El Grande Oriente/XII

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XII

El personaje a quien los de la Acacia daban el nombre de Cicerón, vivía en una hermosa casa a la extremidad de la calle de D. Pedro, junto a las Vistillas. La Dirección de Correos, que hoy constituye una posición decente, era en aquellas calendas una verdadera mina, y ahondando en ella, el señor Campos, a pesar de su oscuridad política, había conseguido manejando cartas, y no de baraja, allegar un capitalejo que en lo sucesivo sirvió de tema de maledicencia al envidioso vulgo. Entró con pie derecho este insigne personaje en la burocracia revolucionaria por reunir los tres requisitos indispensables para medrar durante aquel período, los cuales eran: haber padecido durante el régimen absoluto, haber intervenido en la mudanza del 20 y estar afiliado en las sociedades secretas.

Vivía, pues, pacífica y cómodamente con su familia, que no era por cierto muy numerosa, pues constaba tan sólo de dos personas: su hermana doña Romualda (señora de muy poco seso en su juventud, al decir de la gente, pero que en la época de nuestra historia parecía querer apaciguar su conciencia dándose a la devoción con ardiente celo) y su sobrina Andrea, hija de Mauricio Campos, que volvió de Indias el año 12 con una regular fortuna de que no pudo disfrutar porque le sobrevino la muerte. Huérfana de padre y madre a los once años de edad, la hermosa niña quedó bajo la tutela de su tío, que no tuvo reparo en empezar su administración disipando en conspiraciones una parte de la fortuna de la pobre indianilla; y para mayor perjuicio de ésta, los frecuentes viajes de Campos la ponían bajo la inmediata protección de doña Romualda, que por aquellos días no había salido aún de la etapa de las calaveradas amorosas.

Andrea, cuya crianza en América no había sido ejemplar a causa de la temprana muerte de su madre, tuvo una escuela lamentable en la peligrosa edad del cambio de juguetes, es decir, cuando se decreta la jubilación definitiva de las muñecas y el planteamiento de los novios. Mal atendida por su tío y peor tratada por doña Romualda, a quien aborrecía cordialmente, la joven vivía ensimismada, cultivando con ardor su propia imaginación. Contrajo amistades que una madre prudente hubiera prohibido; intimó excesivamente con las criadas; paseaba en compañía de éstas más de lo conveniente, y en cambio del cariño y el agasajo que le negaran dentro de casa, disfrutaba de una libertad que no conocían las señoritas de aquella época y rara vez las de ésta. Por esto Andrea se parecía tan poco a las niñas españolas de su tiempo. Era una criolla voluntariosa, una extranjera intrusa que habrían repudiado Moratín y Cruz. Su familia favorecía más cada vez aquella libertad. Doña Romualda, que empezaba a sufrir la transformación de la edad paleolítica de los amores a la edad neolítica de las devociones, tenía mucho que hacer: estaba en la iglesia. El buen Campos también era hombre ocupadísimo por aquellos días: estaba conspirando.

Era la indiana buena y sensible. Fácilmente comprendía la verdad por poco que se la mostraran. Fácilmente acertaba con lo justo y honrado, por simple iniciativa de su conciencia. Pero tenía ansia de afectos ardientes, y miraba sin cesar a todos lados buscándolos. Su desgracia consistía en que le era forzoso abrirse sola y sin ayuda de nadie el áspero camino de la juventud. Habría necesitado para esto tener un caudal de energía y de entereza moral que rara vez da Dios a las criaturas, pero que suplen, según admirable orden de la sociedad, las personas allegadas y mayores de la familia. Careciendo de fuerza propia y de sostén extraño, hubiera sido un prodigio que la gallarda flor se mantuviera derecha. Los prodigios son muy raros en el mundo. Bueno es hacer constar que la pobre Andrea, avisada del peligro por una intuición potente, hizo esfuerzos instintivos para sostenerse erguida y pomposa, vuelta hacia el sol la virginal corola; pero el viento soplaba con demasiada fuerza y se dobló.

