El Discreto/Realce XXII
Realce XXII
Carta al doctor don Bartolomé de Morlanes,[2] capellán del Rey Nuestro Señor en la santa iglesia de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza
Por este gran precepto, señor mío, mereció Cleóbulo[3] ser el primero de los sabios; luego él será el primero de los preceptos. Mas si el enseñarlo basta a dar renombre de sabio, y el primero, ¿qué le quedará para el que lo observa? Que el saber las cosas y no obrarlas, no es ser filósofo, sino gramático.
Tanto se requiere en las cosas la circunstancia como la substancia; antes bien, lo primero con que topamos no son las esencias de las cosas sino las apariencias. Por lo exterior se viene en conocimiento de lo interior, y por la corteza del trato sacamos el fruto del caudal,[4] que aun a la persona que no conocemos, por el porte la juzgamos.
Es el modo una de las prendas del mérito, y que cae debajo de la atención; puédese adquirir, y por eso la falta de ella es inexcusable, bien que en algunos tiene principio del buen natural, pero su complemento da la industria. En otros toda es del arte, que puede el cuidado de esta suplir los olvidos de aquella, y aun mejorarlos; pero cuando se juntan hacen un sujeto agradable con igual facilidad y felicidad.
Es también de las bellezas trascendentales a todas las acciones y empleos. Fuerte es la verdad, valiente la razón, poderosa la justicia; pero sin un buen modo todo se desluce, así como con él todo se adelanta. Cualquiera falta suple, aun las de la razón; los mismos yerros dora,[5] las fealdades afeita,[6] desmiente los desaires y todo lo disimula.
¡Qué de materias graves e importantes se gastaron por un mal modo, y qué de ellas, ya desahuciadas, se mejoraron y concluyeron por el bueno!
No basta el grande celo en un ministro, el valor en un caudillo, el saber en un docto, la potencia en un príncipe, si no lo acompaña todo esta importantísima formalidad.
Es político adorno de los cetros, esmalte de las coronas; antes bien, en ningún otro empleo es más urgente que en el mandar. Obliga mucho, que los superiores más recaban humanos que despóticos. Ver en un príncipe que, cediendo a la superioridad, se vale de la humanidad, obliga doblado.[7] Primero se ha de reinar en las voluntades y después en la posibilidad. Concilia la gracia de las gentes y aun el aplauso, si no por naturaleza, por arte, que el que lo admira no mira si es propio o si es postizo, gózalo con aclamación.
Es tan útil como acepto.[8] Cosas hay que valen poco por su ser y se estiman por su modo. Pudo dar novedad a lo pasado y ayudarle a volver, y aun tener vez. Si las circunstancias son a lo plático,[9] desmienten lo cansado de lo viejo. Siempre va el gusto adelante, nunca vuelve atrás; no se ceba en lo que ya pasó, siempre pica en la novedad, pero puédesele engañar con lo flamante del modillo. Remózanse las cosas con las circunstancias y desmiéntese el asco de lo rancio y el enfado de lo repetido, que suele ser intolerable y más en imitaciones, que nunca pueden llegar ni a la sublimidad ni a la novedad de primero.
Vese esto más en los empleos del ingenio, que, aunque sean las cosas muy sabidas, si el modo del decirlas en el retórico y del escribirlas en el historiador fuere nuevo, las hace apetecibles.
Cuando las cosas son selectas no cansa el repetirlas hasta siete veces, pero, aunque no enfadan, no admiran, y es menester guisarlas[10] de otra manera para que soliciten la atención; es lisonjera la novedad, hechiza el gusto, y con sólo variar de sainete[11] se renuevan los objetos, que es gran arte de agradar.
¡Cuántas cosas muy vulgares y ordinarias las pudo realzar a nuevas y excelentes, y las vendió a precio de gusto y de admiración! Y, al contrario, por escogidas que sean, sin este sainete no pican el gusto ni consiguen el agrado.
Préciase de discreto y lo es. Las mismas cosas dirá uno que otro, y con las mismas lisonjeará este y ofenderá aquel. Tanta diferencia e importancia puede caber en el cómo, y tanto recaba un buen término y desazona el malo; y si la falta de él es tan notable, ¿qué será un modo positivamente malo y afectadamente desapacible, y más en personas de empleo universal? Y vimos en muchos, y aun censuramos, que la afectación, la soberbia, la sequedad, la grosería, la insufribilidad y otras monstruosidades paralelas los hicieron inaccesibles. «Pequeño desmán es», ponderaba un sabio, «el sobrecejo en ti, y basta a desazonar toda la vida».[12] Al contrario, el agrado del semblante promete el del ánimo, y la hermosura afianza la suavidad de la condición.
Sobre todo se precia de dorar el no, de suerte que se estime más que un sí desazonado; azucara con tanta destreza las verdades, que pasan plaza de lisonjas, y tal vez, cuando parece que lisonjea, desengaña, diciéndole a uno, no lo que es, sino lo que ha de ser.
Él es único refugio de cuantos les falta el natural, que entonces se socorren del modo, y alcanzan más con el cuidado que otros con la natural perfección. Suple faltas esenciales, y con ventajas, en todos los superiores e ínfimos empleos. Lo bueno es que no se puede definir, porque no se sabe en qué consiste; o si no, digamos que son todas las Tres Gracias[13] juntas en un compuesto de toda perfección.
Y porque no apelemos siempre de prodigios a la antigüedad, ni mendiguemos lo heroico de lo pasado, veneró moderna la admiración y celebró el universal aplauso en su punto, digo en su extremo, esta galante prenda en la católica, en la heroica y también grande, la reina nuestra señora, doña Isabel de Borbón,[14] aquella que, no ya prosiguió, sino que adelantó la gloria del renombre y la felicidad de los aciertos de las Isabeles Católicas de España. Entre singulares muchos coronados realces, sobreostentaba un tan bizarro modo, un tan soberano agrado, que, de robar los corazones de sus vasallos, llegó a hechizar los afectos; más recababa una humanidad suya que toda una real divinidad. Obró mucho en poco tiempo, vivió plausible, murió llorada. Envidiáronla, o la muerte el alzarse con el mundo, o el cielo lo ángel y lo santo. Arrebatáronla entrambos a nuestra mejorada dicha, consiguiendo acá el renombre de deseada, que es el primero en las reinas, y allá, la gloria, que es la última felicidad.