El Criticón (Tercera parte)/Crisi VIII

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CRISI OCTAVA

La cueva de la Nada

A todas luces anduvieron desalumbrados los que dijeron que pudiera estar el mundo mejor trazado de lo que hoy lo está, con las mismas cosas de que se compone. Preguntados del modo, respondían que todo al revés de como hoy le vemos, esto es, que el sol había de estar acá abajo, ocupando el centro del universo, y la tierra acullá arriba donde agora está el cielo, en ajustada distancia; porque de esa suerte, los que hoy se experimentan azares, entonces se lograran conveniencias. Fuera siempre día claro, viéramosnos las caras a todas horas y procediéramos con lisura, pues a la luz del medio día. Con esto, no hubiera noches prolijas para desazonados ni largas para enfermos, ni capas de maldad para bellacos; no padeciéramos las desigualdades de los tiempos, las inclemencias del cielo, ni la destemplanza de los climas. No hubiera invierno triste y encapotado, con nieves, nieblas y escarchas; no se sonaran los romadizos, ni tosiéramos con los catarros. No conociéramos sabañones en el invierno, ni sarpullido en el verano; no hubiera que emperezar por las mañanas, ni que estar todo el día tragando humo a una chimenea, calentándonos por un lado y resfriándonos por el otro. No pasáramos el estío sudando, basqueando, dando vuelcos toda la noche por la cama; escapáramonos de una intolerable plaga de sabandijas, enemigos ruincillos, mosquitos que pican y moscas que enfadan. Fuera siempre una primavera alegre y regocijada, no duraran solos quince días las rosas, ni solos dos meses las flores; cantaran todo el año los ruiseñores, y fuera continuo el regalo de las guindas. No conociéramos entonces ni groseros diciembres, ni julios apicarados con tanto desaliño. Todos fueran verdes abriles y floridos mayos, a uso del paraíso, conduciendo todas estas comodidades a una salud de bronce y a una felicidad de oro. Otra cosa, que fuera cien veces mayor la tierra, pues todo lo que ahora es cielo, repartida en muchas y mayores provincias, habitadas de cultas y políticas naciones, no informes, sino uniformes, porque no hubiera entonces negros, chichimecos, ni pigmeos, salvajes, etc. Otrosí, que no fuera tan seca España, airosa la Francia, húmeda Italia, fría Alemania, aneblada Inglaterra, hórrida Suecia y abrasada la Mauritania. Así, que toda la tierra fuera un paraíso, y todo el mundo un cielo.

Deste modo discurrían hombres blancos y aun aplaudidos de sabios; pero bien examinado, este modo de echarse a discurrir no tanto puede pasar por opinión, cuanto por capricho de entendimientos noveleros, amigos de trastornarlo todo y mudar las cosas cuadradas en redondas, dando materia de risa al sentencioso Venusino. Éstos, por huir de un inconveniente, dieron en muchos y mayores, quitando la variedad, y con ella la hermosura y el gusto, destruyendo de todo punto el orden y concierto de los tiempos, de los años, los días y las horas, la conservación de las plantas, la sazón de los frutos, el sosiego de las noches, el descanso de los vivientes; procediendo a todo esto sin estrella, pues las habrían de desterrar todas por ociosas, no hallándolas ocupación ni puesto. Pero, a todos estos desconciertos, ¿qué había de hacer el sol, inmoble y apoltronado en el centro del mundo, contra toda su natural inclinación y obligación, que a fuer de vigilante príncipe pide moverse sin parar, dando una y otra vuelta por toda su lucida monarquía? ¡Eh!, que no es tratable eso. Muévase el sol y camine, amanezca en unas partes y escóndase en otras, véalo todo muy de cerca y toque las cosas con sus rayos, influya con eficacia, caliente con actividad y refresque con templanza, y retírese con alternación de tiempos y de efectos; aquí levante vapores, allí conmueva vientos, hoy llueva, mañana nieve, ya cubierto, ya sereno; ande, visite, vivifique, pase y pasee de la una India a la otra, déjese ver ya en Flandes, ya en Lombardía, cumpliendo con las obligaciones de universal monarca del orbe: que si el ocio donde quiera es culpable vicio, en el príncipe de los astros sería intolerable monstruosidad.

Deste modo iban altercando el Honroso y el Ocioso; éste que ya los guiaba, y aquél que les seguía.

—Ora, dejaos —dijo Andrenio— de caprichosas cuestiones, y decidnos qué desván fuese aquel último y tan extremado.

—Aquél —respondió el Fantástico— es el de los primeros hombres del mundo, de los que ocupan la coronilla de Europa y aun la coronan, y por esto tan altivos; que realmente tienen valor, pero se lo presumen; saben, pero se escuchan; obran, pero blasonan.

—¡Oh qué capaz me pareció! —decía Critilo.

