El Grande Oriente/XV

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XV

Monsalud se ocupó durante gran parte del día en diversos asuntos que no podía abandonar, por muy perturbado que su ánimo estuviese. Cuando fue a su casa, mucho más temprano que de costumbre, Solita con toda la inocencia de su alma, le dijo estas palabras:

-Hermano, hoy sí que te ha soltado pronto tu novia.

La muchacha se quedó muda de asombro y terror al ver que la broma no era recibida, como de costumbre, con simpatía y buen humor. El semblante de su hermano indicaba una agitación extrema, y sus labios descoloridos articulaban sílabas silenciosas.

-Déjame en paz -le dijo con bruscos modos-. No seas impertinente.

Solita temblaba como un criminal arrepentido. Su impertinencia se le representaba en la imaginación cual horrendo delito. Después de meditar breve rato, creyó que el mejor medio para lavar su falta era pronunciar algunas palabras que destruyeran el deplorable efecto de las anteriores.

-¿Te pasa algo? -preguntó con mucho interés-. ¿Estás enfermo?

Monsalud alzó la cabeza, mostrando a los atónitos ojos de Solita los suyos, llenos de extraño fuego.

-No me pasa nada. Ya hace media hora que estás plantada en la puerta -dijo el hermano en tono durísimo-. ¿Me dejarás al fin en paz? Sola, Sola, ¿por qué eres tan pesada?

Esta reprensión era demasiado fuerte para el alma asustadiza de la hija del realista. Sintió una congoja que le desgarraba el corazón, y casi, casi estuvo dispuesta a arrojarse de rodillas delante de su hermano, pidiéndole que la perdonase. Pero el temor de enojarle más la contuvo. Tal era su sobresalto, que hasta temía molestarle con el ruido de sus pasos al retirarse. Hubiera deseado poder huir sin moverse, sin correr, sin andar, desapareciendo como una sombra o apagándose como una luz.

-Te he dicho que no necesito nada -repitió Salvador, deteniéndose ante ella, después de dar varios pasos por la habitación.

Un instante después Monsalud se hallaba solo consigo mismo. Midió la pieza de largo a largo varias veces con agitado paseo; sentose luego, y apoyando los codos en la mesa, puso la cabeza entre las manos, como si necesitara aquélla de estos dos puntales para no caerse del busto. Al cabo de un rato de dolorosa meditación sobre su desaire, la voluntad, o mejor dicho, la misteriosa fuerza reparadora que en el orden físico poseemos, empezó a trabajar dentro de él. Trataba de consolarse, imaginando razones positivistas que atenuaran el desconsuelo total de su alma, curando además la profunda herida abierta en su amor propio. Pero en estos casos de sensibilidad hondamente excitada, las razones positivistas, por ingeniosas que sean y aunque emanen de la dialéctica más segura, son como los medicamentos que el criterio vulgar llama paños calientes, que o no hacen nada o exacerban el mal.

El dolorido razonaba admirablemente, y mientras mejor razonaba, argumentando contra su propio dolor, más crecía éste, con más fuerza hincaba su agudo diente, más avivaba sus inextinguibles ascuas. Una lógica incontrovertible demostraba que habría sido gran error contraer matrimonio con Andrea: en el carácter de la americana había un germen maléfico cuyas consecuencias érale fácil prever a la razón fría.

Pero armas tan sutiles no eran poderosas contra la sensibilidad inflamada. Calmada ésta, consideraba Monsalud con elevación el mal que padecía, generalizando sus desgracias y sometiendo todas las ocurrencias desdichadas de su vida a una ley fatal, que presidía sus tristes destinos, como las estrellas de la antigua nigromancia.

