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El Señor de Bembibre/Capítulo XV

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A los pocos días de haber caído don Álvaro prisionero ocurrió, por fin, una novedad que todos esperaban con ansia grandísima en el campamento del rey. Vinieron cartas del papa Clemente V con la orden de proceder al arresto y enjuiciamiento de todos los templarios de Europa y secuestro de sus bienes, y con ellas noticias de los horribles suplicios de algunos caballeros de la orden en Francia. Aquel pontífice débil y cobarde había consentido que los sacasen de su fuero, entregándolos en manos de una comisión especial, que equivalió a ponerlos en las del verdugo. Clemente temblaba de que Felipe el Hermoso quisiese poner en juicio la majestad del pontificado en la persona, o por mejor decir, en la memoria de su antecesor Bonifacio, y a trueque de evitarlo, le dejaba bañarse en la sangre de los templarios y cebarse en sus bienes. En Francia, sin embargo, la audacia del rey y el desconcierto de lo imprevisto del golpe y la desatinada conducta del maestre general ultramarino Jacobo de Molay había allanado el camino de una empresa tan escabrosa y difícil; pero en España donde la orden estaba sobre sí y donde era quizá más poderosa que en ninguna otra nación, menester era emplear infinita destreza y valor. Cierto es que ni en Portugal, ni en Aragón, ni en Castilla se les desaforaba, antes se les sujetaba a concilios provinciales, pero después de lo que había pasado en el reino vecino, parecía natural que desconfiasen de la potestad civil y que no quisiesen soltar las armas. Por otra parte, nada tenía de extraño que quisiesen vengar las afrentas de su orden, por cuyo honor y crecimiento estaban obligados a sacrificar hasta su propia vida. Preciso era desconcertar su acción en lo posible, y apercibirse al combate al mismo tiempo.

El rey don Fernando, a pesar de suceso de tanto bulto, para el cual parecía necesitar el auxilio de todos sus ricos hombres, no por eso desistía de su saña contra don Juan Núñez de Lara, resuelto sin duda a volver a su corona el brillo, que en las pasadas revueltas había perdido. El infante don Juan mediaba entre el rey y su rebelde vasallo, y como este carácter le daba facilidad para pasar muchas veces a Tordehumos, poco tardó en concertar con su dueño el plan que hacía tanto tiempo estaba madurando. Don Álvaro era el apoyo más firme de los templarios en el reino de León, y el más ardiente y poderoso de sus aliados. Aunque su castillo de Bembibre estaba guarnecido por soldados de la orden, claro estaba que si moría su dueño habrían de desocuparlo, y de todos modos los vasallos de la casa de Yáñez no tardarían en apartarse de sus banderas. No era el infante hombre que delante de la sangre retrocediese; el rival de su valido estaba en manos de don Juan Núñez de Lara, con él venía al suelo una de las principales barreras que apartaban la rica herencia del Temple de sus manos codiciosas, ¿qué más podía desear?

No bien llegaron las bulas del papa Clemente, al punto pasó a Tordehumos allí, subiendo con su castellano a una torre solitaria del castillo, comenzaron una plática muy viva y acalorada.

Con gran sorpresa y aun susto de los que desde abajo les miraban, don Juan Núñez con ademanes descompuestos echó mano a la espada, como si de su huésped recibiese alguna ofensa; pero sin duda se hubo de arrepentir, porque a poco rato volvió el acero a la vaina con muestras de gran cortesía, y entrambos caballeros se dieron las manos. El infante bajó poco después y tomó el camino real con muestras de gran satisfacción y contento.

La sangre perdida y la gravedad de sus heridas habían reducido a don Álvaro a una postración grandísima; pero la ciencia de Ben Simuel y los cuidados de Millán, junto con las atenciones de don Juan Núñez, habían logrado arrancarlo de la jurisdicción de la muerte y volverle, aunque con pasos muy perezosos, al camino de la vida. La calentura había ido cediendo y los dolores eran mucho menos vivos, de manera que sin los cuidados que acibaraban su pensamiento, fácil era calcular que su convalecencia hubiera sido más rápida.