—Sí, el más hueco, porque es un agregado de todos los otros. Haced cuenta que estuvisteis a las mismas puertas de la plausible Lisboa.

—¡Sí, sí! —exclamaron—, el desván de los fidalgos portugueses. Cierto que serían famosos, si no fuesen fumosos. Pero responden ellos que no puede dejar de haber mucho humo donde hay mucho fuego. Llámanles sebosos vulgarmente, pero ellos échanlo a crueles en sus memorables batallas. Tomaron mucho de su fundador Ulises, con que no se topa jamás portugués ni bobo ni cobarde.

—Pésame que no entrásedes allá —dijo el Holgón—, porque hubiéradeis visto extremados pasajes de fantasía; que como en otras partes se fijó el non plus ultra del valor, aquí el de la presunción. Allí hubiéradeis topado hidalguías de a par de Deus, solares de antes de Adán, enamorados perenales, poetas atronados, aunque ninguno aturdido, músicos de «¡quitá allá, ángeles!», ingenios prodigiosos sin rastro de juicio. Y en una palabra, cuando las demás naciones de España, aun los mismos castellanos, alaban sus cosas con algún recelo, por excelentes que sean, yendo con tiento en celebrarlas: «Esto vale algo; es así, así; parece bueno», los portugueses alaban sus cosas a todo hipérbole, a superlativa satisfación: «¡Cosa famosa, cosa grande, la primera del mundo! ¡No se hallará otra como ella en todo el orbe, que eso de Castela es poca cosa!»

—Aguarda —dijo Critilo—, entre éstas y ésas, ¿dónde nos llevas?; que me parece vamos dando gran baja y pasando de extremo a extremo.

—No os dé cuidado —les respondió su flemático guión—, que os prometo que sin cansaros os habéis de hallar en el más holgado país del mundo, en el de los acomodados y que saben vivir. Asegúroos que son sombra suya los decantados Elisios y que los asombra. Aquí toparéis los hombres de buen gusto, los que viven y gozan.

Mas apenas dejaron el empinado monte, cuando entraron a glorias en un ameno y alegre prado, centro de delicias, estancia del buen tiempo, ya sea la primavera coronada de flores, ya el otoño de frutas. Ostentábanse aquellos suelos cubiertos de alfombras del abril, matizadas de flora, recamadas de líquidos aljófares por las bellas niñas de la más alegre aurora, si bien no se lograba fruto alguno. Comenzaban a registrar todas aquellas floridas campiñas, alternadas de huertas, parques, florestas y jardines, y de trecho a trecho se levantaban vistosos edificios que parecían casas todas de recreación; porque allí campeaba la Tapada de Portugal, Buena Vista de Toledo, la Troya de Valencia, Comares de Granada, Fontanable de Francia, el Aranjuez de España, el Pusilipo de Nápoles, Belveder de Roma.

Fuéronse empeñando por un paseador espacioso y delicioso, y no tan común que no encontrasen gente de buen porte y de deporte, más lucios que lucidos; y entre muchos personajes muy particulares, ninguno conocido. Tomaban todos el viaje muy de espacio.

—Pian piano —decían los italianos.

—No vivir a prisa —repetían los españoles.

—Porque, mirad —glosaba el bel poltroni—, todos al cabo de la jornada de la vida llegamos a un mismo paradero: los sagaces tarde y los necios temprano; unos llegan molidos, otros holgados; los sabios mueren, mas los tontos revientan; éstos hechos pedazos y aquéllos enteros. Y de verdad, que pudiendo llegar algunos años después, que es gran necedad veinte años antes, ni una hora.

—Saber un poco menos y vivir un poco más —iba diciendo uno. —Y no os envidiéis los buenos ratos —les encargaba otro—, no os queráis sisar los buenos días.

—¿Placheri, placheri y más placheri! —decía un italiano.

—¡Holgueta, holgueta! —un español.

Encontraban a cada paso estancias de mucho recreo donde no trataban sino de darse un buen verde y dos azules, y los que podían gozar de dos primaveras no se contentaban con una. Allí vieron los bailetes franceses, haciéndose piezas los mismos monsiures bailando y silbando, los toros y cañas españolas, los banquetes flamencos, las comedias italianas, las músicas portuguesas, los gallos ingleses y las borracheras septentrionales.

—¡Qué lindo país! —decía Andrenio—. ¡Y lo que me va contentando! Esto sí que es vivir, y no matarse.

—Pero notad —dijo el Fantástico— toda esta bulla el poco ruido que hace en el mundo.

—¡Y que con tanto juglar, no sean estos hombres sonados!

—No es gente ruidosa —respondió el Dejado—, no gustan de meter ruido en el mundo.

—Tampoco veo hombre conocido, y con pasar tantas carrozas llenas de príncipes y señores, no veo que sean nombrados.

—Es que lo disimulan, y no poco.

Toparon una gran muela de gentes, y no personas. Tenían rodeado un monstruo de gordura, que no se le veían los ojos, pero sí una gran panza colgada al cuello de una banda.