-Otra equivocación -decía-, otra caída, otro desengaño. Todo aquello en que pongo los ojos se vuelve negro. Si mi corazón se apasiona por algo, persona o idea, la persona se corrompe y la idea se envilece. Conspiro, y todo sale mal. Deseo la guerra, y hay paz. Deseo la paz, y hay guerra. Trabajo por la libertad, y mis manos contribuyen a modelar este horrible monstruo. Quiero ser como los demás, y no puedo. En todas partes soy una excepción. Otros viven y son amados; yo no vivo ni soy amado, ni hallo fuente alguna donde saciar la sed que me devora. ¿Amigos? Ninguno me satisface. ¿Artes? Las siento en mí; pero no tengo educación para practicarlas. ¿Amor? Siempre que me acerco a él y lo toco, me quemo. ¿Religión? Los volterianos me la han quitado, sin ponerme en su lugar más que ideas vagas... Dios mío, ¿por qué estoy yo tan lleno y todo tan vacío en derredor de mí? ¿En dónde arrojaré este gran peso que llevo encima y dentro de mi alma? Voy tocando a todas las puertas, y en todas me dicen: «Aquí no es, hermano; siga usted adelante». Voy siempre adelante. Algún ser existe, sin duda, que está sentado junto a su casa, esperándome con ansiedad; pero yo paso y vuelvo a pasar, subo y bajo, entro y salgo con mi carga a cuestas, y no doy jamás con la puerta de mi semejante. Voy aburrido y desesperado, ando sin cesar. «¿Será aquél?», me pregunto. Creo haber acertado, y una brutal mano me lanza al camino diciendo: «Sigue adelante, que aquí no es...». «Aquí no es, aquí no es, aquí no es». En toda mi vida no oiré sino estas desesperantes palabras. «Aquí no es», me dijo Jenara. «Aquí no es», me dijo el partido jurado. «Aquí no es», me dijo la emigración. «Aquí no es», me dijo la patria. «Aquí no es», me dijeron las logias del año 19. «Aquí no es», me han dicho los liberales de ahora. «Aquí no es», me acaba de decir Andrea. No es en ninguna parte, y yo moriré de cansancio y fastidio en medio del camino. ¡Maldita sea la hora en que nací! Hijo soy del crimen, y la expiación de él tomó carne y vida en mi persona miserable... ¿Por qué soy tan distinto de los demás, que en ninguna parte encajo? ¿Por qué ningún hueco social cuadra a mi forma? Mejor es desbaratarse y morir, ¡Dios mío!, que estar siempre de más...

Al concluir esta serie de razonamientos, que brotaban en su cerebro como chispas de un hierro candente herido en la fragua por el martillo, dio repetidos golpes con la frente en la dura tabla de la mesa.

¡Pobre hombre! La verdad es que teniendo los medios vulgares para ser feliz, no podía serlo, sin duda por repugnar a su naturaleza los vulgares medios. Pero se equivocaba al echar la culpa de sus contrariedades al destino, a las estrellas, a una crueldad sistemática de la Providencia, como es frecuente en los que razonan poco; las causas de su constante desaliento y de sus caídas teníalas dentro de sí mismo, y se atormentaba constantemente en virtud de una poderosa fuerza crítica, compañera de todos sus actos. Sin quererlo, su mente le presentaba con claridad suma todas las abominaciones y fealdades de hombres y de la vida, exagerándolas quizás, pero sin perder ninguna. Por eso, cuando el natural orden de compensaciones que preside a la existencia le conducía a una situación lisonjera y optimista, el amor, por ejemplo, se abrazaba a ella con la desesperación del náufrago; y despertando todas las fuerzas de su ser, las dirigía al caro objeto; se apasionaba y exaltaba tanto, como si toda la vida debiera condensarse en una semana y el universo entero en las sensaciones y los espectáculos de un día. Cuando el desengaño llegaba, natural invierno que con orden incontrovertible sigue al verano de la pasión y del entusiasmo, le sorprendía a tanta altura que sus caídas eran desastrosas. Otros caen de una silla y apenas se hacen daño. Él, que siempre se encaramaba a las más altas torres, quedaba como muerto.