Una tarde entró don Juan de Lara en su aposento y tomando asiento a su cabecera mientras Millán los dejaba solos para que hablasen con más libertad, le preguntó asiéndole de la mano:

-¿Cómo os sentís, noble don Álvaro? ¿Estáis contento de mi carcelería?

-Me encuentro ya muy aliviado, señor don Juan -respondió el herido-, gracias a vuestros obsequios y atenciones que casi me harían dar gracias al cielo de mi prisión.

-Según eso, bien podréis escucharme una cosa de gran cuantía que tengo que deciros.

-Podéis comenzar, si gustáis.

Don Juan, entonces, principió a contarle por extenso las noticias recibidas de Francia y la prisión, embargo de bienes y encausamiento de los templarios ordenados en las cartas del papa Clemente, recibidas poco había en los reales de Castilla.

-Bien conozco -concluyó diciendo- que en la hidalguía de vuestra alma no cabe abandonar una alianza que hubieseis asentado con caballeros como vos, pero ya veis que asistir a los templarios abandonados del vicario de Jesucristo y cargados con el grave peso de una acusación fundada en la criminal demanda que acaso van a intentar, sería hacer traición a un mismo tiempo a vuestros deberes de cristiano y bien nacido. Si en algo estimáis, pues, la fina voluntad que de asistiros y serviros he mostrado, ruégoos que desde ahora rompáis la confederación que tenéis con esa orden, objeto del odio universal, y no os apartéis de vuestros amigos y aliados naturales.

Don Álvaro, que estaba íntimamente convencido de la iniquidad de la acusación dirigida contra el Temple y que nunca hubiera creído en el jefe supremo de la Iglesia tan culpable debilidad, escuchó la relación de don Juan con una emoción violenta y profunda, cambiando muchas veces de color y apretando involuntariamente los puños y los dientes con muestras de dolor y de cólera. Por fin, enfrenando como mejor pudo los tumultuosos movimientos de su espíritu, respondió:

-Los templarios se sujetarán al juicio que les abren, en justa obediencia de mandato del sumo pontífice, única autoridad de ellos reconocida, aunque tan ruinmente se postra delante del rey de Francia; pero ni dejarán las armas ni se darán a prisión, ni soltarán sus bienes y castillos sino caso de ser a ello sentenciados por los concilios. Por lo que a mí toca, don Juan de Lara, os perdono el juicio que de mí habéis formado, en gracia de tantos obsequios y cuidados como os debo; pero os suplico que aprendáis a conocerme mejor.

La legítima humillación que don Juan sufría despertó su ira y despecho, pero deseoso de que la cuestión mejorase de terreno, y al mismo tiempo de apurar todos los medios de conciliación y templanza, replicó:

-¿Pero qué?, ¿no teméis manchar la limpieza de vuestra fama, ligándoos con un cuerpo agangrenado con tantas infamias y abominaciones, a quien toda la cristiandad rechaza como a un leproso?

-Señor don Juan, os matáis en balde, queriendo persuadirme a mí lo que tal vez vos mismo no creéis. Por lo demás, no toda la cristiandad rechaza el Temple, pues no se os esconde que el sabio rey de Portugal ha enviado sus embajadores al Papa para protestar de las tropelías y maldades de que está siendo objeto esta ilustre milicia.

-¡Mal aconsejado rey! -dijo el de Lara.

-El mal aconsejado sois vos -repuso don Álvaro con impaciencia-, en menguar así vuestro propio decoro. Id con Dios, que ni mi corazón ni mi brazo faltarán nunca a esos perseguidos caballeros.

Lara frunció el ceño y le preguntó con voz altanera:

-¿Olvidáis que sois mi prisionero?

-Sí, a fe que lo había olvidado, porque vos me habéis dicho que erais mi amigo y no mi carcelero; pero ya que volvéis a vuestro natural papel, sabed que aunque me tengáis a vuestra merced, mi corazón y mi espíritu se ríen de vuestras amenazas.

