El Señor de Bembibre/Capítulo IV
La caballería del templo de Salomón había nacido en el mayor fervor de las cruzadas, y los sacrificios y austeridades que les imponía su regla, dictada por el entusiasmo y celo ardiente de San Bernardo, les habían granjeado el respeto y aplauso universal. Los templarios, en efecto, eran el símbolo vivo y eterno de aquella generosa idea que convertía hacia el sepulcro de Cristo los ojos y el corazón de toda la cristiandad. En su guerra con los infieles nunca daban ni admitían tregua, ni les era lícito volver las espaldas aun delante de un número de enemigos conocidamente superiores; así es que eran infinitos los caballeros que morían en los campos de batalla. Al desembarcar en el Asia, los peregrinos y guerreros bisoños encontraban la bandera del Temple, a cuya sombra llegaban a Jerusalén sin experimentar ninguna de las zozobras de aquel peligroso viaje. El descanso del monje y la gloria y pompa mundana del soldado les estaban igualmente vedados, y su vida entera era un tejido de fatigas y abnegación. La Europa se había apresurado, como era natural, a galardonar una orden que contaba en su principio tantos héroes como soldados, y las honras, privilegios y riquezas que sobre ella comenzaron a llover la hicieron en poco tiempo temible y poderosa, en términos de poseer, como decía don Rodrigo, nueve mil casas y los correspondientes soldados y hombres de armas.
Como quiera, el tiempo que todo lo mina, la riqueza que ensoberbece aun a los humildes, la fragilidad de la naturaleza humana que al cabo se cansa de los esfuerzos sobrenaturales y sobre todo la exasperación causada en los templarios por los desastres de la Tierra Santa, y las rencillas y desavenencias con los hospitalarios de San Juan, llegaron a manchar las páginas de la historia del Temple, limpias y resplandecientes al principio. Desde la altura a que los habían encumbrado sus hazañas y virtudes, su caída fue grande y lastimosa. Por fin, perdieron a San Juan de Acre, y apagado ya el fuego de las cruzadas a cuyo calor habían crecido y prosperado, su estrella comenzó a amortiguarse, y la memoria de sus faltas, la envidia que ocasionaban sus riquezas, y los recelos que inspiraba su poder, fue lo único que trajeron de Palestina, su patria de adopción y de gloria, a la antigua Europa, verdadero campo de soledad y destierro para unos espíritus acostumbrados al estruendo de la guerra y a la incesante actividad de los campamentos.
A decir verdad, los temores de los monarcas no dejaban de tener su fundamento, porque los caballeros teutónicos acababan de arrojarse sobre la Prusia con fuerzas menores y más escaso poder que los templarios, fundando un estado cuyo esplendor y fuerza han ido aumentándose hasta nuestros días. Su número era indudablemente reducido, pero su espíritu altivo y resuelto, su organización fuerte y compacta, su experiencia en las armas y su temible caballería, contrabalanceaban ventajosamente las fuerzas inertes y pesadas que podía oponerles en aquella época la Europa feudal.
Para conjurar todos estos riesgos, imaginó Felipe el Hermoso, rey de Francia, la medida política, sin duda, de aspirar al maestrazgo general de la orden que todavía llevaba el nombre de ultramarino; pero el desaire que recibió, junto con la codicia que le inspiró la vista del tesoro del Temple en los días que le dieron amparo contra una conmoción popular, acabó de determinar su alma vengativa a aquella atroz persecución que tiznará eternamente su memoria. El Papa, que como único juez de una corporación eclesiástica debía oponerse a las ilegales invasiones de un poder temporal, no se atrevía a contrariar al rey de Francia, temeroso de ver sujeta a la residencia de un concilio general la vida y memoria de su antecesor Bonifacio, como Felipe con toda vehemencia pretendía. De aquí resultaba que muchas gentes, y en especial los eclesiásticos, que veían la tibieza con que defendía la cabeza de la Iglesia la causa de los templarios, se inclinaban a lo peor; como generalmente sucede, y, de este modo las viles y monstruosas calumnias de Felipe, cada día adquirían más popularidad y consistencia entre una plebe supersticiosa y feroz.
