El Señor de Bembibre/Capítulo XVIII

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Por tan extraños caminos el alma generosa y esforzada de doña Beatriz vino a sucumbir bajo el peso de su misma abnegación y a sacrificar el corto reposo que le brindaba el porvenir a una expiación soñada. Con tan raro concierto y eslabonamiento de circunstancias, a cual más desdichadas, uno por uno se disiparon tantos sueños de ventura como habían mecido su florida primavera, y al despertar se encontró la esposa de un hombre cuya perversidad y vileza todavía estaban por manifestarse en su infernal desnudez. Los días de su gloria habían pasado y la corona se había caído de su cabeza, pero todavía le quedaba un consuelo en medio de tantos males, y era la esperanza de bajar temprano al sepulcro a reunirse con el verdadero esposo que había elegido en su juventud y cuyos recuerdos por donde quiera la acompañaban, como la columna de fuego que guiaba a los israelitas por el desierto en mitad de la noche. Nadie mejor que ella sabía que las fuentes de la vida comenzaban a cegarse en su pecho con las arenas de la soledad y del desconsuelo, y que aquel alma impetuosa y ardiente, que sin cesar luchaba por romper su cárcel, acabaría no muy tarde por levantar el vuelo desde ella. Sus noches desde la enfermedad de Villabuena eran inquietas, y los sucesos posteriores habían aumentado su ansiedad y desasosiego. La muerte de su madre acababa de cerrar el círculo de soledad y desamparo en que empezaba a verse aprisionada, y estremecida su complexión con tantos golpes y trastornos, su respiración comenzaba a ser anhelosa; palpitaba a veces con violencia su corazón y sólo un torrente de lágrimas podía hacer cesar la opresión que sentía en aquellos momentos; otras veces sentía correr un fuego abrasador por sus venas y latir con violencia y por largo tiempo el pulso, exaltándose al propio tiempo su imaginación, o cayendo en una especie de estupor que duraba a menudo muchas horas. Aquel cuerpo noble y bien formado, dechado de tantas gracias y cifra de tantas perfecciones, hacía tiempo que iba perdiendo la morbidez de sus formas y las alegres tintas de la salud. Las facciones se adelgazaban insensiblemente; el color pálido de la cara se hacía más notable por el subido carmín que coloreaba una pequeña parte de las mejillas; los ojos aumentaban en aquella clase de brillantez que pinta, aun a los menos conocedores, que padecen el cuerpo y el espíritu a un tiempo mismo; y a estas señales físicas de un profundo padecimiento interior se agregaba aquel paso rápido de la exaltación en las ideas y sentimientos, al desaliento y la melancolía, que indica tan claramente la unión íntima del cuerpo y del espíritu.

El otoño había sucedido a las galas de la primavera y a las canículas del verano, y tendía ya su manto de diversos colores por entre las arboledas, montes y viñedos del Bierzo. Comenzaban a volar las hojas de los árboles, las golondrinas se juntaban para buscar otras regiones más templadas, y las cigüeñas, describiendo círculos alrededor de las torres en que habían hecho su nido, se preparaban también para su viaje. El cielo estaba cubierto de nubes pardas y delgadas por medio de las cuales se abría paso de cuando en cuando un rayo de sol, tibio y descolorido. Las primeras lluvias de la estación que ya habían caído, amontonaban en el horizonte celajes espesos y pesados, que adelgazados a veces por el viento y esparcidos entre las grietas de los peñascos y por la cresta de las montañas, figuraban otros tantos cendales y plumas abandonados por los genios del aire en medio de su rápida carrera. Los ríos iban ya un poco turbios e hinchados, los pajarillos volaban de un árbol a otro sin soltar sus trinos armoniosos, y las ovejas corrían por las laderas y por los prados recién despojados de su yerba balando ronca y tristemente. La naturaleza entera parecía despedirse del tiempo alegre y prepararse para los largos y oscuros lutos del invierno.

