también a un excelente pintor, a un escultor insigne, y los honran y premian mucho más que a un historiador eminente, que al más divino poeta, que al más excelente escritor. Pues vemos que los pinceles sólo retratan el exterior, pero las plumas el interior, y va la ventaja de uno a otro que del cuerpo al alma. Exprimen aquellos cuando mucho el talle, el garbo, la gentileza y tal vez la fiereza; pero éstas, el entendimiento, el valor, la virtud, la capacidad y las inmortales hazañas. Aquéllos les pueden dar vida por algún tiempo, mientras duraren las tablas o los lienzos, ya sean bronces; mas estas otras por todos los venideros siglos, que es inmortalizarlos. Aquéllos los dan a conocer, digo a ver, a los pocos que llegan a mirar sus retratos; mas éstas a los muchos que leen sus escritos, yendo de provincia en provincia, de lengua en lengua, y aun de siglo en siglo.

—¡Oh Andrenio, Andrenio! —le respondió el Prudente—, ¿no ves tú que las pinturas y las estatuas se ven con los ojos, se tocan con las manos, son obras materiales? No sé si me has entendido bastantemente.

Vieron ya, en las oficinas del tiempo y del ejemplo, formar un grande hombre, copiándole más felizmente de siete héroes que el retrato de Apeles de las siete mayores bellezas.

—¿Quién es éste? —preguntó Andrenio.

Y el Sesudo:

—Éste es un héroe moderno, éste es…

—¡Tate! —le interrumpió Critilo—, no le nombres.

—¿Por qué no? —replicó Andrenio.

—Porque no importa.

—¿Cómo no, habiendo nombrado hasta agora tanto insigne varón, tantos plausibles sujetos?

—De eso estoy arrepentido.

—Pues ¿por qué?

—Porque piensan ellos que el celebrarlos es deuda, y así no hacen mérito del obsequio; creen que procede de justicia, cuando no es sino muy de gracia. Por lo tanto, anduvo discretamente donoso aquel autor que, en la segunda impresión de sus obras, puso entre las erratas la dedicatoria primera.

Al contrario, en otra oficina atendieron cómo estaban forjando cien hombres de uno, cien reyes de un Don Fernando el Católico, y aun le quedaba sustancia para otros tantos. Aquí era donde se fundían los grandes caudales y se formaban las grandes testas, los varones de chapa, los hombres sustanciales. Y notó Andrenio que lo más dificultoso de ajustar eran las narices.

—Hartas veces lo he reparado yo —decía Critilo—, que suele acertar la naturaleza las demás facciones: acaba unos buenos ojos con ser de tanto artificio, una frente espaciosa y serena, una boca bien ajustada, pero en llegando a la nariz, se pierde y de ordinario la yerra.

—Es la facción de la prudencia ésa —ponderó el Cuerdo—, tablilla del mesón del alma, señuelo de la sagacidad y providencia. Resonó en esto un vulgar estruendo de trompetas y atabales.

—¿Qué es esto? —corrían de unas y otras partes preguntando.

—¡Pregón, pregón! —respondían otros.

—¿Qué cosa?

—Un bando que manda echar el coronado Saber por todo su imperio de aciertos.

—¿Y a quién destierran? ¿Acaso al Arrepentimiento, que no tiene cabida donde hay cordura, o a su grande enemiga la Propia Satisfación?

—¿Publícase la guerra contra la envidiosa Fortuna?

—Nada de eso es —les respondieron— sino una crítica reforma de los comunes refranes.

—¿Cómo puede eso ser —replicó Andrenio— si están hoy tan recibidos que los llaman Evangelios pequeños?