Otra causa le hacía infeliz, la desproporción inmensa entre sus condiciones sociales o de nacimiento y la superioridad ingénita de su inteligencia y de su fantasía. La fantasía le incitaba a todas horas con vivaces estímulos: era como un aguijón constante que intentara hacer correr a quien carece de pies. Considerad una inspiración ardiente sin medios de manifestarse, semejante a la curiosidad óptica del ciego; una inspiración que daba el fuego sin combustible, el agua sin vaso, la idea sin la palabra, sin la línea, sin la nota; considerad un alto ingenio que no sabe más que leer y escribir en una época en que el arte tiene que ser letrado porque han desaparecido los bardos y los trovadores de camino, y comprenderéis cómo pesa sobre un alma la fantasía cuando la falta de educación la ha privado de sus sentidos propios. Es verbo inencarnado que lucha en las tinieblas con horrendo torbellino, queriendo ser forma y sin satisfacer jamás su anhelo doloroso.

Salvador tenía pasión por la música. Al establecerse en Madrid el año 18 creía en su candor (pues su alma era en el fondo excesivamente candorosa), que aquel arte estaba al alcance de todo el mundo. Ignoraba las inmensas dificultades técnicas, jamás vencidas después de la infancia, que caracterizan el arte más amable y más profundamente patético en la vaguedad soñadora de su expresión. Con estas ideas, Monsalud compró un piano. Creía que en el clave todo es, como vulgarmente se dice, coser y cantar. El desengaño vino al instante, y el pobre joven se encorvaba con desesperación sobre el ingrato instrumento, y sus dedos de hierro herían las teclas sin poder hacerles hablar más que un lenguaje discorde y estrepitoso. Al mismo tiempo trataba de explorar el mundo de aritmética y de armonía comprendido en las cinco rayas de la cábala musical, y su mente caía rendida ante un trabajo que exige paciencia sinfín y árida práctica. Un día le sobrevino un arranque de ira durante los estudios musicales, que asemejaban su casa a un conservatorio de locos, y tomando un martillo, dijo a las teclas:

-¿No queréis responderme? Pues tocad ahora.

Y las despedazó. La caja no tuvo mejor suerte, y una vez vacía, la llenó de legajos. El clave sufrió la suerte de los hombres que a cierta edad se vacían de ilusiones y se llenan de positivismo.

La poesía escrita le cautivaba sobremanera. También se le antojó ser poeta escrito, lo cual es muy distinto de poeta sentido; pero tropezó con el inconveniente de no saber de nada, grave contrariedad que estorba mucho, aunque no tanto como al músico la ignorancia técnica de su arte. El poeta puede salir de su atolladero con libros, y en aquel tiempo, aunque pocos, había libros. Lo que principalmente faltaba era espíritu literario, que es la atmósfera del artista; faltaban público y amigos tocados de la misma debilidad versificante, porque cuanto respiraba, respiraba entonces con los pulmones de la política. Salvador creyó, sin embargo, que en sí mismo encontraría todo lo necesario, es decir, poeta, espíritu poético, público y hasta el aplauso, que también es musa. Compró libros, empezó a desflorar aquí y allí; pero ¡ay! a las primeras tentativas vio que le faltaba una musa imprescindible, una musa sin cuya condescendencia no es posible hacer absolutamente nada: le faltaba tiempo. No sabemos lo que habrían hecho Homero y el Dante con su inmensa inspiración si no hubieran podido consagrar a los versos ni aun medio minuto; si hubieran tenido que ganarse la vida trabajando dieciséis horas en áridas cuentas y fatigosos menesteres; si la obligación sagrada de mantener a su madre les hubiera quitado toda ocasión de renunciar al trabajo lucrativo para emprender la gloriosa, agitada y vagabunda vida de la imaginación.

Un día Salvador se sintió muy malhumorado. Cogió los poetas, y acordándose de Felipe II, les trató como a herejes.

Aún le quedaba un respiradero, un escape, una vía libre, aunque muy estrecha, para salirse a sí mismo y quebrantar la ley de concentración y encierro que le estaba emparedando el alma, digámoslo así; le quedaba el periodismo, y entonces había una prensa no despreciable, donde la juventud podía hacer sus juegos. El Espectador y El Universal, que hoy nos hacen reír, eran órganos hasta cierto punto afinados y sonoros. Salvador no dejó de hacer la prueba; pero bien pronto aquel displicente espíritu crítico de que antes hablamos le hizo aborrecibles las redacciones, como le hizo aborrecibles más tarde las logias, los clubs y la política.