—¡Qué pesado hombre será éste! —dijo Andrenio.

—Pues te aseguro que lo es harto más un flaco, un podrido, un consumido u consumidor, un estrecho, un estrujado; que antes, los muy gruesos de ordinario son más llevaderos, digo tolerables.

Estaba dando reglas de accomodabuntur, hecho un oráculo de la propia comodité.

—¿Qué cosa es ésta? —preguntó Critilo.

—Esta es —le respondieron— la escuela donde se enseña a vivir. Llegaos por vuestra conveniencia y aprenderéis a alargar los años y a estirar la vida.

Llegaban unos y otros a consultarle aforismos de conservarse, y él los daba y los platicaba. Estaba actualmente diciendo:

—E yo volo videre quanto tempo potrá acampare un bel potroni.

Y repantingóse en una silla poltrona.

—Sin duda que ésta es la escuela de Epicuro —dijo Andrenio.

—No será —respondió Critilo—, que aquel filósofo no hablaba italiano.

—¿Qué importa, si lo obraba y lo vivía? Sea lo que fuere, éste puede ser maestro de aquel otro.

Llegó uno que platicaba en pachorra, y díjole:

—Messere, ¿qué remedio para tener buenos días y mejores años?

Aquí él, abriendo un jeme de boca de los del gigante Goliat, habiendo hecho la salva a carcajadas, le respondió:

—Bono, bono, sentaos, que mientras pudiereis estar sentado, nunca habéis de estar en pie. Yo os quiero dar [la] mejor regla de todas, la nata del vivir, pero habéismela de pagar en trentines catalanes.

—No será posible —respondió.

—¿Por que no?

—Porque no han dejado uno tan sólo los monsiures.

—Buen remedio sean de los del duque de Alburquerque, que con un par me contento. Ahora va de regola, atenchione: no pillar fastidio de nienti.

—¿De nada, Messere?

—Di nienti.

—¿Aunque se me muera una hija, una hermana?

—De nienti.

—¿Ni la mujer?

—Menos.

—¿Una tía de quien herede?

—¡Oh qué cosa aquesta! Aunque se os muera todo un linaje entero de madrastras, cuñadas y suegras, haced los insensibles y decid que es magnanimidad.

—Messere —preguntó otro—, y para tener buenas comidas y mejores cenas ¿cómo haría yo?

—Gastad en buenas ollas lo que ahorréis de malas nuevas.

—Pues ¿cómo haría yo para no oírlas?

—No escucharlas. Haced lo que aquel otro avisado, que al criado que se descuidaba en decir algo que de mil leguas le pudiese desazonar o darle pena, al punto lo mandaba despedir de su servicio.

—Patrono mío caro —entró otro practicante de acomodado—, todo eso es niñería con lo que yo pretendo. Decidme, ¿cómo haría yo, aunque me costase perder media hora de sueño, el no dormir una siesta para llegar a vivir unos, unos…?

—¿Qué? ¿Cien años?

—Más.

—¿Ciento y veinte?

—Poco es eso.

—Pues ¿cuánto queréis vivir?

—Lo que ya hay ejemplar, lo que se vivía antiguamente.

—¿Qué, novecientos años? —Sí, sí.

—No tenéis mal gusto.

—¿Cómo haría yo para llegar siquiera a unos ochocientos?

—¿Para llegar, decís? Mas en llegando, ¿qué más tiene que hayan sido mil que ciento?

—Aunque no fuesen sino unos quinientos.

—No puede ser eso —respondió.

—¿Por qué no?

—Porque no se usa.

—Pues, así como vuelven todos los demás usos, ¿por qué no podría volver éste al cabo de los años mil y aun de los cuatro mil?

—¿No veis vos que los buenos usos nunca más vuelven, ni lo bueno a tener vez?

—Pues, Messere, ¿cómo hacían aquellos primeros hombres del tiempo antiguo para vivir tanto?

—¿Qué? Ser buenos hombres, como quien no dice nada. No se pudrían de cosa, porque no había entonces mentiras ni aun en los casamientos, ni excusas para no pagar, ni largas para cumplir; no había preguntadores que matan, habladores que muelen, porfiados que atormentan, necios cansados que aporrean; no había quien estorbase, ni mujeres tijeretas, criados rezongones; no mentían los oficiales, ni aun los sastres; no había abogados ni alguaciles; y lo que es más que todo eso, no había médicos. Y con que inventaron mil cosas, Júbal la música, Tubal Cain el hierro, no hubo hombre que se aplicase a ser boticario. Así que nada había de todo esto: ¡mirá si habían de vivir a ochocientos y a novecientos años los hombres, siendo tan personas! Quitadme vos todos estos topes, que yo os daré luego que vivan a mil y aun a dos mil años; porque cada cosa déstas basta a quitar cien años de vida y hacer que se pudra y se consuma y se mate un hombre en cuatro días. Y digo que aun es milagro que vivan tanto, sino que a puro de ser buenos hombres, viven algunos, que para éstos es el mundo. Otra cosa os sé decir, que según van de cada día empeorándose las materias, agotándose los bienes y aumentándose los males, adelantándose los malos usos, temo que se ha de ir acortando la vida, de modo que no lleguen a ceñirse espada los hombres ni aun a atacarse las calzas.

