El Señor de Bembibre/Capítulo XXVII

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Después de la malograda empresa que acabamos de describir, el conde mandó a pedir refuerzos a sus estados de Galicia, firme en su propósito de lavar con la toma de Cornatel la afrenta recibida. Antes de que llegasen, sin embargo, las mesnadas de Arganza y Carracedo cruzaron el Sil al mando de don Alonso Ossorio, y fueron a engrosar sus diezmadas filas, socorro oportunísimo en aquellas circunstancias poco favorables, no sólo por el número y calidad de sus guerreros, sino por el prestigio que el señor de Arganza disfrutaba en el país, y sobre todo por el sello de religión que parecía poner en la demanda la intervención del abad de Carracedo, justamente respetado por sus austeras virtudes. La confianza volvió a renacer con esto en su pequeño ejército, y como a pocos días de Cabrera comenzaron a venir nuevas bandas otra vez florecieron en el conde sus antiguas y risueñas esperanzas.

La entrevista de suegro y yerno fue, como pueden figurarse nuestros lectores, muy ceremoniosa, porque delante de sus respectivos vasallos debían dar el ejemplo de unión y concierto de voluntades, que tanto provecho podría traer a la causa que defendían.

No era la menor de las contrariedades que sufría impaciente don Alonso, la de servir debajo del mando de un hombre que unido a él por los lazos del parentesco más inmediato, distaba infinito de su corazón por las fealdades que le manchaban. El conde, conociendo harto bien la dificultad de purgarse de sus culpas a los ojos de su suegro, y por otra parte viendo bajo sus banderas los vasallos de Arganza, que era uno de los blancos a que se encaminaba desde muy atrás su calculada perfidia, se encastilló en su altanería, y no quiso entrar con su suegro en ningún género de explicaciones. Éste, por su lado, guardó una conducta en todo parecida, y aunque delante de los suyos y en todos los actos públicos le trataba con deferencia y aun con cordialidad, cuando la casualidad les juntaba a solas acostumbraban a hablar únicamente de los asuntos militares propios de la empresa que habían acometido, situación para entrambos penosa, pero sobre todo para don Alonso, cuyo carácter franco y noble, se avenía mal con semejantes falsías y dobleces. Comoquiera, el deseo de ocultar a los ojos del vulgo los pesares y desabrimientos de su familia, le obligaba a devorar en silencio su amargura, por desgracia demasiado tardía, y que hacía más insufrible todavía la comparación que a cada punto se le presentaba de la suerte de su hija, con la que otra elección más acertada pudiera haberle proporcionado.

Algo más tardaron en llegar los refuerzos de Galicia, tanto por la mayor distancia cuanto porque el conde, escarmentado con el pasado suceso y convencido de que Cornatel no era para ganado de una embestida, había hecho traer trabucos y otras máquinas de guerra que embarazaron no poco la marcha de las tropas. Durante este tiempo sobrevinieron graves sucesos que aceleraron el desenlace de aquel drama enmarañado y terrible. Los templarios de Aragón, abandonados de todos sus aliados y en lucha con un trono más afianzado y poderoso que el de Castilla, a duras penas podían resistir, encerrados en Monzón y en algún otro de sus castillos, las armas de toda aquella tierra concitadas en contra suya, y andaban ya en tratos para rendirse. El rey de Portugal, por su parte, a pesar del apego con que miraba aquella noble orden, conociendo la dificultad de calmar la opinión general y temeroso, por otra parte, de los rayos del Vaticano, había cedido en su propósito más generoso que político, y aconsejado a don Rodrigo Yáñez y al lugarteniente de Aragón que, aceptando su mediación y confiándose a la justificación de los concilios provinciales, entregasen desde luego sus castillos y bienes, en obediencia de las bulas pontificias. Tal había sido la opinión del maestre de Castilla en un principio, pero los ultrajes hechos a la orden por una parte, la conmoción difícil de calmar introducida entre sus caballeros por otra, y por último la imprudencia del rey Fernando el Cuarto, en elegir para capitán de aquella facción al enemigo más encarnizado del Temple en el reino de León, le habían retraído de ponerla en planta. De todos modos, ahora la inexorable mano del destino parecía indicarle esta senda, y por lo mismo envió cartas a Saldaña, noticiándole lo que pasaba, y exhortándole a que, atajando la efusión de sangre, entrase en capitulaciones honrosas con el conde. El anciano comendador dio por respuesta que el encono y rencor implacable del de Lemus imposibilitaban todo término justo y decoroso de avenencia, pues sólo soñaba y respiraba venganza del revés que había experimentado delante de sus murallas; que con semejante hombre, ajeno de toda hidalguía, no podía responder de las vidas de sus caballeros; y finalmente, que si el rey traspasaba a otro cualquiera de sus ricos hombres el cargo y autoridad por él ejercida, desde luego entablaría las pláticas necesarias.