Aunque entre los templarios españoles la continua guerra con los sarracenos conservaba costumbres más puras y, acendradas y daba a su existencia un noble y glorioso objeto de que estaban privados en Francia, también es cierto que los vicios consiguientes a la constitución de la orden no dejaban de notarse en nuestra patria. Por otra parte, el Temple, en último resultado, era una orden extranjera cuya cabeza residía en lejanos climas, al paso que a su lado crecían en nombre y reputación las de Calatrava, Alcántara y Santiago, plantas indígenas y espontáneas en el suelo de la caballería española y capaces de llenar el vacío que dejaran sus hermanos en los escuadrones cristianos. Toda comparación, pues, entre unas órdenes y la otra debía perjudicar a la larga a los caballeros del Temple, y por otra parte, conociendo los estrechos vínculos de su hermandad, difícil era separarlos de la responsabilidad de las acusaciones de la corte de Francia. De manera que los templarios españoles, algo más respetados y un poco menos aborrecidos que los de otros países, no por eso dejaban de ser objeto de la envidia y codicia para los grandes y de aversión para los pequeños, perdiendo sus fuerzas y prestigio en medio de la especie de pestilencia moral que consumía sus entrañas.
Estas reflexiones que, a riesgo de cansar a nuestros lectores, hemos querido hacer para explicar la rápida grandeza y súbita ruina de la orden del Temple, se habían presentado muchas veces al carácter meditabundo y grave del maestre de Castilla, y sido causa de la melancolía y abstraimiento que en él se notaba de mucho tiempo atrás; pero la mayor parte de sus súbditos lo achacaban a la piedad, un poco austera, que había distinguido siempre su vida. Don Álvaro, como ya hemos indicado, más ardiente y, menos reflexivo, no acertaba a explicarse el desaliento de una persona tan valerosa y cuerda como su tío, y así es que al día siguiente caminaba la vuelta de Carracedo, algo más divertido en sus propias tristezas y zozobras que no preocupado de los riesgos que amenazaban a sus nobles aliados. De la plática que iba a tener con el abad de Carracedo pendían tal vez las más dulces esperanzas de su vida, porque aquel prelado, como confesor de la familia de Arganza, ejercía grande influjo en el ánimo de su jefe. Por otra parte, su poder temporal le daba no poca consideración y preponderancia, porque después de la bailía de Ponferrada, nadie gozaba de más riquezas ni regía mayor número de vasallos que aquel famoso monasterio.
Don Rodrigo caminaba, pues, combatido de mil opuestos sentimientos, silencioso y recogido; sin hacer caso, ora por esto, ora por la poca novedad que a sus ojos tenía, del risueño paisaje que se desplegaba alrededor a los primeros rayos del sol de mayo. A su espalda quedaba la fortaleza de Ponferrada; por la derecha se extendía la dehesa de Fuentes Nuevas con sus hermosos collados plantados de viñas que se empinaban por detrás de sus robles; por la izquierda corría el río entre los sotos, pueblos y praderas que esmaltan su bendecida orilla y adornan la falda de las sierras de la Aguiana, y al frente descollaba por entre castaños y, nogales casi cubierta con sus copas y en vergel perpetuo de verdura, la majestuosa mole del monasterio fundado, a la margen del Cúa, por don Bernardo el Gotoso y reedificado y ensanchado por la piedad de don Alonso el emperador, y de su hermana doña Sancha. Cantaban los pájaros alegremente, y el aire fresco de la mañana venía cargado de aromas con las muchas flores silvestres que se abrían para recibir las primeras miradas del padre del día.
¡Delicioso espectáculo, en que un alma descargada de pesares no hubiese dejado de hallar goces secretos y vivos!