Don Juan se mordió los labios y guardó silencio por un buen rato, durante el cual, sin duda, su alma, naturalmente noble y recta, le estuvo haciendo sangrientos reproches por su proceder; pero con su genial obstinación se aferró más y más en el partido adoptado. Por fin, levantándose, dijo a su prisionero.

-Don Álvaro, ya conocéis de oídas mi índole arrebatada y violenta; los primeros movimientos no están en nuestra mano. Olvidad cuanto os he dicho, y no me juzguéis sino como hasta aquí me habéis juzgado.

Dicho esto se salió de la cámara, y don Álvaro, con el descuido propio de los hombres esforzados, cuando sólo de su vida se trata, se entregó a sus habituales reflexiones. El de Lara estuvo paseando en la plataforma de uno de los torreones el resto de la tarde con pasos desiguales, hablando consigo propio en ocasiones, gesticulando con vehemencia, y sentándose de cuando en cuando arrobado en profundas distracciones. Por fin, largo rato después de puesto el sol, cuando los áridos campos circunvecinos iban desapareciendo entre los velos de la noche, bajó por la angosta escalera de caracol, y encaminándose a la sala principal del castillo, mandó a llamar por un paje a su físico Ben Simuel. Poco tardó en asomar por la puerta la cara de zorro del astuto judío, y sentándose al lado de su señor entablaron en voz muy baja una viva conversación, de que el paje no pudo percibir nada, sin embargo de estar en la puerta, hasta que por fin Ben Simuel, levantándose, y después de escuchar las últimas palabras de don Juan que las acompañó con un gesto muy expresivo y semblante casi amenazador, se salió de la sala con bastante diligencia.

Cerca de las diez de la noche serían cuando el mismo judío se presentó en el encierro de don Álvaro con una copa en una salvilla, y después de reconocer sus vendajes le hizo tomar aquella poción con que le dijo que reconciliaría el sueño. Despidióse enseguida y don Álvaro comenzó a sentir cierta pesadez que después de tantos insomnios parecía pronóstico de un sueño sosegado. Apenas tuvo tiempo de decir a Millán que le dejase solo, y que cerrase la puerta por fuera sin entrar hasta que llamase, y al punto se quedó profundamente adormecido. El buen escudero, no menos necesitado de descanso que su amo, hizo cuanto se le mandaba, y echando la llave y guardándosela en el bolsillo, se tendió cuán largo era en una cama que para él habían puesto en un caramanchón vecino, y no despertó hasta el día siguiente, cuando ya el sol estaba bastante alto. Acercóse entonces a la puerta por ver si su señor se rebullía o quejaba; pero nada oyó. «Vamos, dijo para sí, de esta vez sus melancolías han podido menos que el sueño, y cuando despierte, Dios mediante, se ha de encontrar otro.» Aguardó, pues, otro rato bueno, durante el cual comenzó a inquietarse, pensando que tanto dormir podría hacer daño a su señor; pero pasada una hora y media ya no pudo contener su impaciencia, y metiendo la llave en la cerradura y dándole vueltas con mucho tiento, entró de puntillas hasta la cama de don Álvaro, y después de vacilar todavía un poco, por fin se decidió a llamarle meneándole suavemente al mismo tiempo. Don Álvaro ni se movió ni dio respuesta alguna, y Millán, de veras asustado, acudió a abrir una ventana; pero cual no debió de ser su asombro y consternación cuando vio el cuerpo de su señor inanimado y frío, apartados los vendajes, desgarradas las heridas y toda la cama inundada en sangre.