Mas de repente descendió para él de ignorado cielo la hermosa figura de Andrea. Entonces las artes todas, que antes no habían tenido nota ni palabra, se realizaron. Andrea era la música, la poesía, la pintura, la estatuaria, hasta la arquitectura y la danza; era también, si se quiere, el periodismo, la gran política, la vida toda en fin. El arte tiene distintos caminos para satisfacer el alma: unas veces va por el camino de los lienzos y de las notas; otras por los derrumbaderos de la pasión, entre tormentos y goces infinitos. Como quien lo tiene todo, como quien recoge a manos llenas abundantes frutos y flores en todas las ramas del gran árbol del espíritu, Salvador estaba satisfecho: las teclas habían respondido, y sin notas ni versos, poesía y música habían saciado su sediento afán.

Corrieron días felices. Él, sin embargo, se proporcionaba el placer de atormentarse pensando en la probabilidad de perder a su amada; y su cavilación, despertando otros recuerdos y estableciendo los términos sistemáticos de su desgracia, llegó a darle la seguridad completa de un conflicto. El alma se defendía rabiosamente contra aquella alevosa guerra de distingos y sutilezas. Por adorar, hasta adoraba los defectos de Andrea, mejor dicho, veía en ellos gracias nuevas y donaires desconocidos, por cuyo motivo, en el momento de la catástrofe, le hemos visto rechazando las razones positivistas con que el pérfido intellectus trataba de arrancarle su hermoso sueño. Andrea era para él la totalidad de las satisfacciones humanas y el ideal de la vida. La amaba en globo, con sus defectos, conociéndolos y aceptándolos como se aceptan sin la más leve protesta de los ojos las manchas del Sol. Ni por un momento pensó en apartarse de ella por causa de tales lunares, accidentes encantadores que se confundían con las perfecciones, sin que el ciego amor pudiera decir dónde acababa Dios y empezaba Satán. El egoísmo estupendo del amor ahogaba entonces en Monsalud la potencia crítica que en él hemos reconocido. Para que uno y otro se separaran era preciso, pues, que mediase una gran violencia o una traición de ella. Ésta vino, como hemos visto, y el pobre hombre, dolorido y desesperado por la conmoción de la caída, meditaba en la noche que siguió al día del desengaño, buscando una especie de recreo en su propia pena, y golpeaba en la tabla del bufete con su cabeza, cual si ésta fuera un caldero lleno de absurdos, que merecía ser roto y desocupado.

Entre tanto, Solita, llena de consternación por lo que había visto y oído, se retiró. No se apartaba de su mente la idea de que Salvador sufría algún mal muy grande. ¿Cómo consolarle, cómo aliviarle al menos? Por último, cavilando durante largo rato, sus ideas variaron.

-Ya adivino lo que es -dijo-. Salvador está triste y enojado porque tiene malas noticias de la causa de mi padre.

Al instante corrió en busca de Doña Fermina. Manifestole lo que había pasado, y las dos deliberaron si debían esperar a que él revelase la causa de su malestar o interpelarle desde luego sin miedo.

-Esperemos -dijo la madre-. Si da en callar, no le sacaremos una palabra.

No había concluido de decirlo, cuando sintieron la voz de Monsalud.

-¡Madre, madre!... ¡Soledad!

Corrieron allá.

-Madre... Soledad... -repitió Salvador viéndolas entrar-. Aquí no tiene uno quien le acompañe... le dejan a uno morirse de tristeza. Ni siquiera vienen a preguntar si se me ofrece algo.

El semblante del joven expresaba una reacción viva en sentido consolador. En lo más extremado de su pena, sintió que ésta se agrandaba con el aislamiento, y un poderoso instinto de restauración le impulsaba a rodearse de personas queridas.

-Hijo, si estamos aquí... Sola me ha dicho que la has despedido con dos piedras en la mano -dijo Doña Fermina.

-Ha sido una broma -indicó Monsalud, sintiendo remordimiento por haber tratado mal a su protegida-. Solilla, siéntate aquí y trabaja en mi cuarto. Necesito que me acompañes.

-¿Tienes que decirnos algo desfavorable del pobre D. Urbano?