—Messere —le replicó—, será imposible eso y más en los tiempos que alcanzamos, quitar que no haya pleitos, injusticias, falsedades, tiranías, latrocinios, ateísmos acá y herejías acullá. Pues tampoco faltarán guerras que destruyan, hambres que consuman, pestes que acaben y rayos que asuelen.

Íbase ya muy desconsolado éste, cuando le llamó el bel poltroni y le dijo:

—Ora, mire vuestra señoría, que no querría que se fuese triste de mi jovial presencia, yo le daré una recetilla de conservar el individuo que es hoy la más valida en Italia y la más corriente en todo el mundo, y es ésta: Cena poco, usa el foco, in testa capelo e poqui pensieri en el cerbelo. ¡Oh, la bela cosa!

—¿De modo que me dice vuestra señoría que pocos cuidados?

—Poquisimi.

—Según eso, ¿no me conviene a mí el ser hombre de negocios ni asistir al despacho?

—Por ningún caso.

—¿Ni ministro?

—Menos.

—¿Ni tratar de avíos, llevar cuentas, ser asentista, mayordomo?

—De ningún modo.

—¿Ni estudiar mucho, ni pleitear, ni pretender?

—Nata, nata de todo eso, nunca trabajar de cabeza, y en una palabra, non curare de niente.

—Desta suerte, acudían unos y otros a consultarle de tuenda valetudine, y a todos respondía muy al caso: a éste, folgueta; a aquél, vita bona; y a todos, andiamo alegremente. Y a un cierto personaje bien grave le encargó mucho aquello de las sesenta ollas al mes.

—Paréceme —dijo Critilo— que toda esta ciencia del saber vivir y gozar para en pensar en nada y hacer nada y valer nada. Y como yo trato de ser algo y valer mucho, no se me asienta esta poltronería.

Y con esto, dio prisa en pasar adelante, siguiéndole Andrenio con harto dolor de su corazón, que le ahumaban mucho aquellas liciones y iba repasando su aforismo: «Non curare de niente, sino del vientre.» Pasaron adelante, y entre varias tropelías del gusto, casas de gula y juego, toparon una gran casa que repetía para palacio con sus empinadas torres, soberbios homenajes, y en medio de su majestuosa portada, en el mismo arquitrabe, se leía este letrero: Aquí yace el príncipe de Tal.

—¿Cómo que yace? —se escandalizó Andrenio—. Yo le he visto pocas horas ha, y sé que es vivo y que no piensa en morir tan presto.

—Eso creeré yo —le respondió el Honroso—. También es verdad que aquí vivieron muchos héroes antepasados suyos. Pero el que aquí yace, que no vive, muerto es, y huele tan mal que todos se tapan las narices cuando sienten la hediondez de sus viciosas costumbres. Ni es él solo el que yace, sino otros muchos sepultados en vida, amortajados entre algodones y embalsamados entre delicias.

—¿Cómo sabes tú que están muertos? —dijo el Ocioso.

—¿Y cómo sabes tú que están vivos? —replicó el Vano.

—Porque los veo comer.

—¿Pues qué, el comer es vivir?

—¿No les oyes roncar?

—Eso es decir que están muertos desde que nacieron y pasan plaza de finados, pues ya llegaron al fin de el ser personas; que si la definición de la vida es el moverse, éstos no tienen acción propia ni obran cosa que valga: ¿qué más muertos los quieres?

Lastimábase Critilo de ver tal crueldad, que enterrasen los hombres vivos, y rióse el Vano de su llanto, diciéndole:


—Advierte que ellos mismos, por no matarse, se sepultan en vida y se vienen por su pie a enterrar en los sepulcros del ocio, en las urnas de la flojedad, quedando cubiertos del polvo del eterno olvido.

—¿Quién será aquel señor que yace en aquel sepulcro de la hedionda lascivia?

—Quien no será más de lo que hasta hoy ha sido. Y de aquel otro, antes se supo que fue muerto que vivo, o fue su nacer el morir. Mirad aquel príncipe: no hizo más ruido que el de su primer llanto cuando entró en el mundo.

—He reparado —dijo Critilo— que no se topa un caballero francés sepultado en vida, habiendo tantos de otras naciones.

—Ésa —dijo el Honroso— es una singular prerrogativa de la nación francesa, que lo bueno se debe aplaudir. Sabed que en aquel belicoso reino, ninguna damisela admitirá para esposo al que no hubiere asistido en algunas campañas; que no los sacan, para el tálamo, del túmulo del ocio. Desprecian los Adonis de la corte por los Martes de la campaña.

