El Grande Oriente/XXVII
XXVII
Cuando Gil de la Cuadra y Regato se quedaron solos, siguieron oyendo aquel rumor de voces que resonaba en el patio de la cárcel. Durante más de un cuarto de hora el estrépito fue grande. Gil de la Cuadra, comprendiendo que el populacho había invadido el edificio, se puso de rodillas, y cruzando las manos, rezó en voz alta.
El otro desgraciado se hinchaba y gruñía. De su rostro congestionado afluía copioso sudor. Trataba de romper sus ligaduras y de escupir su mordaza; pero unas y otra habían sido puestas por buena mano. Por último, después de repetidos esfuerzos, de su boca pudo salir una voz, más que voz, silbido, que decía: -¡Piedad, piedad!
Gil de la Cuadra se acercó a él y limpiole el sudor de la frente. Las miradas de Regato eran tan expresivas pidiendo compasión; las contracciones de su cara tan violentas, que el primer preso no pudo resistir el estímulo de sus sentimientos compasivos, y le quitó la mordaza.
-¡Ah... gracias, gracias! -exclamó el agente de Su Majestad, aspirando con delicia el aire fétido de la prisión-. Aire, aire... me ahogo aquí.
-Pero con esto concluyen mis complacencias -dijo Cuadra-. No le quitaré a usted la cuerda; eso no.
-Toque usted mi cintura -murmuró Regato-. ¿Qué suena en ese cinto? Dinero. Todo eso y la libertad... pero suélteme usted.
-No puedo.
-¡Y el populacho ha entrado en la cárcel! ¿Ha sentido usted, Sr. Gil?
-Sí, me pareció que entraba en el patio una ola del mar... Ahora parece que ha cesado el rumor. Se alejan.
-Se alejan, sí. Pero aún se sienten voces. Ese malvado volverá a entrar aquí... ¡Favor, pueblo!... ¡Pueblo mío, favor!
Los gritos de Regato no traspasaban los muros de la prisión.
-Sr. Gil -exclamó con acento de desesperación-: saque usted mi espada y máteme. Un hombre de mi temple no puede soportar este suplicio.
-Calma, calma, Sr. D. José Manuel -dijo Cuadra poniendo la mano sobre la cabeza del agente-. Yo suplicaré a mi amigo que no le haga a usted daño alguno... Pero tarda, tarda.
-¡Su amigo!, ¿pues no tiene la vileza de llamarle su amigo? -dijo Regato poniéndose tan encendido como cuando tenía la mordaza.
-Mi amigo, mi protector, mi salvador... pues si él no existiera, ¿qué sería de mí?... pero tarda, ¿no es verdad que tarda?
-¡Estúpido viejo! -gritó Regato fuera de sí-, ten vergüenza, y córtate la mano antes que estrechar con ella la mano de ese hombre...
-¡Yo!... En mi corazón no existe ya ni puede existir el odio. Y si existiera, para ese joven no tendría sino amor, una admiración respetuosa, un afecto paternal.
-Es verdad que hay cariños muy singulares -dijo Regato sonriendo con infernal malicia-. Yo conocí a un sujeto que sacaba a paseo, llevándole a cuestas, al cortejo de su mujer.
Gil de la Cuadra creyó que Regato sufría enajenación mental. Lleno de compasión se acercó a él.
-Vendrá pronto -le dijo-. Yo intercederé por usted... pero tarda, ¿no es verdad que tarda? Ahora apenas se oye ruido.
-Intercederá usted -añadió Regato con afán de perversidad-. Y si le pide algo en cambio, le dará usted su mujer... no, porque murió; pero aún tiene usted una hija. Sin embargo, como él la tiene en su casa, se habrá cobrado por adelantado.
-Sr. Regato -dijo Cuadra con severidad-. El lenguaje de usted es propio de un loco.
-¡Imbécil, imbécil!, el de usted es propio de un ciego... ¡Pobre doña Pepita! Era una excelente señora, y tan guapa... seguramente si no hubiera dado con un esposo tan crédulo como usted...
-Sr. Regato -exclamó Cuadra con enojo-. Le digo a usted que se calle.