De estas noticias las más esenciales se derramaron brevemente por el campo sitiador, y el conde no dejó de aprovecharlas para sus intentos de odio y de venganza. Don Alonso no pudo menos de recordarle cuán ajeno era de la ley de la caballería negar todo acomodo honroso a unas gentes que tan ilustre nombre dejaban, sobre todo cuando tantos daños podían venir a la desventurada Castilla de la prolongación de una lucha fratricida; pero el conde le respondió que sus órdenes eran terminantes y su único papel la obediencia. Separáronse, pues, más desabridos que nunca, y el señor de Arganza le amenazó con que pondría de manifiesto ante los ojos del rey la preferencia que daba a sus rencillas e intereses particulares sobre el procomún de la tierra y de la corona. El conde, que en el fondo no desconocía la justicia y prudencia de semejantes reclamaciones, temió con razón que la corte accediese a ellas, y como por otra parte sus tropas estaban ya provistas y reforzadas se decidió a dar la última embestida a Cornatel.

Poco tardó en averiguar que los jinetes que habían destrozado su caballería habían salido del castillo y no venido de Ponferrada, como en un principio se figuró. Así pues, procuró conocer la misteriosa puerta que sin duda daba al precipicio, deseoso de herir a un contrario por los mismos filos. Mandó llamar para esto al intrépido Andrade que, gracias a su serenidad y a los hábitos de cazador, podía andar por sitios inaccesibles a la mayor parte de las gentes, y al mismo tiempo poseía gran astucia y sagacidad.

-Cosme -le dijo en cuanto le vio en su presencia-, ¿te parece que podremos entrar en ese infernal castillo por el lado del derrumbadero?

-Por muy difícil lo tengo, señor -respondió el montañés dando vueltas entre las manos a su gorro de pieles-, a menos que no nos den las alas de las perdices y milanos; ¿pero hay más que verlo, señor?

-Sí, pero en eso está el peligro, porque con esa peña que echen a rodar de arriba pueden aplastaros en semejantes angosturas.

-De manera es que no hay atajo sin trabajo -respondió el animado Andrade, y no estaré mucho peor que en aquel maldito puente que parecía el del infierno.

Frunció el conde el ceño con este importuno recuerdo de su derrota, pero conteniéndose como pudo, explicó sus deseos al montañés que, con la agudeza propia de aquellas gentes, los comprendió al momento.

-Así, y con ayuda de Dios -concluyó el caudillo-, presto daremos cuenta de esos ruines hechiceros que sólo con sus malas artes se defienden.

-En eso habéis de perdonar, señor -replicó el sincero montañés-, porque si el diablo los asiste, no se ayudan ellos menos con sus brazos, que a fe que no son de pluma. Y sobre todo, mágicos o no, en sus manos me tuvieron con una porción de los míos, y pudiendo colgarnos al sol para que nos comieran los cuervos, nos dejaron ir en paz y nos regalaron sobre esto.

Y enseguida contó el conde la escena de la poterna y la largueza del comendador. Mordióse el conde los labios de despecho al ver que en todo le vencían y sobrepujaban aquellos soberbios enemigos, y deseoso de borrar su liberalidad, dijo al cazador:

-Doscientas doblas te daré yo, si encuentras modo de que entremos en el castillo.

