El Discreto/Realce XX
Realce XX
Contra la hazañería
[editar]Sátira
¡Oh, gran maestro aquel que comenzaba a enseñar desenseñando! Su primera lección era de ignorar, que no importa menos que el saber. Encargaba, pues, Antístenes a sus tirones desaprender siniestros para mejor después aprender aciertos.[1]
Grande asunto es el conseguir singulares prendas, pero mayor es el huir vulgares defectos, porque uno solo basta a eclipsarlas todas, y todas juntas no bastan a desmentirlo solo. Por una pequeña travesura de una facción fue condenado todo un rostro a no parecer, y toda la belleza de las demás no es bastante a absolverle de feo.
Los defectos, que por descarados son más conocidos, fácilmente los declina cualquier medianamente discreto, pero hay algunos tan disimulados, por revestidos de capa de perfección, que pretenden pasar plaza de realces, especialmente cuando se ven autorizados.
Uno de estos es la hazañería, que aspira, no a excelencia comoquiera,[2] sino de las muy plausibles, y halla favor para ello en grandes personajes, injiriéndose, ya en las armas, ya en las letras, hasta en la misma virtud; y aun se roza con casi héroes, pero verdaderamente no lo son, pues con poco se llenan la boca y el estómago, no acostumbrado a grandes bocados de la fortuna.[3]
Hacen muy del hacendado los que menos tienen, porque andan a caza de ocasiones y las exageran; ya que las cosas valen menos que nada, ellos las encarecen. Todo lo hacen misterio con ponderación, y de cualquier poquedad hacen asombro. Todas sus cosas son las primeras del mundo y todas sus acciones, hazañas; su vida toda es portentos, y sus sucesos, milagros de la fortuna y asuntos de la fama. No hay cosa en ellos ordinaria; todas son singularidades del valor, del saber y de la dicha. Camaleones del aplauso, dando a todos hartazgos de risa.
Fue necio siempre todo desvanecimiento, mas la jactancia es intolerable. Los varones cuerdos aspiran antes a ser grandes que a parecerlo. Estos se contentan con sola la apariencia, y así en ellos no es argumento de sublimidad el querer parecer, antes bien, de una verdadera poquedad, que cualquiera cosa les pareció mucho.
Nace la hazañería de una desvanecida poquedad y de una abatida hinchazón, que no todos los ridículos andantes salieron de La Mancha, antes entraron en la de su descrédito.[4] Parecen increíbles tales hombres, pero los hay de verdad, y tantos, que tropezamos con ellos y les oímos cada día sus ridículas proezas, aunque más la quisiéramos huir; porque si fue enfadosa siempre la soberbia, aquí reída, y por donde buscan los más la estimación topan con el desprecio; cuando se presumen admirados, se hallan reídos de todos.
No nace de alteza de ánimo, sino de vileza de corazón, pues no aspiran a la verdadera honra, sino a la aparente; no a las verdaderas hazañas, sino a la hazañería. De esta suerte hay algunos que no son soldados, pero lo desean ser, y lo afectan y lo procuran parecer. Buscan las ocasiones, y cualquiera niñería que se les ofrezca la celebran; y meten más máquina en una antojada aventura que el belicoso y afortunado Marqués de Torrecusa en un romper las trincheras de Fuenterrabía, en un socorrer a Perpiñán y desbaratar campalmente tantas veces los bravos y numerosos ejércitos de Francia.[5]
Muéstranse otros muy ministros, afectando celo y ocupación, grandes hombres de hacer siempre negocio del no negocio.[6] No hay chico pleito para ellos; de las motas levantan polvaredas, y de pocas cosas mucho ruido; véndense muy ocupados, hambreando reposo y tiempo. Hablan de misterio: en cada ademán o gesto encierran una profundidad entre exclamaciones y reticencias, de suerte que llevan más máquina que el artificio de Juanelo, de igual ruido y poco provecho.[7]
Andan otros mendigando hazañas, hormiguillas del honor; que con un solo grano, que a veces, más será paja, van más afanados y satisfechos que las valientes pías que tiran el plaustro de Ceres, el carro del lucimiento;[8] y es muy de gallinas cacarear todo un día y al cabo poner un huevo. Andan de parto, soberbios e hinchados montes, y abortan después un ridículo ratón.[9]
Gran diferencia hay de los hazañosos a los hazañeros, y aun oposición, porque aquellos, cuanto mayor es su eminencia, la afectan menos; conténtanse con el hacer y dejan para otros el decir, que, cuando no, las mismas cosas hablan harto. Que si un César se comentó a sí mismo, excedió su modestia a su valor; no fue afectar[10] la alabanza, sino la verdad.[11] Aquellos dan las hazañas, estos las venden y aun las encarecen, inventando trazas para ostentarlas. Un acierto mecánico, después de mil yerros civiles[12] y aun criminales, lo blasonan, lo pregonan, y, no hallando hartas plumas en las de la fama, alquilan plumas de oro, para que escriban lodo, con asco de la cordura.
Pero que estos desvanecidos hagan hazañería de su nada, excusa tienen en su pasión, que al fin ella y su necedad, todo se cae en casa;[13] pero que un gran necio de estos haga tantos y mayores, dándoles a beber hasta hartar con sus disparates, y que estos idólatras de ignorancia veneren sus desatinos, es una inexcusable vulgarísima poquedad. No digo ya de los que, políticos, violentados de la dependencia, no les entra de los dientes adentro la ignorancia, así como les sale de solos los dientes afuera la afectada alabanza, porque estos son lisonjeros de malicia, y como no procede de engaño, quedan absueltos de ignorancia, condenados a adulación. Pero que haya necios en causa y provecho de otro, es caerse la necedad en casa propia y la vanidad en la ajena.
No fueron triunfos los de Domiciano, sino hazañerías;[14] de lo que no hicieran reparo un César, un Augusto, hacían aplauso Calígula y Nerón; triunfaban tal vez por haber muerto un jabalí, que no era triunfo, sino porquería.[15]
Las plumas de la fama no son de oro, porque no se alquilan; pero resuenan más que la sonora plata. No tienen precio, pero le dan a los méritos de aplausos.