-No digo más sino que aquella señora era una buena pieza.
-La desastrosa situación de usted me impide contestar a esa insolencia como se merece.
-¿De veras cree usted que la hermosa dama era un modelo de virtudes?
-Sí, canalla, sí lo creo -gritó trémulo de ira Gil de la Cuadra, llevando su vacilante mano a la espada.
-Pues mis noticias son que pecó varias veces. Dígalo Salvador Monsalud que fue su cortejo... ¡Oh, Dios mío! Estoy preso, estoy atado... pero en mi horrible situación me das armas; me das este veneno que escupo y con el cual mato.
-¡Miserable!...
Gil de la Cuadra corrió hacia él y le oprimió el cuello.
-Ahógame, necio -gruñó Regato-, ahógame. Mi último suspiro será para echarte en cara tu vilipendio. Ese hombre, ese amigo mío...
-¡Qué dices!...
-Te burló, te burló. En Francia, todos los españoles lo sabían menos tú...
Gil de la Cuadra vacilaba. Una idea cruzó como un relámpago por su cerebro; una idea confusamente mezclada con recuerdos, palabras, coincidencias, detalles.
-El majadero no lo cree -dijo Regato, ya libre de las manos que le apretaban el cuello-. Voy a darle pruebas para que calle.
-¡Pruebas! Usted está loco. Cállese usted. Esto es una farsa... ¡Pero ese hombre no viene, Santo Dios!
-Pruebas, sí. Ponga usted la mano sobre el costado derecho, en la pechera del uniforme mío que tiene puesto. ¿Qué hay en ese bolsillo?
-Un bulto, una cartera.
-Un paquete. Sáquelo usted.
-Ya está. Cartas...
-Lea usted...
-¿Qué esto? Una carta firmada Amézaga.
-Siga usted, hojee usted ese precioso libro. Tras esa joya vendrá otra.
Gil de la Cuadra, acercándose al ventanillo por donde entraba una débil luz, recorría una tras otra y con ardiente curiosidad las cartas.
-A prisa, a prisa. Pase usted todas las primeras. ¿Qué viene ahora?
-Una lista con varios nombres.
-Adelante... ¿Y ahora?
-Una...
Gil de la Cuadra calló de improviso. El corazón saltole en el pecho. Quedose frío, mudo, atónito, lleno de espanto, como el que se ve en el borde del abismo y comprende en veloz juicio que no hay más remedio que caer.
-¡Ah! -dijo Regato-. El imbécil ha puesto al fin la mano sobre el delito de su esposa. Es tan bruto que necesita tocarlo para comprenderlo.
Gil de la Cuadra seguía leyendo.
-¿Qué dice la carta? -añadió el agente-. Tras esa vienen otras muchas. Yo he pasado buenos ratos leyéndolas. ¡Cómo palpita en ellas la pasión! ¡Qué vehemente ardor!... Y los dos amantes disimulaban bien... ¡Cuántas precauciones para engañar al bobillo! ¡Se encuentran en esas cartas traiciones inauditas, alevosías de él y de ella! La señora parecía más apasionada que... nuestro amigo.
Gil de la Cuadra seguía leyendo. De repente se desplomó. Un ay de dolor, una exclamación aguda y penetrante, parecida a las que exhalan los que sufren repentina muerte, salió de sus labios. Cayó al suelo. Su mano estrujaba un papel.
-El incrédulo parece convencido... ¡Miserable viejo, ahí tienes a tu Providencia, ahí tienes a tu Salvador, ahí tienes a tu amigo querido!... ¡Le has entregado a tu hija!
Cuando esta última palabra resonó en la prisión, estremeciose el cuerpo del anciano herido en su alma. Irguiendo la cabeza, abrió los ojos, diose furibundo golpe en la frente con la palma de la mano, y repitió:
-¡Mi hija!
Un instante después Gil de la Cuadra estaba sentado en el suelo con los ojos fijos, el cuerpo encorvado, los labios entreabiertos, atónito, lelo, estúpido.
Abriose la puerta. Monsalud entró.