—¡Oh qué buen gusto de madamas! Esa misma reputación introdujo la Católica Reina doña Isabel en su palacio entre sus damas, aunque duró poco, habiendo sido la primera que se sirvió de las hijas de grandes señores.

Estaban llenos aquellos holgazanes sepulcros, no de muertos vivos, sino de vivos muertos; y no sólo de los mayorazgos de las ilustres casas, sino de segundones, sucesores de retén, de terceros y de cuartos, sin que saliesen a medrar y valer ni en las campañas ni en las Universidades. Todos yacían en las mesas del juego, en el cieno de la torpeza, en el regazo de la ociosidad, única consorte del vicio; y lo que es más, a vista de sus padrazos y madronas, penándose de que les duela una uña y no haciendo caso de que les duela la honra y la conciencia con tan traidora piedad.

Llegaron después de haber paseado toda aquella dilatada compañía de la ociosidad, los prados del deporte y campo franco de los vicios, a dar vista a una tenebrosa gruta, boquerón funesto de una horrible cueva que yacía al pie de aquella soberbia montaña, en lo más humilde de su falda, antípoda del empinado alcázar de la estimación honrosa, opuesta a él de todas maneras; porque si aquél se encumbraba a coronarse de estrellas, ésta se abatía a sepultarse en los abismos del olvido; allí todo era empinarse al cielo, aquí rodar por el suelo, que para todo se hallan gustos, más de malos que de buenos. Había la distancia de uno a otra que va de un extremo de altivez a otro de abatimiento y vileza. Campeaba más la entrada cuanto más oscura y tenebrosa, que su mismo deslucimiento la hacía más notable. Era muy espaciosa, nada suntuosa, sin género alguno de sinmetría, basta y bruta; y con ser tan fea y tan horrible, embocaba por ella un mundo de cosas: los coches de a tres tiros muy holgados, carrozas tiradas de seis pías, y las más veces remendadas, sillas de mano, literas y trineos; pero ningún carro triunfal. Estábaselo mirando Andrenio, poco menos que aturdido; mas Critilo, solicitado de su mucha, aunque no ordinaria, curiosidad, comenzó a inquirir qué cueva fuese aquélla. Aquí, el Honroso, sacando un gran suspiro del profundo de su sentimiento, dijo:

—¡Oh cuidados de los hombres! ¡Oh cuán mucha es la nada! Sabrás, ¡oh Critilo!, que ésta es aquélla tan conocida cuan poco celebrada cueva, sepultura de tantos vivos, éste el paradero de las tres partes del mundo: ésta es, y no te escandalices, la Cueva de la Nada.

—¿Cómo de la Nada —replicó Andrenio—, cuando yo veo desaguar en ella la gran corriente del siglo, el torrente del mundo, ciudades populosas, cortes grandes, reinos enteros?

—Pues advierte que después de haber entrado allá todo eso que tú dices, se queda vacío.

—¡Eh!, mira cuántos van entrando allá.

—Pues no hallarás persona dentro.

—¿Qué se hacen?

—Lo que hicieron.

—¿En qué paran?

—En lo que obraron: fueron nada, obraron nada, y así vinieron a parar en nada.

Llegó en esto a querer entrar un cierto sujeto, y hablando con ellos les dijo:

—Señores míos, yo lo he probado todo y no he hallado oficio ni empleo como no hacer nada.

Y calóse dentro. Venía encaminándose a ella un otro gran personaje, con numerosa comitiva de lacayos y gentiles hombres, a toda prisa de su antojo, sin poderle detener ni los ruegos de sus más fieles criados ni los consejos de sus amigos. Salióle al paso el Honroso y díjole:

—Señor excelentísimo, serenísimo (sea lo que fuere), ¿cómo hace esto vuestra excelencia, pudiendo ser un príncipe famoso, el héroe de su casa, el aplauso de su siglo, obrando cosas memorables y hazañosas, llenando su familia de blasones? ¿Por qué se quiere sepultar en vida?

—Quitaos de ahí —le respondió—, que no quiero nada ni se me da nada de todo, mas quiero hacer mi gusto y gozar de mi regalo. ¿Yo, cansarme? ¿Yo, molerme? ¡Bueno, por mi vida! Nada, nada de eso.

Y diciendo y no haciendo, metióse dentro a nunca más ser nombrado. Tras éste venía un mozo galancete, más estirado de calzas que de hombros, y con tanta resolución como disolución se fue a meter allá. Gritóle el Honroso diciendo:

—¡Señor don Fulano! (una palabra de una obra), pues ¿cómo un hijo de un tan gran padre, que llenó el mundo de sus heroicos aplausos, que floreció tanto en su siglo, así se quiere marchitar y sepultarse en el ocio y en el vicio?