Al principio se quedó como de una pieza, agarrotado por el espanto, la sorpresa y el dolor; pero en cuanto pudo moverse salió dando gritos y con los cabellos erizados todavía por los corredores del castillo. Al ruido, acudieron algunos hombres de armas y criados y, por último, el mismo Lara seguido de Ben Simuel. Millán, ahogado por los sollozos que por fin habían podido abrirse paso por medio de su estupor y asombro, les conduce hasta el lecho de su malogrado amo, y cayó sobre él abrazándole estrechamente. Don Juan no pudo contener una mirada errante y tremenda que dirigió a su médico; pero recobrándose al punto y revolviendo fieramente alrededor, y fijándola alternativamente en sus soldados y en Millán, mandó a éste con voz imperiosa que contase lo que había sucedido. Así lo hizo con toda la sencillez e ingenuidad de su dolor, hasta que llegando a decir como había dejado sólo a don Álvaro, el judío, que había estado registrando el cuerpo, se volvió a él con ojos airados s le dijo:

-¡Mira, desgraciado!, ¡mira tu obra! Tu amo en un ensueño o en un acceso de delirio ha roto sus vendajes y se ha desangrado. ¡Cómo dejar sólo a un caballero tan mal herido!

El desdichado escudero empezó a mesarse los cabellos hasta que empleando Lara su autoridad logró que acabase su relación y entonces, condolido de su pena, le dijo:

-Tú no has hecho sino obedecer a tu señor y en nada eres culpable. Además, todos nos hemos engañado. ¿Quién no creía a este noble mancebo libre ya de todo riesgo? ¡Dios ha querido afligirme permitiendo que un castillo mío fuese testigo de semejante desgracia! Mañana se dará sepultura a este ilustre caballero en el panteón de este castillo.

-No ha de ser así, por vida vuestra, señor -le interrumpió Millán-, antes entregádmelo a mí para que lo lleve a Bembibre y lo entierre con sus mayores. ¡Válgame Dios! -exclamó en voz imperceptible ¿y qué responderé a su tío el maestre, y a doña Beatriz cuando me pregunten por él?

-El cuerpo de don Álvaro -replicó don Juan- descansará en este castillo hasta que, restablecida la paz y acabadas estas funestas disensiones, pueda yo mismo con todos los caballeros de mi casa y mis aliados trasladarlo al panteón de su familia, con la pompa correspondiente a su estirpe y alto valor.

Como esto parecía redundar en honra de su malogrado señor, y por otra parte, como sabía que don Juan Núñez era absoluto en sus voluntades, hubo de conformarse con lo dispuesto. El cuerpo de don Álvaro estuvo todo aquel día de manifiesto en la capilla del castillo, acompañado del inconsolable escudero, y escoltado por cuatro hombres de armas que de cuando en cuando se relevaban. El capellán extendió la fe de muerto correspondiente, y aquella misma noche depositó en la bóveda del castillo, en un sepulcro nuevo, los restos de aquel joven desdichado.

Al día siguiente, Millán se presentó a don Juan para que le diese permiso de volver al Bierzo, y después de alabar mucho su fidelidad, se lo otorgó, acompañándolo de un bolsillo lleno de oro.

-Muchas gracias, noble señor -respondió él rehusándolo-. Don Álvaro dejó hecho su testamento al venir a esta desventurada guerra, y estoy seguro de que habrá mirado por su pobre escudero de cuya fidelidad estaba él bien seguro.

-Eso no importa -replicó don Juan haciéndole tomar la bolsa-, tú eres un buen muchacho y, además, el único placer de que disfrutamos los poderosos es él de dar.

Millán salió entonces del castillo, y yendo a encontrarse con Robledo, le contó la tragedia acaecida. La noticia, que al instante corrió por el campo, llenó de disgusto a todos, porque si bien no miraban a don Álvaro con cariño, no por eso dejaban de estimar su brillante valor de que tan fresca memoria dejaba. La mesnada volvió a sus prados y montañas nativas llena de luto y de tristeza por la muerte de su señor, verdadero padre de sus vasallos; y por la de tantos otros hermanos de armas cuyos huesos blanqueaban ya a la luna en los áridos campos de Castilla. Millán los dejó atrás y se adelantó a llevar a Arganza a Ponferrada la fatal nueva.