Las tres de la tarde serían cuando en uno de estos días dos caballeros armados de punta en blanco descendían del puerto de Manzanal y entraban en la ribera frondosa de Bembibre. Llevaban calada entrambos la celada y sólo les seguía un escudero de facciones atezadas y cabello ensortijado. El uno de ellos, que parecía el más joven, llevaba una armadura negra, el escudo sin divisa y casco negro también coronado de un penacho muy hermoso del mismo color, cuyas plumas tremolaban airosamente a merced del viento. Mucho debía importarle que no le conociesen, cuando bajo semejante disfraz se encubría. El otro, que por su cuerpo ligeramente encorvado y por la menor soltura de sus movimientos, parecía un poco más anciano, era sin duda un templario, pues llevaba la cruz encarnada en el manto blanco y en el escudo los dos caballeros montados en un mismo caballo, que eran las armas de la orden. A bastante distancia de estos dos personajes caminaban como hasta quince o veinte hombre de armas también con las divisas del Temple.

Era aquel día el que la Iglesia destina para la conmemoración de los difuntos, y las campanas de todos los pueblos llamaban a vísperas a sus moradores para orar por las almas de los suyos. Las mujeres acudían a la iglesia cubiertas con sus mantillas de bayeta negra, llevando cada una en su canasto de mimbres la acostumbrada ofrenda del pan y las velas de cera amarilla. Los hombres, envueltos en sendas y cumplidas capas, acudían también silenciosos y graves a la religiosa ceremonia.

Como en el Bierzo está y estuvo siempre muy diseminada la población, la proximidad de las aldeas hace que sus campanas se oigan distintamente de unas a otras. La hora de la oración, que sorprende al cazador en algún pico elevado y solitario, tiene un encanto y solemnidad indefinible, porque los diversos sonidos, cercanos y vivos los unos, confusos y apagados los otros, imperceptibles y vagos los más remotos, derramándose por entre las sombras del crepúsculo y por el silencio de los valles, recorren un diapasón infinito y melancólico y llenan el alma de emociones desconocidas.

Caminaban nuestros dos viajeros de día muy claro y de consiguiente, carecía el paisaje y la música de las campanas de aquel misterio que la proximidad de la noche comunica a toda clase de escenas y sensaciones, pero según el profundo silencio que guardaban, no parecía sino que aquellos lentos y agudos tañidos, que semejantes a una sinfonía fúnebre y general por la ruina del mundo, venían de todos los collados de las llanuras y de los precipicios, embargaban profundamente su alma. ¿Quién sabe de donde venían aquellos dos forasteros y si eran nativos de aquella tierra? ¿Quién sabe si aquellas voces de metal, que ahora sólo hablaban de la muerte, habían entonado un himno de alegría el día de su nacimiento, les habían despertado en los días de fiesta con sus repiques, y les traían entonces al pensamiento mil pasadas historias y recuerdos? Tal vez eran estas las ideas que en ellos se despertaban, pero no se las comunicaban uno a otro; y callados y absortos en sus meditaciones caminaban a largo y tendido paso sin reparar en las miradas de aquellos sencillos campesinos. Por fin, doblaron la cuesta de Congosto y siguieron el camino del Bierzo abajo.

