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El Grande Oriente/V

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V

El amigo de Vinuesa cayendo en el sillón, se oprimió con ambas manos la desnuda calva.

-Se me ha partido el alma... -exclamó sordamente-. Parece que me han arrancado la última raíz de la vida... ¡Yo me muero!... ¡Pobre hija mía!...

Solita corrió hacia él. Hija y padre se unieron en estrecho abrazo.

-Ya no hay remedio -dijo el segundo con amargura.

Los golpes se repetían con más fuerza. Salvador, agitado por violenta cólera y despecho, se golpeaba la frente con el puño. En algunos momentos se sentía impulsado a una resolución desesperada; pero tenía demasiado buen sentido para no refrenarse al punto.

-No hay remedio -dijo Gil de la Cuadra con acento solemne-. Hija mía, oye lo que voy a decirte. ¿Ves este hombre?...

Solita fijó en Monsalud sus ojos llenos de lágrimas.

-Salve usted a mi padre -gritó-. Discurra usted algún medio para ocultarle, para sacarle de la casa sin que esos malditos le vean.

El tétrico silencio del joven indicó claramente que no podía discurrir medio alguno que no fuese una locura.

-No puede ser, no puede ser -dijo el anciano-. ¿Ves este hombre? Es el único que puede hacer algo por mí, por nosotros. Mientras vivamos separados, recuérdale un día y otro que tu padre está en la cárcel. Se me figura... se me figura que será un buen hermano para ti.

Los golpes redoblaron. Parecía que cien puños de hierro martillaban la puerta, y la campanilla sin cesar movida, cayó de su sitio.

-Es preciso abrir al instante -manifestó con vivísima agitación Gil de la Cuadra-. Una palabra más, amigo mío, hija de mi alma. Mientras viene de Asturias tu primo Anatolio, que ha de ser, amén de tu marido, tu único amparo después que yo falte, te dejo encomendada a este buen amigo. Él será tu padre y tu hermano. Sr. Monsalud, si acepta usted el encargo, me voy más tranquilo a la cárcel, y de allí...

-Acepto -dijo con grave acento el joven-. Solita será mi hermana. Además juro por todos los santos y por Dios, que es mi padre, que le he de sacar a usted de la cárcel a donde va esta noche.

Los tres se abrazaron sin añadir una palabra más. En el mismo instante, despedazada la puerta de la casa, entró en la estancia un hombre brutal y grosero, uno de estos que no creen representar bien a la autoridad si no la hacen antipática y aborrecible.

-¿Quién es aquí el bribón de Gil de la Cuadra? -dijo mirando alternativamente al joven y al anciano-. ¡Ah! Conozco al mozo, que es Monsalud... Supongo que Cuadra será el vejete... Véngase usted conmigo a la cárcel de Villa... no, a la de la Corona, porque en aquélla no cabe más gente.

-El señor es Gil de la Cuadra -dijo Salvador-. Por el bribón no preguntes, que aquí no hay otro que tú.

Dos, tres, cuatro individuos no menos simpáticos que su lindo jefe, penetraron en la estancia.

-¿Y a esta tortolilla, la llevamos también? -preguntó uno, atreviéndose a poner la mano en el hombro de la joven.

-Para preguntar una estupidez -repuso Monsalud, rechazándole violentamente- no se necesita dar coces.

-Juan Violín, no seas bruto -gruñó el jefe-. Deja a esa señorita y alcánzame las esposas.

Gil de la Cuadra al ver que le iban a atar las manos huyó despavorido a la pieza inmediata. Siguiéronle todos. Rogole Salvador que se sosegase, no haciendo resistencia a sus bárbaros aprehensores, y cedió al fin el anciano, y ofreció sus manos a las argollas de hierro. Abrazole estrechamente Solita, diciendo con lastimeros ayes y lamentos que no se apartaría de él, y fue necesario separarla. En la sala, Gil de la Cuadra agobiado por la amarga pena, exánime y aturdido, cayó al suelo. Los polizontes tiraron de él como se tira de un perro que se detiene a hociquear en el suelo. Ayudole Salvador a levantarse y salieron de la casa.

Cuando bajaban la escalera, D. Patricio y su hijo salieron a ver la tristísima comitiva, y Fermina Monsalud quiso que Soledad entrase desde luego en su casa. Detuviéronla todos, procurando consolarla; pero ella insistió en bajar, y luchando con todas sus fuerzas, que no eran muchas, procuraba desasirse de los brazos de Sarmiento y Doña Fermina.

-Le soltarán pronto... No llore usted, niña -le decía el preceptor-. Este Gobierno es como Dios lo ha hecho... no persigue más que a los liberales... ¿Con que el señor Gil de la Cuadra era la mano derecha de Don Matías Vinuesa?...

Soledad bajó rápidamente, y tras ella Sarmiento. En la calle arrojose otra vez la joven en brazos de su padre, manifestando inquebrantable resolución de seguirle; pero las fuertes manos de los corchetes la separaron. Gil de la Cuadra, negándose a dar un paso en compañía de la soez cuadrilla, dejose caer en el suelo, y otra vez el egregio polizonte tiró de la soga.

-Tengo sed -dijo el anciano, respirando con ansia.

Delante de él estaba D. Patricio, con las manos a la espalda, fijando en el reo una mirada maliciosa y nada compasiva.

-Tengo sed -repitió Gil de la Cuadra.

-Sr. Sarmiento -dijo Monsalud vivamente-, en la escuela de usted hay una alcarraza con agua...

-Mire usted qué demonches de casualidad -repuso Sarmiento, sin moverse del sitio en que al anciano contemplaba-; se me ha olvidado dónde puse esta tarde la dichosa alcarraza.

-Subiré yo -dijo Soledad procurando sobreponerse a su pena.

-Subiré yo -dijo Monsalud tomándole la delantera con rapidez suma-. Aguarde usted abajo y procure calmar al pobre viejo.

Pocos instantes después, Salvador daba de beber a su amigo.

-La noche está fría -manifestó imperturbable y sin dejar su sonrisa picaresca el gran Sarmiento-, y cuando la noche está fría... y el tiempo fresco... pues no se tiene sed.

Los polizontes tiraron de la soga, acompañando su movimiento de ese chasquido de lengua que tan bien entienden los animales.

-Ánimo, amigo -le dijo Monsalud-. No olvide usted mi promesa.

Pareció que el infeliz colega de Vinuesa recibía ánimo y vida al oír estas palabras.

-¡Pobre hija mía! -exclamó, bebiéndose las lágrimas que copiosamente corrían por sus mejillas.

-Solita es mi hermana -dijo Salvador, abrazándola-. Vamos: esto debe acabarse. Se reúne gente.

Cuadra se levantó con dificultad. En su espíritu había seguramente poderoso anhelo de colocarse a la altura de su situación, sofocando la ruin pusilanimidad que le abatía.

-¡Mi hija!... ¡Mi pobre hija! -gritó, clavando los tristes ojos en el semblante de su joven vecino.

Con aquella mirada, su afligido corazón de padre dijo cuanto las circunstancias exigían que dijera.

Solita perdió el conocimiento. Sarmiento, que estaba a dos pasos de ella, la sostuvo en sus brazos.

-¿En dónde pongo esto? -murmuró festivamente.

-Subiré a Soledad a mi casa -dijo Salvador tomando en brazos a la joven como si fuese un niño-, y después, Sr. Gil, le acompañaré a usted a la prisión.

Como lo dijo lo hizo, y poco después de medianoche todo estaba terminado.