Gracias a la velocidad de Almanzor, que don Álvaro había ganado en la campaña de Andalucía de un moro principal a quien venció, pronto se halló a la puerta del convento. Guardábanla dos como maceros, más por decoro de la casa que no por custodia o defensa, que hicieron al señor de Bembibre el homenaje correspondiente a su alcurnia, y tirando uno de ellos del cordel de una campana avisó la llegada de tan ilustre huésped. Don Álvaro se apeó en el patio, y acompañado de dos monjes que bajaron a su encuentro y de los cuales el más entrado en años le dio el ósculo de paz, pronunciando un versículo de la Sagrada Escritura, se encaminó a la cámara de respeto en que solía recibir el abad a los forasteros de distinción. Era ésta la misma donde la infanta doña Sancha, hermana del emperador don Alonso, había administrado justicia a los pueblos del Bierzo, derramando sobre sus infortunios los tesoros de su corazón misericordioso, gracioso aposento con ligeras columnas y arcos arabescos con un techo de primorosos embutidos al cual se subía por una escalera de piedra adornada de un frágil pasamano. Una reducida, pero elegante galería, le daba entrada y recibía luz de una cúpula bastante elevada y de algunos calados rosetones, todo lo cual, junto con los muebles ricos, pero severos, que la decoraban le daban aspecto majestuoso y grave.
Los religiosos dejaron en esta sala a don Álvaro por espacio de algunos minutos, al cabo de los cuales entró el abad. Era este un monje como de cincuenta años, calvo, de facciones muy marcadas, pero en que se descubría más austeridad y rigor que no mansedumbre evangélica; enflaquecido por los ayunos y penitencias, pero vigoroso aun en sus movimientos. Se conocía a primera vista que su condición austera y sombría, aunque recta y sana, le inclinaba más bien a empuñar los rayos de la religión que no a cubrir con las alas de la clemencia las miserias humanas. A pesar de todo, recibió a don Álvaro con bondad, y, aun pudiéramos decir con efusión, atendido su carácter, porque le tenía en gran estima; y después de los indispensables comedimientos, se puso a leer la carta del maestre. A medida que la recorría iban amontonándose nubarrones en su frente dura y arrugada; tristes presagios para don Álvaro; hasta que, concluida por último, le dijo con su voz enérgica y sonora:
-Siempre he estimado a vuestra casa; vuestro padre fue uno de los pocos amigos que Dios me concedió en mi juventud, y vuestro tío es un justo, a pesar del hábito que le cubre; pero ¿cómo queréis que yo me mezcle ahora en negocios mundanos, ajenos a mis años y carácter, ni que vaya a desconcertar un proyecto en que el señor de Arganza piensa cobrar tanta honra para su linaje?
-Pero, padre mío -contestó don Álvaro-, la paz de vuestra hija de penitencia, el amor que la tenéis, la delicadeza de mi proceder y tal vez el sosiego de esta comarca, son asuntos dignos de vuestro augusto ministerio y, del sello de santidad que ponéis en cuanto tocáis. ¿Imagináis que doña Beatriz encuentra gran ventura en brazos del conde?
-Pobre paloma sin mancilla -repuso el abad con una voz casi enternecida-; su alma es pura como el cristal del lago de Carucedo, cuando en la noche se pintan en su fondo todas las estrellas del cielo, y ese reguero de maldición acabará por enturbiar y. amargar esta agua limpia y serena.
Quedáronse entrambos callados por un buen rato, hasta que el abad, como hombre que adopta una resolución inmutable, le elijo:
-¿Seríais capaz de cualquier empresa por lograr a doña Beatriz?
-¿Eso dudáis, padre? -contestó el caballero-; sería capaz de todo lo que no me envileciese a sus ojos.
-Pues entonces -añadió el abad-, yo haré desistir a don Alonso de sus ambiciosos planes, con una condición, y es que os habéis de apartar de la alianza de los templarios.
El rostro de don Álvaro se encendió en ira, y enseguida perdió el color hasta quedarse como un difunto, en cuanto oyó semejante proposición. Pudo, sin embargo, contenerse, y se contentó con responder, aunque en voz algo trémula y cortada.
-Vuestro corazón está ciego, pues no ve que doña Beatriz sería la primera en despreciar a quien tan mala cuenta daba de su honra; la dicha siempre es menos que el honor. ¿Cómo queríais que faltase en la hora del riesgo a mi buen tío y a sus hermanos? ¡Otra opinión creí mereceros!
-Nunca estuvo la honra -respondió el abad con vehemencia- en contribuir a la obra de tinieblas, ni en hacer causa común con los inicuos.