Aquella misma tarde doña Beatriz, acompañada de todos sus criados y vasallos del pueblo de Arganza, había acudido a las exequias comunes de la gran familia de Cristo, y orado fervorosamente sobre la sepultura apenas cerrada de aquella madre que tanto había querido, y quería aún. También había rogado al Ser Supremo por el eterno descanso de aquel que la adoraba con fe tan profunda y cuyos huesos descansaban en tierra extraña lejos de los de sus padres y hermanos. En aquel día de común tristeza se representaban como en un animado panorama las cortas alegrías de su vida, las escenas de dolor que las habían seguido, el sepulcro que había devorado silenciosamente sus esperanzas terrenas, y la prisión de sus fatales lazos que sin cesar elevaban sus pensamientos en alas de la religión hacia las regiones de lo futuro. Con semejantes impresiones, su corazón se había oprimido más que de costumbre, y acabados los oficios, había sentido la necesidad de respirar el aire libre, necesidad que, por su violencia, probaba muy bien el trastorno que su constitución iba sufriendo. Echó, pues, con su fiel Martina por una calle de árboles de las muchas que cruzaban el soto y huertas de la antigua y noble casa, y fatigada de su corto paseo, sentóse al pie de un nogal frondoso y acopado, por cuyo pie corría un arroyuelo manso y limpio, con sus orillas coronadas de trébol y yerbabuena. Allí, con el codo en las rodillas y la mejilla apoyada en la mano, seguían sus ojos aquellas diáfanas aguas con el aire abatido y desmayado que de continuo solía seguir a sus accesos más vivos. La fiel y cariñosa doncella, única tal vez que conocía a fondo los pesares de su señora y concebía serios temores sobre el fin de aquella fatal melancolía, se había apartado un poco, acostumbrada a respetar estos momentos de distracción y abandono que, en medio de la sorda e interna agitación de doña Beatriz, podían pasar por un verdadero descanso. La pobre muchacha no había querido separarse de su ama en la hora de la amargura, porque habiéndose criado en la casa tenía por ella toda la ternura de una hermana junto con el respeto y sumisión completa, propios de su estado. Millán, establecido ya y deseoso de coronar con el matrimonio sus sinceros amores, siempre había encontrado aplazamientos y dificultades que si bien no eran muy de su gusto, siempre encontraban, sin embargo, disculpa a sus ojos, porque se hacía cargo de que si su amo viviese y hubiese menester su ayuda o compañía, bien podían esperar todas las Martinas del mundo hasta el día mismo del juicio. Sólo una cosa le afligía, y era ver que el alegre y vivo natural de la aldeana se había trocado un poco con tantos sustos y tristezas, y que las rosas mismas de sus mejillas habían perdido sus vivos matices. Comoquiera, todavía conservaba su gracia y donaire, y sobre todo aquel excelente corazón con que de todos se daba a querer.

«Por fin, hoy, decía para sí, contemplando a su ama, estará un poco más a sus anchas la pobrecilla, porque el viejo y el otro pájaro andan por las montañas en no sé qué manejos. Dios me perdone, va es mi amo y me ha regalado las arracadas y cadena que guardo en mi cofre, y sin embargo, ni con esas me pasa de los dientes para adentro. Es verdad que el que conoció a don Álvaro, por maldito que fuese su genio en ocasiones, bien creerá que este señor, con todo su condado y su fachenda, no le llega a la suela del zapato. Así me hubiera yo casado con él, como volar. No sé que mal espíritu le metió a nuestra santa ama semejante terquedad en la cabeza en la horade la muerte. ¡Dios la tenga en su gloria!, pero lo que es el amo que no se moría y tenía el uso cabal de sus sentidos y potencias, no sé yo que bien le salgan sus soberbias y fantasías. Bien oí yo lo que le dijo el abad de Carracedo, que, por cierto, no ha vuelto a poner aquí los pies desde entonces. En verdad, en verdad, que muchas veces he pensado en aquellas palabras, y que cuando veo cómo pasa las noches en claro mi señora y las congojas que le dan, no sé qué me da a mí también el corazón. ¡Válgame Dios, y tan contentos como hubiéramos podido estar todos! No se lo demanden a quien tiene la culpa en el día del juicio.»

Aquí llegaba la buena Martina en sus reflexiones, cuando sintiendo pasos detrás de sí volvió la cabeza y vio la abultada persona de Mendo que, echando los bofes por andar de prisa, venía hacia ella con toda la idea de una novedad muy grande pintada en su espacioso y saludable semblante.

-¿Qué ocurre, Mendo? -preguntó la muchacha, que nunca desaprovechaba la ocasión de dispararle alguna pulla-; ¿qué traéis con esa cara de palomino asustado, que no parece sino que veis la mala visión de siempre?