Era tan guapa, que su vanidad (otra desgracia no pequeña) resultaba cada vez más lógica. Habría sido conveniente que ignorara algún tiempo la riqueza de seducciones que atesoraba en sus ojos, en su boca, en todas las partes de su cara morena y alegre, llena de inexplicables gracejos y atractivos; en su cuerpo delgado y flexible, de esos que no tienen clasificación fácil en el cuadro ginecológico, y son tales, que para buscarles semejante necesita el observador descender en busca de un ser antipático y que se arrastra: la culebra.

Pero Andrea no tuvo a nadie que le hiciera el sumo bien de engañarla durante algún tiempo respecto a su belleza, y entregose desde muy niña al fascinador deleite de los espejos. Las criadas cantaban a su oído un coro de lisonjas. En la sala de su casa había una hermosa estampa que representaba la famosa escena de Phrine entre los jueces de Atenas, y Andrea, de tanto leerla, se sabía de memoria la leyenda grabada al pie con resplandecientes letras de oro. Aunque parezca extraño, conocidos los tiempos y el lugar, no puede menos de suponerse que en aquella cabeza hervían ideas gentílicas; pero el paganismo es de todas las edades, y buscando sin cesar dónde establecerse, se mete y se acomoda allí donde no hay otra religión que haya echado raíces.

Andrea fomentó su vanidad y la adoración de sí misma, consagrando al adorno de la persona mucho tiempo, mucha atención y todo el dinero de que podía disponer. Si éste no abundó durante los ominosos tiempos en que Campos conspiraba, luego que vino la era feliz y fue restablecido en parte el patrimonio de la huérfana, el buen tío, que no era tacaño y gustaba de que su pupila se presentase bien, abrió bastante la mano en lo relativo al lujo. Ésta era la fórmula de su cariño, porque sin duda hay distintas maneras de amar a las sobrinas. Además, Campos, por razones de egoísmo, tenía empeño en no contrariarla, deseando alcanzar de ella consentimiento para un proyecto nupcial que entre manos traía después de la revolución.

No se crea que el Venerable se parecía a los grotescos tutores que son el elemento bufón de las comedias italianas del siglo XVIII y que también abundan en el repertorio de las óperas. Campos no quería que su sobrina se casase con él. Era viejo, habíase entregado al volterianismo, que en aquellos tiempos empezaba a propagar tanto las cómodas prácticas del celibato; era además un epicúreo refinado de esos que nos legó el siglo XVIII, y que ya comenzaban a desbancar a los rancios egoístas de chocolate y bollos de monjas. Otrosí: tenía Campos sus entretenimientos fuera de casa, con los cuales le iba muy bien al parecer. Su claro talento, además, no le decía nada favorable a su enlace con muchacha primaveral. Su amigo D. Leandro no escribió para él El viejo y la niña ni El sí.

El proyecto consistía en casarla con un señor de edad algo avanzada, pero entero, arrogante, fino, discreto, y que sabía ocultar sus años y aun hacerse amable, pues a tanto llega en privilegiados individuos el arte social. El marqués de Falfán de los Godos era un medio siglo bien conservado, gracias a reparaciones hábiles y a un cuidado continuo. Había sido exento de Guardias, compañero de Palafox y de Godoy, y en aquellos tiempos en que los mozos guapos desempeñaban grandes papeles en la Corte y en que se hablaba, como lo prueba el desvergonzado libro de un fraile, de serrallos a la turca, de envenenamientos proyectados, de matrimonios dobles y otras barbaridades ante las cuales la discreta historia se complace en cerrar los ojos. Así como el duque de Zaragoza fue célebre y simpático por sus hurañas resistencias, Falfán de los Godos tuvo fama por lo contrario. En 1821 era general; tenía fama no sólo de honrado y decente, sino también de gastrónomo y mujeriego, cosa natural en un solterón riquísimo y bien parecido, de ancha conciencia formada en la escuela enciclopedista del siglo pasado.