-¿Y sois vos -le preguntó el caballero con sentido acento-, un hijo de San Bernardo, el que habla en esos términos de sus hermanos? ¿Vos oscurecéis de esta manera la cruz que resplandeció en la Palestina con tan gloriosos rayos, y que ha menguado en España las lunas sarracenas? ¿Vos humilláis vuestra sabiduría hasta recoger las hablillas de un vulgo fiero y maldiciente?
-¡Ah! -repuso el monje con el mismo calor, aunque con un acento doloroso-; ¡pluguiera al cielo que sólo en boca de la plebe anduviese el nombre del Temple!, pero el Papa ve los desmanes del rey de Francia sin fulminar sobre él los rayos de su poder, y ¿pensáis que así abandonaría sus hijos, no ha mucho tiempo de bendición, si la inocencia no los hubiera abandonado antes? El jefe de la Iglesia, hijo mío, no puede errar, y si hasta ahora no ha recaído ya el castigo sobre los delincuentes, culpa es de su corazón benigno y paternal. ¡Oh dolor! -añadió levantando las manos y, los ojos al cielo-. ¡Oh vanidad de las grandezas humanas! ¿Por qué han seguido los caminos de la perdición y, de la soberbia desviándose de la senda humilde y segura que les señaló nuestro padre común? Por su desenfreno, acabamos de perder la Tierra Santa, y ya será preciso pasar el arado sobre aquel alcázar a cuyo abrigo descansaba alegre la cristiandad entera, pero se ha convertido ya en templo de abominación.
Don Álvaro no pudo menos de sonreírse con algo de desdén, y, dijo:
-Mucho será que a tanto alcancen vuestras máquinas de guerra.
El abad le miró severamente, y sin hablar palabra le asió del brazo y le llevó a una ventana. Desde ella se divisaba una colina muy hermosa, sombreadas sus faldas de viñedo al pie de la cual corría el Cúa, y, cuya cumbre remataba, no en punta, sino en una hermosa explanada con el azul del cielo por fondo. Un montón confuso de ruinas la adornaba; algunas columnas estaban en pie, aunque las más sin capiteles; en otras partes se alcanzaba a descubrir algún lienzo grande de edificio cubierto de yedra, y todo el recinto estaba rodeado aún de una muralla por donde trepaban las vides y zarzas. Aquel «campo de soledad mustio collado» había sido el Berdigum romano.
Bien lo sabía don Álvaro, pero el ademán del abad y la ocasión en que le ponía delante aquel ejemplo de las humanas vanidades y soberbias le dejó confuso y silencioso.
-Miradlo bien -le dijo el monje-, mirad bien uno de los grandes y muchos sepulcros que encierran los esqueletos de aquel pueblo de gigantes. También ellos en su orgullo e injusticia se volvieron contra Dios como vuestros templarios. Id pues, id como yo he ido en medio del silencio de la noche, y preguntad a aquellas ruinas por la grandeza de sus señores; id, que no dejarán de daros respuesta los silbidos del viento y el aullido del lobo.
El señor de Bembibre, antes confuso, quedó ahora como anonadado y sin contestar palabra.
-Hijo mío -añadió el monje, pensadlo bien y apartaos, que aún es tiempo, apartaos de esos desventurados sin volver la vista atrás, como el profeta que salía huyendo de Gomorra.
-Cuando vea lo que me decís -respondió don Álvaro con reposada firmeza-, entonces tomaré vuestros consejos. Los templarios serán tal vez altaneros y destemplados, pero es porque la injusticia ha agriado su noble carácter. Ellos responderán ante el soberano pontífice y su inocencia quedará limpia como el sol. Pero, en suma, padre mío, vos, que veis la hidalguía de mis intenciones, ¿no haréis algo por el bien de mi alma y, por doña Beatriz a quien tanto amáis?
-Nada -contestó el monje-, yo no contribuiré a consolidar el alcázar de la maldad y del orgullo.
El caballero se levantó entonces y le dijo:
-Vos sois testigo de que me cerráis todos los caminos de paz. ¡Quiera Dios que no os lo echéis en cara alguna vez!
-El cielo os guarde, buen caballero -contestó el abad-, y os abra los ojos del alma.
Enseguida le fue acompañando hasta el patio del monasterio, y después de despedirlo se volvió a su celda donde se entregó a tristes reflexiones.