Esta alusión a la inquietud y comezón que le causaban las visitas un poco frecuentes de Millán, no fue muy del agrado del buen palafrenero, que de seguro hubiera respondido si se le hubiera ocurrido algo de pronto, pero como no era la prontitud del ingenio la cualidad que más campaba en él, y como, por otra parte, el recado que traía era urgente, se contentó con responder:

-En cuanto a la visión, puede que la espante yo haciéndole la señal de la cruz en los lomos; pero no es ese el caso. Has de saber que al meter yo el caballo Reduán por la reja del cercado, de repente se me acercaron dos caballeros, el uno de esos nigrománticos de templarios y el otro no, y preguntándome por doña Beatriz, dijeron que querían hablarla dos palabras. Por cierto, que el caballo del uno me parece que le conozco.

-Más valía que conocieses al jinete; dime, ¿qué señas tiene?

-Ambos traen baja la visera, y el que no es templario, viene con armas negras, que parece el mismo enemigo malo.

-¿Sabes, hombre, que me da en qué pensar la tal visita, y no sé si decírselo al ama?

-Decírselo, eso sí, porque yo tengo que volver con el recado, y aunque ellos me lo dijeron con mucha aquella y buen modo, si no les llevo la respuesta... Dios sabe lo que vendrá, porque ni uno ni otro me han dado buena espina.

Doña Beatriz, que había oído las últimas palabras de la conversación, les ahorró sus dudas y escrúpulos preguntándoles de qué se trataba, a lo cual Mendo repuso, contestando palabra por palabra, como a Martina.

-¡Un caballero del Temple! -dijo ella como hablando entre sí-. ¡Ah! tal vez querrán proponer a mi padre o al conde algún partido honroso para la guerra que amenaza, y me elegirán a mí por medianera. Que vengan al punto -dijo a Mendo-. ¡También la hora de la desgracia ha llegado para esta noble orden! ¡Quiera Dios que no sea el maestre!

-Pero, señora, ¿aquí en este sitio y sola los queréis recibir?

-Necio eres, Mendo -repuso doña Beatriz-, ¿qué temores puede causar a una dama la presencia de dos caballeros? Anda y que no tengan motivo para quejarse de nuestra cortesía.

«El diablo es esta nuestra ama, iba diciendo entre dientes el caballerizo, ¡ella no tiene miedo ni aunque sea a un vestiglo! ¡Cuidado con fiarse de los templarios que son unos brujos declarados y serán capaces de convertirla en rata! No, pues yo en cuanto les dé el recado, por sí o por no voy a avisar a la gente de casa por lo que pueda suceder.»

Los encubiertos caballeros en cuanto recibieron el permiso se entraron a caballo en el cercado y se encaminaron por las señas que les dio el palafrenero hacia donde quedaba su señora.

«Pues, dijo éste, poco satisfecho de semejante llaneza; ¡como si fuera por su casa se meten! No, pues como se salgan un punto de lo regular, yo les prometo que les pese de la burla.» Y diciendo esto se encaminó a la casa.

Echaron pie a tierra los desconocidos poco antes de llegar a doña Beatriz, y el caballero de las armas negras, con un paso no muy, seguro, se fue acercando a ella seguido del templario. La señora, con ojos espantados y clavados en él, seguía con ademán atónito todos sus movimientos, como colgada de un suceso extraordinario y sobrenatural. Si el sepulcro rompiese alguna vez sus cadenas, sin duda creería que la sombra de don Álvaro era lo que así se le aparecía. El caballero se alzó lentamente la celada y dijo con una voz sepulcral:

-¡Soy, yo, doña Beatriz!