Hacia 1820 comenzó a pesarle el celibato; echó de menos algo amante, tierno y cariñoso; es decir, los hijos que debía tener y no tenía, la esposa que siempre había rechazado como una fastidiosa carga de la vida. Falfán de los Godos pensó en casarse, y supuso que sus cincuenta años, a pesar de la madurez consiguiente, podían dar aún mucho de sí. Acontece a menudo que estos hombres listos y conocedores del mundo, pierden la chaveta cuando tratan de poner algún orden en su vida, y bastardean completamente la meritoria idea de ser padres, que tan a deshora les ocurre. Falfán de los Godos, maestro en el arte de vivir, perdió el tino, como todos los de su clase, y en vez de buscar para esposa un tipo de bondad reposada, una madura belleza asegurada de peligros y que se acomodase fácilmente a los gustos e ideas del trasnochado esposo, fue a incurrir en el maldito antojo de la niña fresca y tiernecita que apenas ha empezado a vivir y tiene un porvenir ignoto delante de sus ojos chispeantes. Él no dejaba de comprender en ratos lúcidos su error; pero se engañó a sí mismo vanidosamente trayendo a la memoria su buena presencia, su gran fortuna, su fama, sus gustos artísticos, su finura, rica herencia del antiguo régimen que contrastaba con la grosería de los revolucionarios.

Si todo hubiera de resolverse entre el acartonado Marqués y Campos, la cuestión habría estado concluida en un par de semanas; pero Andrea no quería casarse con Falfán de los Godos porque amaba a otro. Esto sí que se parece a todas las comedias italianas del siglo XVIII, a las óperas del primer repertorio y a muchas novelas de aquel tiempo, principalmente a las de D'Arlincourt, Mad. Cottin, Florian y Mistress Bennet; pero no es culpa nuestra que esta vieja historia se nos venga a las manos. Acontece alguna vez que las cosas vulgares son las más dignas de ser contadas.

En los días que van corriendo para nuestra relación hacía tres años que Andrea había entablado amistades íntimas con un hombre que cierto día se metió en su casa buscando refugio contra los corchetes que le perseguían. Cómo nacieron y rápidamente tomaron vuelo a manera de incendio estos amores, es cosa que ahora no nos importa; pero la libertad de que disfrutaba Andrea explicaría muchas cosas. Pasaron días, muchos días, y con ellos sucesos buenos y malos que no merecen ser referidos. En 1821, la casualidad, o mejor dicho, la política, juntó en un círculo al amante de Andrea y a Campos: hiciéronse amigos, y cuando éste le llevó a su casa no tenía ni vagas sospechas del interés que aquella amistad inspiraba a su sobrina. De este modo, Píramo y Tisbe no tuvieron que horadar paredes para hablarse, y aunque la presencia casi constante del tío les estorbaba, viéndose a menudo aun delante de testigos, tenían medios para preparar sus conferencias reservadas, las cuales no eran ya frecuentes porque la libertad de Andrea empezaba a disminuir.

El favorecido conocía perfectamente las horas que doña Romualda consagraba a la grave faena diaria de sus devociones, las de oficina y la logia para Campos. Aplicando bien la sentencia profundísima de uno de los siete sabios de Grecia, que dijo aprovecha la ocasión, aquel hombre enamorado hasta la ceguera y el aturdimiento entraba en la casa. Estas atrevidas invasiones del templo de un exaltado amor no eran ni podían ser frecuentes, y exigían gran cautela con criados y gente menuda; pero los amantes habían discurrido mil triquiñuelas y contaban con la fiel complicidad de una criada antigua. Su ceguera, con todo, no era tanta que se ocultase a entrambos la necesidad de poner término a tal género de vida.