—Recibidos o no, llegaos y oíd lo que el pregonero vocea. Atendieron curiosos, y después de haber prohibido algunos, oyeron que proseguía así:

—Ítem más, mandamos que ningún cuerdo en adelante diga que quien tiene enemigos, no duerma; antes, lo contrario, que se recoja temprano a su casa, se acueste luego y duerma, que se levante tarde y no salga de casa hasta el sol salido. Ítem que nunca más se diga que quien no sabe de abuelo, no sabe de bueno; antes bien, que no sabe de malo, pues no sabe que fue un mecánico sombrerero, un carnicero, un tundidor y otras cosas peores. Que ninguno sea osado decir que los casamientos y las riñas, de prisa, por cuanto no hay cosa que se haya de tomar más de espacio que el irse a matar y casar, y se tiene por constante que los más de casados, si hoy hubieran de volver, lo pensaran mucho, y como decía aquél: «Dejádmelo pensar cien años.» También se prohibe el decir que más sabe el necio en su casa que el sabio en la ajena, pues el sabio donde quiera sabe y el necio donde quiera ignora. Sobre todo, que ninguno de hoy más se atreva a decir: No me den consejos, sino dineros, que el buen consejo es dineros y vale un tesoro, y al que no tiene buen consejo no le bastará una India, ni aun dos. Entiendan todos que aquel otro refrán que dice: Aquello se hace presto que se hace bien, propio de los españoles, es más en favor de los mozos perezosos que de amos bien servidos; y así se ordena, a petición de los franceses, y aun de italianos, que se vuelva del revés y diga en favor de los amos puntuales: Aquello se hace bien que se hace presto. Que por ningún acontecimiento se diga que la voz del pueblo es la de Dios, sino de la ignorancia, y de ordinario por la boca del vulgo suelen hablar todos los diablos.

Ítem se suspende en esta era aquel otro: Honra y provecho no caben en un saco, viendo que hoy el que no tiene no es tenido Como una gran blasfemia se veda el decir: Ventura te dé Dios, hijo, que el saber poco te basta—, por cuanto de sabiduría nunca hay bastante, y ¿qué mayor ventura que el saber y ser persona? Así como unos se prohiben del todo, otros se enmiendan en parte. Por lo cual no se diga que al buen callar llaman Sancho, sino santo, y en las mujeres milagroso, si ya no es que por lo Sancho se entienda lo callado del consejo. ¿Quién tal pudo decir, asno de muchos, lobos se lo comen? Antes, él se los come a ellos, y come como un lobo y come el pan de todos, diciendo: Yo me albardaré y el pan de todos me comeré, que ya el ser muy hombre embaraza y el saber bobear es ciencia de ciencias. Fue muy mal dicho el moco y el gallo un año, porque si es malo, ni un día, y si bueno, toda la vida.

Ítem se condenan a descaramiento algunos otros, como decir: Preso por mil, preso por mil y quinientas, Al mayor amigo, el mayor tiro. Y aquello de ándeme yo caliente y ríase la gente es una muy desvergonzada frialdad; sólo se les permita a las mujeres, que andan escotadas el decir: Ándeme yo fría, y más que todo el mundo se ría. Otros se mandan moderar, como aquel: Bien haya quien a los suyos parece, que no se ha de extender a los hijos y nietos de alguaciles, escribanos, alcabaleros, farsantes, venteros y otra simili canalla. Otros se interpretan, como aquél: Dondequiera que vayas, de los tuyos hayas; antes, se ha de huir de los suyos el que quisiere vivir con quietud, paz y contento, y de sus paisanos el que pretendiere honra y estimación.

Ítem se destierra por ocioso el cobra buena fama y échate a dormir, pues ya aun antes de cobrarla se echan a dormir todos. Modérese aquel que dice: En los nidos de antaño no hay pájaros hogaño: ¡Pluguiera a Dios que el amancebado y el adúltero no se estuvieran en el lecho como el chinche, ni los tahures en el garito! ¡Quemados que estuvieran los nidos encubridores y las redes de las arañas de las escribanías, atentas a coger la mosca del mal aconsejado pleiteante! Aquello de Dios me dé contienda con quien me entienda, sin duda que fue dicho de algún sencillo; los políticos no dicen así, sino con quien no me entienda ni atine con mis intentos ni descubra de una legua mis trazas. El dormir sobre ello es una necesidad muy perezosa: no diga sino velar.