Martina dio entonces un tremendo grito y cayó al suelo sin fuerzas, cerrando los ojos por no ver el espectro de don Álvaro, pues por tal le descubrían la palidez de sus facciones y su voz trémula y hueca. Su ama, al contrario, aunque sujeta a la misma engañosa ilusión, lejos de temer la imagen de su amante, se arrojó hacia ella con los brazos abiertos temiendo que entre ellos se le deshiciese, y exclamando con un acento que salía de lo más hondo del corazón:

-¡Ah!, ¿eres tú, sombra querida, eres tú? ¿Quién te envía otra vez a este valle de lágrimas y delitos que no te merecía? Mis ojos desde tu muerte no han hecho más que seguir el rastro de luz que tu alma dejó en los aires al encumbrarse al empíreo, no he abrigado más deseo sino el de juntarme contigo.

-Temed, doña Beatriz -repuso el caballero (porque como presumirán nuestros lectores menos preocupados que aquella desventurada mujer, él mismo y no su espíritu era el que se aparecía)-, porque todavía no sé si debo bendecir o maldecir este instante que nos reúne.

-¡Ah! -replicó doña Beatriz sin poner atención en lo que le decía, y palpando sus manos y sus armados brazos-, ¿pero eres tú?, ¿pero estás vivo?

-Vivo, sí -respondió él-, aunque bien puede decirse que acabo de salir de la huesa.

-¡Justicia divina! -exclamó ella con el acento de la desesperación, cuando ya no le cupo ninguna duda-; ¡es él, el mismo! ¡Miserable de mí! ¿Qué es lo que he hecho?

Diciendo esto, se retiró unos cuantos pasos hasta apoyarse en el tronco de un árbol, retorciéndose los brazos.

Don Álvaro echó una ojeada al templario que también había levantado su visera y no era otro sino el comendador Saldaña, el que parecía pedirle perdón. Enseguida se acercó a doña Beatriz y le dijo con un acento al parecer respetuoso y sosegado, pero en realidad iracundo y fiero.

-Señora, el comendador que veis ahí presente me ha asegurado que sois la esposa del conde de Lemus, y aun cuando no ha mucho que le debí la libertad y la vida, y sus años le aseguran el respeto de todos, no sé en qué estuvo que no le arrancase la lengua con que me lo dijo y el corazón por las espaldas. Voy viendo que no mintió, pero aún me quedan tantas dudas que si vos no me las desvanecéis, nunca llegaré a creerlo.

-Cuanto os ha dicho es la pura verdad -respondió doña Beatriz-; id con Dios, y abreviad esta conversación que sin duda será la postrera.

-La postrera será sin duda alguna -repuso él con el mismo acento-, pero fuerza será que me oigáis. ¿Que es verdad decís? Lo siento por vos más que por mí, porque habéis caído de un modo lamentable, y me habéis engañado ruin y bajamente.

-¡Ah!, ¡no! exclamó doña Beatriz juntando las manos-, nunca...

-Escuchadme todavía -dijo don Álvaro interrumpiéndola con un gesto duro e imperioso-. Vos no sabéis todavía hasta dónde ha llegado el amor que os he tenido. Yo no había conocido familia ni más padre que mi buen tío, y vos lo erais todo para mí en la tierra, y en vos se posaban todas mis esperanzas a la manera que las águilas cansadas de volar se posan en las torres de los templos. ¡Ah!, templo, y muy santo, era para mí vuestra alma, y cuando la dicha me abrió sus puertas, procuré despojarme antes de entrar en él de todas las fragilidades y pobrezas humanas. Con vos mi vida cambió enteramente; los arrebatos de la imaginación, las ilusiones del deseo, los sueños de gloria, los instintos del valor, todo tenía un blanco, porque todo iba a parar a vos. Mis pensamientos se purificaban con vuestra memoria; en todas partes veía vuestra imagen como un reflejo de la de Dios, procuraba ennoblecerme a mis propios ojos para realzarme a los vuestros, y os adoraba, en fin, como pudiera haber adorado un ángel caído que pensase subir otra vez al cielo por la escala mística del amor. Tenía por divina la fortuna de encontrar gracia en vuestros ojos, e imaginándoos una criatura más perfecta que las de la tierra, sin cesar trabajaba mi espíritu para asemejarme a vos. Saben los cielos, sin embargo, que una sola sonrisa vuestra, la ventura de llegar mis labios a vuestra mano eran galardón sobrado de todos mis afanes.