Mas él, atrepellando con todo:

—No me enfadéis —le dijo—, no me deis consejos. Obraron tanto mis antepasados que no me dejaron que hacer. No se me da nada de no ser algo.

Y lanzóse allá a no ser nunca visto ni oído. Desta suerte, y tan sin dicha, entraban unos y otros, estos y aquellos, que se despoblaba el mundo, y nunca se llenaba la infeliz sima de las honras y de las haciendas. Entraban caballeros, títulos, señores y aun príncipes. Y admirados de ver uno muy poderoso, le dijeron:

—¿Y vos, señor, también venís a parar acá?

—No vengo —respondió él—, sino que me traen.

—A fe que no es buena excusa.

Entraban hombres de valor a valer nada, floridos ingenios a marchitarse, hombres de prendas a nunca desempeñarse. Pasaban del holgarse y del entretenerse a no ser estimados, y del prado a la Cueva de la Nada, condenados a olvido sempiterno. Tenía ya el un pie en el umbral de la cueva un cierto personaje que parecía de importancia, cuando llegó un otro de barbas tan agrias como su condición que parecía persona de gobierno, y tirándole de la capa, le dio un recado de parte de su gran dueño, ofreciéndole una embajada de las de primera clase y que otros muchos la pretendían, mas él haciendo burla no la quiso acetar, diciendo:

—Yo renuncio todos los cargos con las cargas.

Volvióle a hacer instancia tomase un bastón de general, y él:

—¡Quita allá!, que no quiero nada, sino a mí mismo y todo entero.

—¡Siquiera un virreinato!

—Nada, nada, déjenme estar en mis gustos y mis gastos.

Y quedóse muy casado con su nada.

—¡Válgate por Cueva de la Nada —decía Critilo—, y lo que te sorbes y te tragas! Estaban dos ruincillos, que nos les dieran del pie, arrojando a puntillazos allá dentro a muchos hombres grandes, gentes sin cuento por no ser de cuenta, sin darse manos de echar por no tenerlas.

—¡Allá van —decían—, noblezas, hermosuras, gallardías, floridos años, bizarrías, galas, banquetes, paseos, saraos, entretenimientos, al covachón de la Nada!

—¿Hay tal monstruosidad? —se lastimaba Critilo—. ¿Y quién es esta vil canalla?

—Aquél es el Ocio y este otro es el Vicio, camaradas inseparables.

Oyeron que estaba un ayo ponderándole a un hijo segundo de una de las mayores casas del reino:

—Mirad, señor, que podéis ser mucho.

—¿Cómo?

—Queriendo.

—¡Eh, que nací tarde!

—Adelantaos con la industria y con el mérito, recompensando con el valor el poco favor de la fortuna, que ése fue el atajo de el Gran Capitán y algunos otros que se aventajaron a sus venturosos mayorazgos. Pudiendo ser un león en la campaña, ¿queréis ser un lechón en el cenagal de la torpeza? Oíd cómo os llaman los bélicos clarines a emplear las trompas de la fama. Cerrad los oídos a las cómicas sirenas, que os quieren echar a pique de valer nada. Mas él, haciendo chanza de las hazañas, respondía:

—¿Yo, balas? ¿Yo, asaltos? ¿Yo, campañas, pudiéndome andar del paseo al juego, de la comedía al sarao? De eso me guardaré yo muy bien.

—Mirad que valdréis nada.

—Que no se me da nada.

Y así fue, que tampoco se le dio nada y alcanzó nada. A quien se le logró la diligencia fue al Honroso, que viendo que un padre verdadero y muy prudente enviaba un hijo suyo, mozo de buenas esperanzas, a la Universidad de Salamanca para que por el atajo de las letras (que de verdad lo es, así como rodeo el de las armas) llegase a conseguir un gran puesto, él en vez de ir a cursar, echó por el divertimiento y se encaminaba al paradero ordinario de valer nada; compasivo el Honroso de ver perderse tan voluntariamente un tan buen ingenio, llegóse a él y díjole:

—Señor legista, qué mal parecer habéis tomado, pudiendo estudiar, y velando lucir, y pretendiendo un colegio mayor pasar a una Chancillería y a un Consejo real, que no hay más seguro pasadizo que una beca. Olvidando todo esto, queréis malograr el precioso tiempo, hundir la hacienda y frustrar las esperanzas de vuestros padres. ¡Cierto que habéis tomado mal consejo!

Valióle este aviso, y aun desengaño, que importa mucho el tener buen entendimiento para abrazar la verdad. Y aseguran que, velando y valiendo, de grada en grada llegó a una presidencia, honrando su casa y su patria. Pero fue éste la fénix entre muchos patos, que lo común es trocar el libro por la baraja, el teatro literario por el cómico corral, y el vade por la guitarra, con que el Derecho anda tuerto y aun a ciegas, el Digesto mal digerido, yendo a parar en la Cueva de la Nada, no siendo ni valiendo nada.