Ítem se prohibe como pestilente dicho, mal de muchos, consuelo de todos; no decía en el original, sino de tontos y ellos le han adulterado. A instancia de Séneca y otros filósofos morales, sea tenido por un solemne disparate decir: Haz bien, y no mires a quién; antes, se ha de mirar mucho a quién no sea el ingrato, al que se te alce con la baraja, al que te saque después los ojos con el mismo beneficio, al ruin que se ensanche, al villano que te tome la mano, a la hormiga que cobre alas, al pequeño que se suba a mayores, a la serpiente que reciba calor en tu seno y después te emponzoñe. No se diga que lo que arrastra, honra, sino al contrario, que lo que honra, arrastra y trae a muchos más arrastrados que sillas. Ítem, a petición de los hortelanos, no se dirá mal de tu perro, pero sí de tu asno, que se come las berzas y las deja comer. Enmiéndese aquel otro: Con tu mayor no partas peras; no diga sino piedras, que lo demás es decir que se alce con todo. Tampoco sirve decir: Quien todo lo quiere, todo lo pierde, por cuanto es preciso tirar a todo y aun a más, para salir con algo. Dirá, pues, como quien yo sé: Señor, si todo lo puedo todo lo quiero. También es falso aquel de bien canta Marta después de harta; antes, ni bien ni mal, que en viéndose hartos, ni canta Marta, ni pelea Marte, sino que se echan a poltrones. Cada loco, con su tema es poco; diga con dos, y de aquí a un año con ciento. Lo que se usa no se excusa, necedad; eso es lo que se debe excusar, que ya no se usa lo bueno, ni la virtud, ni la verdad, ni la vergüenza, ni cosa que comience deste modo. Díselo tú una vez, que el diablo se lo dirá diez; dicho de otro tal; si malo, ¿para qué se lo ha de decir?; si bueno, nunca se lo dirá el diablo. Engañóse quien dijo que el paciente es el postrero; antes, quieren ya ser los primeros en todo y ir delante. Por necedad, se prohibe el decir más valen amigos en plaza que dineros en arca, lo uno porque ¿dónde se hallarán verdaderos y fieles?, lo otro porque a quien tiene dineros en arca nunca le faltan amigotes en todas partes. Aquel otro: Ni para buenos ganar ni para malos dejar, sin duda salió de algún gran perdigón, pues antes a los buenos se les ha de dejar, y a los malos ganar para que sean buenos. No hay mal que no venga por bien; una por una el mal va delante, y abrir puerta a un mal es abrirla a ciento, porque el mal va donde más hay.