La voz varonil de don Álvaro, destemplada en un principio por la cólera, a despecho de sus esfuerzos, se había ido enterneciendo poco a poco hasta que, por último, se asemejaba al arrullo de una tórtola. Doña Beatriz, dominada desde el principio por una profunda emoción, había estado con los ojos bajos, hasta que, al fin, dos hilos copiosos de lágrimas comenzaron a correr por su semblante marchito ya, pero siempre hermoso. Al escuchar las últimas palabras de don Álvaro se redobló su pena, y dirigiéndole una tristísima mirada le dijo con voz interrumpida por los sollozos:

-¡Oh, sí!, ¡es verdad! ¡Hubiéramos sido demasiado felices! No cabía tanta ventura en este angosto valle de lágrimas.

-Ni en vos cabía la sublimidad de que en mi ilusión os adornaba -respondió el sentido caballero-. ¿Os acordáis de la noche de Carracedo?

-Sí, me acuerdo -respondió ella.

-¿Os acordáis de vuestra promesa?

-Presente está en mi memoria, como si acabase de salir de mis labios.

-Pues bien, aquí me tenéis, que vengo a reclamar vuestra palabra, porque aún no se ha pasado un año; y a pediros cuenta del amor que en vos puse y de mi confianza sin límites. ¿Qué habéis hecho de vuestra fe? ¿No me respondéis y bajáis los ojos? Respondedme..., ved que soy yo quien os pregunta; ved que os lo mando en nombre de mis esperanzas destruidas, ¡de mi desdicha presente y de la soledad y la amargura que habéis amontonado en mi porvenir!

-Todo está por demás entre nosotros -replicó ella-. El comendador os ha dicho la verdad; soy la esposa del conde de Lemus.

-Beatriz -exclamó el caballero-, por vos, por mí mismo, explicaos. En esto hay algún misterio infernal, sin duda alguna. ¡Mirad, yo no quisiera despreciaros!, yo quiero que os disculpéis, que os justifiquéis; ya que os pierdo, no quisiera maldecir vuestra memoria. Decidme que os arrastraron al altar, decidme que os amedrentaron con la muerte, que perturbaron vuestra razón con maquinaciones infernales; decidme, en fin, algo que os restituya la luz que veo en vos oscurecida y que ha llenado mi pecho de hiel y de tinieblas.

Doña Beatriz volvía a su silencio, cuando Martina, recobrada ya de su susto y viendo que era el señor de Bembibre, no un espíritu sino en cuerpo y alma el que tenía delante, no pudo menos de responder por su ama:

-Sí, señor, sí que la violentó su madre, y del peor modo posible, porque ella quiso, desde luego, irse al convento y esperaros allí, aunque todos decían que estabais en el otro mundo y enseguida quedarse monja tan profesa como la abadesa su tía. Por más señas que...

-Silencio, Martina -replicó su señora con energía-, y vos, don Álvaro, nada creáis, porque he dispuesto de mi mano libre y voluntariamente delante del abad de Carracedo, que me dio la bendición nupcial. Ya veis, pues, que ninguna violencia pudo haber.

-¿Conque, según eso, vos sola os habéis apartado del camino de la verdad? Por vos lo siento. Otra vez vuelvo a decíroslo, porque envilecéis mi amor que era la llama más pura de mi vida. ¡Quién me dijera algún día que os había de tener por más vil y despreciable que el polvo de los caminos!

-¡Don Álvaro! -le interrumpió el templario-; ¿cómo os olvidáis así de vos mismo y ultrajáis a una dama?