—Señores —ponderaba Critilo—, que un hombre común, un plebeyo, trate de entrarse en esta cueva vulgar, pase, no me admiro, que de verdad les cuesta mucho el llegar a valer algo, estáles muy cara la reputación, cuéstales mucho la fama. Pero los hombres de mucha naturaleza, los de buena sangre, los de ilustres casas, que por poco que se ayuden han de venir a valer mucho, y dándoles todos la mano han de venir a tener mano en todo, que ésos se quieran enviciar y anonadar y sepultarse vivos en el covachón de la Nada, cierto que es lastimosa infelicidad. Si los otros pelean con balas de plomo, el noble con balas de oro; las letras, que en los demás son plata, en los nobles son oro, y en los señores piedras preciosas. ¡Oh cuántos, por no cansarse media docena de cursos, anduvieron corridos toda la vida! Por no lograr breve tiempo de trabajo, perdieron siglos de fama.

Pero entre muchos de aquellos viles ministros, sepultureros del vicio, vieron que andaba muy atareada una bellísima hembra, convirtiendo en azar, con manos de jazmín, cuanto tocaba; teníalas de nieve, pues todo lo elevan, tanto que, en tocando el mayor hombre, el más prudente, el más sabio, le convertía en estatua de pórfido u de mármol frío. Y no paraba un punto ni un momento de arrojar gente en aquella funesta sima del desprecio; ni era menester traerlos con sogas ni con maromas, que sólo un cabello bastaba, Pero ¿qué mucho, si los llevaba cuesta a bajo? Hacía mayor estrago cuanto mayor prodigio era de belleza.

—¿Quién es ésta? —preguntó Andrenio— que lleva traza de despoblar el mundo?

—¿Es posible que no la conoces? —respondió su gran contrario el Honroso—. ¿Ahora estamos en eso? Ésta es mi mayor antagonista, la misma deidad de Chipre, si no en persona, en sirena; en cuerpo, que no en espíritu. Huid de ella, que no hay otro remedio; que si eso hubiera hecho aquel príncipe que tiene asido con mano de nieve y garra de neblí, no hubiera tan presto descaecido de héroe, que ya andaba en ese predicamento y muy adelante.

—¡Oh qué lástima —se lamentaba Critilo— que al más empinado cedro, al más copado árbol, al que sobre todos se descollaba, se le fuese apegando esta inútil hiedra, más infructífera cuanto más lozana! Cuando parece que le enlaza, entonces le aprisiona, cuando le adorna le marchita, cuando le presta la pompa de sus hojas le despoja de sus frutos, hasta que de todo punto le desnuda, le seca, le chupa la sustancia, le priva de la vida y le aniquila: ¿qué más? ¡Y a cuántos volviste vanos, cuántos linces cegaste, cuántas águilas abatiste, a cuántos ufanos pavones hiciste abatir la rueda de su más bizarra ostentación! ¡Oh, a cuántos que comenzaban con bravos aceros ablandaste los pechos! Tú eres, al fin, la aniquiladora común de sabios, santos y valerosos.

A otro lado de la cueva vieron un raro monstruo con visos de persona, haciendo a todo muy mala cara. Tenía extrañas fuerzas, pues asiendo con solos dos dedos, como haciendo asco, algunos suntuosos edificios, los arrojaba al centro de la nada.

—¡Allá va —decía— ese dorado palacio de Nerón, esas termas de Domiciano, esos jardines de Heliogábalo, porque todos valieron nada y sirvieron de nada! No así los castillos fuertes, las incontrastables ciudadelas que erigieron los valerosos príncipes para llaves de sus reinos y freno de los contrarios; no los famosos templos que eternizaron los piadosos monarcas, las dos mil iglesias que dedicó a la Madre de Dios el rey don Jaime.

—¡Allá van —decía— esos serrallos de Amurates, ese alcázar de Sardanápalo!

Pero lo que mayor novedad les hizo fue verle asir las obras del ingenio y con notable desprecio vérselas arrojar allá. Hízole duelo a Critilo verle asir de un libro muy dorado y que amagaba sepultarle en el eterno olvido, y rogóle no lo hiciese. Mas él, haciendo burla, le dijo:

—¡Eh, vaya allá, pues entre mucha adulación no tiene rastro de verdad ni de sustancia!

—Basta —replicó Critilo— que el dueño de que habla y a quien lo dedica le hará inmortal.

—No podrá —respondió él—, que no hay cosa que más presto caiga que la mentirosa lisonja que no tiene fundamento; antes solicita enfado.

Echóle allá, y tras él otros muchos libros, voceando:

—¡Allá van esas novelas frías, sueños de ingenios enfermos, esas comedias silbadas, llenas de impropiedades y faltas de verisimilitud!

Apartó unas, y dijo:

—Éstas no, resérvense para inmortales por su mucha propiedad y donoso gracejo.