Ítem se enmiende aquél: Donde fueres harás como vieres; no diga sino como debes. Extínguese de todo punto aquel que dice: Mal le va a la casa donde no hay corona rasa, antes muy bien, y muy mal donde la hay, porque la hacienda de la Iglesia pierde toda la otra y arrasa la mejor casa. Por mucho madrugar, no amanece más presto es dicho de dormilones; entiendan que el trabajar es hacer día y el que madruga goza de día y medio, pero el que tarde se levanta todo el día trota. Si uno no quiere, dos nos barajan; éste no tiene lugar en Valencia, porque allí, aunque uno no quiera empeñarse, le obligan y ha de porfiar aunque reviente de cuerdo. No se diga ya que el dar va con el tomar, porque no se sigue bien; podríase proponer por enigma y preguntar: «¿Cuál fue el primero: el dar o el tomar?» Quien no sabe pedir, no sabe vivir: ¡qué engaño! Antes, el pedir es morir para los hombres de bien; no diga sino quien no sabe sufrir. Peor es aquél: Quien tiene argén, tiene todo bien; no sino todo mal. Como decir: Voluntad es vida; no es sino muerte. Ítem se prohibe por cosa ridicula el decir: Riña de por San Juan, paz para todo el año: ¿qué más tiene la de por San Juan que la de por San Antón? Y quien tiene mal San Juan, ¿qué buena Pascua espera? Duro es Pedro para cabrero: peor fuera blando. Quien se muda, Dios le ayuda, entiéndese cuando iba de mal en peor, que el mudar de cartas es treta de buenos jugadores cuando dice mal el juego. El sufrido es bien servido: no, sino muy mal, y cuanto más peor ¿Quieres ser papa?, póntelo en la testa: muchos se lo ponen que no salen de sacristanes; más valdría en las manos, con obras y méritos. Quien tiene lengua, a Roma va, entiéndase por penitencia de los pecados del hablar. Por ningún caso se diga darse un buen verde; no, sino muy malo y muy negro, que al cabo deja en blanco y el rostro avergonzado y la tez amarilla y los labios cárdenos, vengándose dél todos los demás colores. Tampoco es verdadero decir: Quien malas mañas ha, tarde o nunca las pierde, no, sino muy presto, porque ellas acaban con él y con la vida y con la hacienda y con la honra cuando él no con ellas. Engañóse también el que dijo: Casarás y amansarás; antes, al contrario, es menester que ellas amansen para poderse casar, y se tiene observado que ellos se vuelven más bravos, pues preguntando: ¿Por qué no riñe su amo?, responde: Porque no es casado. Mándase leer el trocado aquel que dice que los locos dicen las verdades, esto es, que los que las dicen son tenidos por locos, y aun de ese achaque se han deslumbrado varias veces algunas verdades bien importantes que pudieran desengañar a muchos. Al que dijo: En Toledo no te cases, compañero, pudiérasele preguntar: ¿pues dónde que no suceda lo mismo? Léase el Toledo sincopado, con que dirá en todo el mundo. El mozo vergonzoso, el diablo le metió en palacio: ya no se ve el tal, sino su contrario, embusteros y aduladores. Al médico y al letrado, no le quieras engañado: antes sí, que de ordinario discurren al revés, y de ese modo acertarán. No se toman truchas a bragas enjutas: digo que sí, que los buenos pescadores las toman presentadas. No hay peor sordo que el que no quiere oír: otro hay peor, aquel que por una oreja le entra y por la otra se le va. Allá van leyes donde quieren los reyes: no digo sino los malos ministros. A mal paso, pasar postrero: por ningún caso, ni primero ni postrero, sino rodear. Cuando la barba de tu vecino veas pelar, echa la tuya en remojo: ¿de qué servirá sino de que se la pelen más fácilmente y aun se la repelen? Mas da el duro que el desnudo: una por una, ya dio éste hasta la capa, el otro aun se está por ver, y él repite: Para tener dineros, tenerlos.

Ítem se ordena que no se diga que los criados son enemigos no excusados, sino muy excusados y que para cada falta tienen cien excusas; los hijos sí se llamen de esa suerte, o enemigos dulces que cuando chiquitos hacen reír y cuando grandes llorar. Grande pie y grande oreja, señal de grande bestia: mas no, sino un piedecito de un chisgarabís sin asiento ni fundamento; y una grande oreja es alhaja de un príncipe para oírlo todo.

Ítem, ninguno se persuada que son buenas mangas después de Pascua, y cuanto más anchas peores, si es por Pascua Florida. Tampoco vale decir: Quien calla, otorga; antes, es un político atajo del negar, y cuando uno otorga en su favor, no se contenta con un sí, sino que echa media docena. Aquello de a uso de Aragón, a buen servido mal galardón, los aragoneses lo entienden por pasiva. A falta de buenos, han hecho a mi marido jurado: engáñase, que antes por ser ruin notoriamente, que ya se buscan los peores. Quien quisiere mula sin tacha, estése sin ella: bobería, más fácil es quitársela. El que da presto, da dos veces, no está bien entendido; no sólo dos, pero tres y cuatro, porque en dando, luego le vuelven a pedir y él a dar, con que mientras el duro da una vez, el liberal da cuatro.

Desta suerte, fue prosiguiendo el pregonero en prohibir otros muchos que nuestros peregrinos, cansados de tal prolijidad, remitieron al examen de los entendidos, y también porque les dio priesa el Sesudo para que llegasen a la oficina mayor, donde se refinaba el seso y se afinaba la sindéresis; el cómo y dónde, quedarse ha para la otra crisi.