-Dejadle, noble anciano -repuso doña Beatriz-; razón tiene para enojarse y aun para maldecir el día en que me vio por vez primera. Don Álvaro -prosiguió dirigiéndose a él-; Dios juzgará en su día entre los dos, porque él es el único que tiene la llave de mi pecho, y a sus ojos no más están patentes sus arcanos. Sólo os ruego que me perdonéis, porque mi vida, sin duda, será breve, y no quisiera morir con el peso de vuestro odio encima de mi corazón. Adiós, pues; idos pronto, porque vuestra vida y tal vez mi honra están peligrando en este punto en que nos despedimos para siempre, y en que de nuevo os ruego que me perdonéis, y os olvidéis de quien tan mal premio supo dar a vuestra acendrada hidalguía.

Estas palabras pronunciadas con tanta modestia y dulzura, pero en que vibraba una entonación particular, parecían revelar a don Álvaro en medio de su pesadumbre y su cólera el inmenso sacrificio que aquella dulce y celestial criatura se imponía. El metal de su voz tenía a un mismo tiempo algo de sonoro y desmayado, como si su música fuese un eco del alma que en vano se esforzaban por repetir en toda su pureza los órganos ya cansados. Don Álvaro notó también el estrago que los sinsabores y los males habían hecho en aquel semblante modelo de gracia noble y a la par lozana y florida. Su ira y despecho se trocó de nuevo en un enternecimiento involuntario, y acercándose más a ella, con toda la efusión de su corazón, le dijo:

-Beatriz, por Dios santo, por cuanto pueda ser de algún precio para vos en esta vida o en la otra, descifradme este lúgubre enigma que me oprime y embarga como un manto de hielo. Disipad mis dudas...

-¿Os parece -le contestó ella interrumpiéndole con el mismo tono patético y grave que hemos bebido poco del cáliz de aflición, que tan hidrópica sed os aqueja de nuevos pesares?

-¡Ay, señora de mi alma! -exclamó Martina acongojada-, ¿qué es lo que veo por la calle grande de árboles? ¡Desdichadas de nosotras!, ¡es mi señor y el conde y todos los criados de la casa! ¿Qué va a suceder, Dios mío?

Doña Beatriz entonces pasó de su resignada calma a la más tremenda agitación, y agarrando a don Álvaro por el brazo con una mano y señalándole con la otra un sendero encubierto entre los árboles, le decía con los ojos desencajados y con una voz ronca y atropellada:

-¡Por aquí!, ¡por aquí, desventurado! Este sendero conduce a la reja del cercado y llegaréis antes que ellos. ¡Oh, Dios mío!, ¿para esto lo habéis traído otra vez delante de mis ojos?... ¿Pero qué hacéis? ¡Mirad que vienen!...

-Dejadlos que vengan -dijo don Álvaro, cuyos ojos al sólo nombre del conde habían brillado con singular expresión.

-¡Cielo Santo!, ¿estáis en vos? ¿No veis que estáis solos y ellos son muchos y vienen armados? ¡Oh, no os sonriáis desdeñosamente!; ¡yo soy una pobre mujer que no sé lo que me digo! Bien sé que vuestro valor triunfará de todo, ¡pero pensad en mi honra que vais a arrastrar por el suelo y no me sacrifiquéis a vuestro orgullo! ¡Ah!, ¡por Dios, noble comendador, lleváosle, lleváosle, porque le matarán y yo quedaré amancillada!

-Sosegaos, señora -contestó el anciano-, la fuga nos deshonraría mucho más a todos, y en cuanto a vuestra honra, nadie durará de ella cuando ponga por garante estas canas.

El ruido se oía más cerca, y las muchas voces y acalorada conversación parecían indicar alguna resolución enérgica y decidida.

-Bien veis que ya es tarde -dijo entonces don Álvaro-, pero sosegaos -añadió con sonrisa irónica-, que no es este el lugar y mucho menos la ocasión de la sangre.

Doña Beatriz, viendo la inutilidad de sus esfuerzos, rendida y sin ánimo, se había dejado caer al pie del nogal que sombreaba el arroyo.