El Discreto/Realce X
Realce X
Hombre de buena elección
[editar]Encomio
Todo el saber humano (si, en opinión de Sócrates, hay quien sepa)[1] se reduce hoy al acierto de una sabia elección. Poco o nada se inventa, y en lo que más importa se ha de tener por sospechosa cualquiera novedad.
Estamos ya a los fines de los siglos. Allá en la Edad de Oro se inventaba, añadiose después; ya todo es repetir. Vense adelantadas todas las cosas de modo que ya no queda qué hacer, sino elegir. Vívese de elección, uno de los más importantes favores de la naturaleza, comunicado a pocos, porque la singularidad y la excelencia doblen el aprecio.
De aquí es que vemos cada día hombres de ingenio sutil, de juicio acre,[2] estudiosos y noticiosos también, que, en llegando a la elección, se pierden. Escogen siempre lo peor, páganse de lo menos acertado, gustan de lo menos plausible, con nota de los juiciosos y desprecio de los demás. Todo les sale infelizmente, y no sólo no consiguen aplauso, pero ni aun agrado. Jamás hicieron cosa insigne, y todo ello por faltarles el grande don del saber elegir; de suerte que no bastan ni el estudio ni el ingenio donde falta la elección.
Es trascendental su importancia, porque no sea menos su extensión que su intensión.[3] Solicitan su voto todos los empleos, y los mayores con afectación; porque ella es el complemento de la perfección, origen del acierto, sello de la felicidad, y donde ella falta, aunque sobre el artificio, el trabajo y las cosas, todo se desluce y todo se malogra.
Ninguno conseguirá jamás el crédito de consumado en cualquier empleo sin el realce de un plausible gusto. Solo el realce en elegir pudo hacer célebres a muchos reyes eminentes en sus elecciones, así de empresas como de ministros; que un yerro en las llaves de la razón de estado basta a perderlo todo con descrédito, y un acierto a ganarlo todo con inmortal reputación. Erraron unos en el delecto[4] de los asuntos, y otros en el de los instrumentos, destruyendo todos con tan fatales yerros[5] el preciosísimo oro de sus coronas.
Hay algunos empleos que su principal ejercicio consiste en el elegir, y en éstos es mayor la dependencia de su dirección. Como son todos aquellos que tienen por asunto el enseñar agradando. Prefiera, pues, el orador los argumentos más plausibles y más graves; atienda el historiador a la dulzura y al provecho; case el filósofo lo especioso con lo sentencioso, y atiendan todos al gusto ajeno universal, que es la norma del elegir, y tal vez se ha de preferir al crítico y singular, o propio o extraño. Porque, en un convite, más querría dar gusto a los convidados que a los sazonadores, dijo el más sabroso de nuestra patria y de la elección.[6] ¿Qué importa que sean muy al gusto del orador las cosas si no lo son al del auditorio para quien se sazonan? Preferirá aquel una sutileza y aplaudirá este a una semejanza, o al contrario.
En las vulgares artes tiene también lugar; a proporción, vimos ya dos eminentes artífices que se compitieron la fama; el uno por lo delicado y primoroso, tanto, que parecía cada una de sus obras de por sí el último esfuerzo del artificio, y todas juntas no satisfacían. Al contrario, el otro jamás pudo acabar cosa con última delicadeza ni llevarla a la total perfección; con todo eso tuvo este el realce de la elección tan en su punto, que se alzó con el aplauso universal.[7]
Nace, en primer lugar, del gusto propio, si es bueno, calificado con la prueba, con que se asegura el ajeno, que es ventaja poder hacer norma de él y no depender de los extraños. Con esto se puede uno confiar que lo que le agrada a él en los otros también les agradará a ellos en él. Efecto es de su sazón el buen delecto, todo sale bien de ella, que es la mayor felicidad, y si algo se acertó en falta suya fue más contingencia que seguridad.
Al contrario, un mal gusto todo lo desazona, y las mismas cosas excelentes por su perfección, las malogra por su mala disposición; y haylos tan exóticos, que siempre escogen lo peor, que parece que hacen estudio en el errar; el peor discurso guardan para la mejor ocasión, y en la mayor expectación salen con la mayor impertinencia, casándose siempre con su necedad.
Extremada elección la de la abeja, y qué mal gusto el de una mosca, pues en un mismo jardín solicita aquella la fragancia y esta la hediondez.
Lo peor es que estos tales enfermos de gusto, o por ignorancia, o por capricho, lisiados de juicio, añadiendo el segundo al primer desacierto, que es más célebre, querrían pegar su mal a todos los demás; pretenden que su paradojo voto sea norma de los otros, y aun se admiran de que su desabrimiento no les sea sainete,[8] y apetito su frialdad, desacertadores en todo.
Hállanse otros que tienen destemplado el gusto en unas cosas y en otras muy en su punto, pero lo ordinario es que el que tiene depravada la raíz lleve desazonado todo el fruto.
Supone, demás de lo extremado del gusto, una adecuada comprensión de todas las circunstancias que se requieren para el acierto individual. Su primera atención es a la ocasión, que es la primera regla del acertar. No se paga en las cosas de la eminencia a solas, sino de la conveniencia también; que tal vez lo más excelente fue lo menos a propósito para la sazón, si bien cuando concurren en los medios lo realzado del ser y lo sazonado de la conveniencia concluyen felicidad. Regúlase con el tiempo, atiende al puesto, hace distinción de personas, y ajústase adecuadamente a la ocasión, con que viene a ser perfectísimo el delecto.
Es la pasión enemiga declarada de la cordura, y, por el consiguiente, de la elección; nunca atiende a la conveniencia, sino a su afecto; y estima más salir con su antojo que con el acierto. Todos sus favorecidos son buenos, no más de porque lo desea, no porque en la realidad lo son; y afecta el engañarse voluntariamente, y así, todo mal intencionado sale peor ejecutado.
Los asuntos de la elección son muchos y sublimes. Elígense, en primer lugar los empleos y los estados, delecto de toda una vida, donde se acierta o se yerra para siempre, que es un echarse a cuestas una irremediable infelicidad. El mal es que las resoluciones más importantes se toman en la primera edad, destituida de ciencia y experiencia, cuando aún no fueran bastantes la mayor prudencia y la más sazonada madurez.
Ni es el menor empeño el escoger los amigos, que han de ser de elección y no de acaso; acción muy de la prudencia, y en los más de la contingencia. Elígense también los familiares,[9] que son ayudantes del vivir, y las más veces enemigos no escusados.
Mas si en los hijos tuviera lugar el delecto fuera la primera de las dichas. De ello hay tales caprichos en el mundo que eligieran los peores, y así, favor fue de la naturaleza el prevenirlos, pues aun los que le dio el cielo buenos, ellos, o con su ejemplo o con su descuido, vienen a hacerlos malos. Que son muchos los que malogran favores de la naturaleza y de la fortuna.
No hay perfección donde no hay elección. Dos ventajas incluye: el poder elegir y elegir bien. Donde no hay delecto es un tomar a ciegas lo que el acaso o la necesidad ofrecen. Pero al que le faltare el acierto búsquelo en el consejo o en el ejemplo, que se ha de saber o se ha de oír a los que saben para acertar.