Miró el título Critilo, creyendo fuesen las de Terencio, y leyó: Parte Primera de Moreto.

—Éste es —le dijo— el Terencio de España. ¡Allá van —decía— esos autores italianos!

Reparó Critilo, y díjole:

—¿Qué haces? Que se escandalizará el mundo, pues están hoy en tanta reputación las plumas italianas, como las espadas españolas.

—¡Eh! —dijo—, que muchos de estos italianos, debajo de rumbosos títulos, no meten realidad ni sustancia; los más pecan de flojos, no tienen pimienta en lo que escriben, ni han hecho otros muchos de ellos que echar a perder buenos títulos, como el autor de la Plaza universal: prometen mucho y dejan burlado al letor, y más si es español.

Alargó la mano hacia otro estante y comenzó con harto desdén a arrojar libros. Leyó los títulos Critilo y advirtió eran españoles, de que se maravilló no poco, y más cuando conoció eran historiadores, y sin poder contenerse le dijo:

—¿Por qué desprecias esos escritos llenos de inmortales hazañas?

—Y aun ésa es la desdicha —le respondió—, que no corresponde lo que éstos escriben a lo que aquéllos obran. Asegúrote que no ha habido más hechos ni más heroicos que los que han obrado los españoles, pero ningunos más mal escritos por los mismos españoles. Las más destas historias son como tocino gordo, que a dos bocados empalagan. No escriben con la profundidad y garbo político que los historiadores italianos, un Guiciardino, Bentivollo, Catarino de Ávila, el Siri y el Virago en sus Mercurios, secuaces todos de Tácito. Creedme que no han tenido genio en la historia, así como ni los franceses en la poesía. Con todo, de algunos reservaba algunas hojas; mas a otros, todos enteros y aun sin desatarlos, los tiraba de revés hacia la nada, y decía:

—¡Nada valen, nada!

Pero notó Critilo que por maravilla desechaba obra alguna de autor portugués.

—Éstos —decía— han sido grandes ingenios, todos son cuerpos con alma.

Alteróse mucho Critilo al verle alargar la mano hacia algunos teólogos, así escolásticos como morales y expositivos, y respondióle a su reparo:

—Mira, los más de éstos ya no hacen otro que trasladar y volver a repetir lo que ya estaba dicho. Tienen bravo cacoetes de estampar y es muy poco lo que añaden de nuevo; poco o nada inventan.

De solos comentarios sobre la primera parte de Santo Tomás le vio echar media docena, y decía:

—¡Andad allá!

—¿Qué decís?

—Lo dicho: y no haréis lo hecho. Allá van esos expositivos, secos como esparto, que tejen lo que ha mil años que se estampó.

De los legistas arrojaba librerías enteras, y añadió que si le dejaran, los quemara todos, fuera de unos cuantos. De los médicos echaba sin distinción, porque aseguraba que ni tienen modo ni concierto en el escribir.

—Mirad —decía— qué tanto, que aún no saben disponer un índice, y esto habiendo tenido un tan prodigioso maestro como Galeno.

Entre tanto que esto le pasaba a Critilo, fuese acercando Andrenio al boquerón de la cueva y puso el pie en el deslizadero de su umbral. Mas al punto arremetió a él el Honroso, diciéndole:

—¿Dónde vas? ¿Es posible que tú también te tientas de ser nada?

—Déjame —le respondió—, que no quiero entrar, sino ver desde aquí lo que por allá pasa.

Riólo mucho el Honroso y díjole:

—¿Qué has de ver, si todo en entrando allá es nada?

—Oiré siquiera. —Menos, porque las cosas que una vez entran, nunca más son vistas ni oídas.

—Llamaré alguno.

—¿De qué suerte?, que ninguno tiene nombre. Y si no, dime, del infinito número de gentes que en tantos siglos han pasado, ¿qué ha quedado de ellos? Ni aun la memoria de que fueron, ni que hubo tales hombres. Solos son nombrados los que fueron eminentes en armas o en letras, gobierno y santidad. Y porque lo consideremos más de cerca, dime, ¿en este nuestro siglo, entre tantos millares como hoy embarazan la redondez de la tierra en tantas provincias y reinos, quiénes son nombrados? Media docena de hombres valerosos, aun no otros tantos sabios; no se habla sino de dos o tres reyes, un par de reinas, de un santo padre que resucita los Leones y Gregorios. Todo lo demás es número, es broma, no sirven sino de consumir los víveres y, aumentar la cuantidad, que no la calidad. Pero ¿qué estás mirando con mayor ahínco, cuando ves nada?

—Miro —dijo— que aún hay menos que nada en el mundo. Dime por tu vida, ¿quién son aquellos que están arrinconados aun en la misma nada?

—¡Oh —le respondió— mucho hay que decir de esa nada! Ésos son…

Pero dejémoslos, si te parece, para la siguiente crisi.