-Nada, nada; todo lo contrario. Espero sacarle pronto de la cárcel. Hoy precisamente han variado las cosas.

Solita miró con expresión de incredulidad a su hermano.

-¿No lo crees?... Pronto verás que no te engaño... Una circunstancia imprevista lo arreglará todo. ¿Estás enfadada conmigo porque te dije impertinente?

-¡Qué tonto eres! -respondió la de Gil de la Cuadra, toda ruborosa y turbada-. Nada de lo que tú hagas o digas me puede enfadar. ¿Qué importa una palabra de más o de menos? Bien sé que eres muy bueno para mí.

-Gracias, hijita. Haces bien en tener esa confianza en el hombre que va a ser...

-¿Qué?

-Padrino de tus muñecos. Tengo ganas de ser padrino de algo. Sin embargo, más vale que no sea yo padrino de ellos.

-¿Por qué?

-Porque se morirían.

-¿Pero es verdad que no nos engañas? ¿Hay esperanzas de que el Sr. D. Urbano?... -volvió a preguntar Doña Fermina.

-Sí; tengo mucha esperanza de lograr mi objetivo. ¡De qué caminos tan extraños se vale la Providencia!

-¿Pero es cierto, es verdad lo que dices? -exclamó Sola derramando lágrimas de ternura-. ¡Mi padre libre!

-El corazón -dijo Doña Fermina- me ha estado diciendo todo el día que se nos preparaba un acontecimiento feliz.

-Y yo -añadió Solita con emoción profunda-, también he tenido hoy unas corazonadas... Anoche soñé que me asomaba al balcón y que veía a mi padre entrando en la calle. El pobrecito me saludaba con la mano, dándose tanta prisa a entrar y subir la escalera, que tropezaba a cada momento.

-Es particular -dijo la madre-. Yo también soñé anoche una cosa parecida.

-Es particular -dijo Monsalud-. Sin duda es ésta la casa del sueño. Hace poco me quedé aletargado y soñé...

-¿Que mi padre estaba libre?

-Sí; pero mira de qué modo tan extraño. Yo me dirigía por la calle de la Cabeza a la cárcel de la Corona. Llegué a la puerta y me salió al encuentro, ¿quién creerás que me salió al encuentro?

-¿Un centinela?

-¿Un carcelero?

-Un perro.

-Lo mismo da.

-Un perro, no de tres cabezas, como el del Infierno, sino de una sola; pero tan horrible, que su vista me hacía temblar de sobresalto y pavor. Sus ojos despedían fuego, y su espantosa boca, llena de cuajarones de sangre, se abría hasta las orejas dejando ver feroces dientes agudísimos y una lengua que vibraba como hoja de metal. Era la bestia más repugnante y fea que imaginarse puede. Pero lo más raro era que aquel horrendo animal hablaba.

-¿Hablaba?...

-Yo le dije que iba a buscar a un infeliz encerrado en la cárcel. El perro fijó en mí sus ojos de fuego, cuya claridad me llegaba al alma, estremeciéndome todo.

Las dos mujeres se estremecían también, y los ojos de Solita no estaban menos espantados que si tuvieran enfrente al temible can.

-El perro dio un gruñido -continuó Monsalud-, y con su voz, que resonaba como si saliera de honda caverna, me dijo: «Está bien, amigo mío...».

-¡Amigo mío!... Pues no dejaba de ser cortés.

-Está bien, amigo mío -me dijo-; puedes llevarte al preso con una condición. Ya sabes que yo me alimento de corazones. Dame el tuyo, y hemos concluido.

-¿Y se lo diste?... pero hombre... pero hijo... -gritó Doña Fermina con impaciencia.

-Me clavé las uñas en el pecho, apreté fuertemente, metí la mano...

-¡Jesús! -exclamó Solita, apartando el rostro.

-Metí la mano, me saqué el corazón y se lo arrojé a la bestia, que con su feroz boca lo cogió en el aire. Entré, y cuando salía, sacando al señor Gil, vi que el perro mascullaba el pedazo de carne, saciándose en él. ¡Ay, cuánto me dolía!