-Eso haré yo sin las doscientas doblas -respondió Andrade, porque las ciento que me dio Saldaña todas las he repartido entre los heridos y viudas de los pobres que murieron aquel día. A mí, Dios sea bendito, nada me hace falta, mientras tenga mi ballesta y haya osos y jabalíes por Cabrera.

Con esto, y después de recibir las instrucciones del conde, se salió de su tienda, y juntando una docena de los más esforzados de los suyos, bajó por detrás de Villavieja hasta el riachuelo y se acercó a la raíz misma de las asperezas que por allí defienden el castillo. Con sus ojos, acostumbrados a los acechos nocturnos, comenzaron a registrar las matas y peñascos, y entre una quiebra formada por dos de ellos y medio cubierta por los arbustos, tardaron poco en divisar los barrotes de hierro de la reja; pero no bien se habían acercado cuando una flecha salió silbando de la oscuridad e hirió de soslayo a uno de ellos en un brazo. Apartáronse al punto conociendo que era imposible toda sorpresa con hombres tan vigilantes, y que una embestida a viva fuerza por la misma sería tan temeraria como inútil. Comenzaron, por lo tanto, a retirarse, pero al pasar por debajo del ángulo oriental del castillo paróse Andrade y comenzó a mirar atentamente las grietas y matorrales de aquel escarpado declive. Por lo visto hubo de satisfacerle su reconocimiento, pues comenzó a trepar por aquella escabrosidad asiéndose a cualquier arbusto y asentando el pie en la menor prominencia del peñasco, hasta que llegó, con asombro de los mismos suyos, a una especie de plataforma poco distante ya del torreón. Allí se puso a escuchar con gran ahínco por ver si sentía los pasos del centinela, y después de observar cuidadosamente durante otro rato todos los accidentes, formas y proyecciones del terreno, se volvió a bajar del mismo modo que había subido, aunque con mayor trabajo. En cuanto llegó a la margen del arroyo encomendó el silencio a sus compañeros, y apretando el paso poco tardaron en llegar a los barrancos de las Médulas. Dormía el conde a la sazón, pero en cuanto se presentó Andrade a la entrada de la tienda al punto le despertó un paje y no tardó en introducir al montañés. Hízole sentar el conde y después de ofrecerle una copa de vino, que sin ceremonia trasegó a su estómago, le pidió cuenta de su expedición.

-Hemos dado con la puerta -contestó Andrade, pero está defendida y por allí no hay que pensar en meterles el diente.

-Bien debí presumirlo -respondió el conde, pero la impaciencia me ciega y me consume.

-No os dé pena por eso, señor -respondió el montañés-, porque he descubierto otro boquete algo mejor y más seguro.

-¿Y cuál? -preguntó el conde con ansiedad.

-El torreón del lado del naciente -respondió el cazador muy ufano.

El conde miró con ceño y le dijo ásperamente.

-¿Estás loco, Andrade?, ¡ni los corzos y rebezos de tus montañas son capaces de trepar por allí!

-Pero lo somos nosotros -replicó él con un poco de vanidad mal reprimida-, ¿loco eh? en verdad que para vos y los vuestros debe de ser locura llegar por aquel lado a pocas varas de la muralla.

-¿Pues no decías que eran menester las alas de las perdices para eso?

-Es que si entonces dije eso, ahora digo otra cosa, que como decía mi abuela, de sabios es mudar de consejo y, además, no soy yo el río Sil para no poder volverme atrás de mis juicios, cuando van descaminados. Os digo que de allí al castillo no hay más que una mediana escala o unas brazas de cuerda con un garfio a la punta.

-¿Pero crees tú que no tendrán allí escuchas ni centinelas? Cuenta con que dos hombres solos podrían desbaratarnos desde aquel sitio.

-Más de una hora estuve escuchando -repuso el montañés, que ya comenzaba a impacientarse con tantas objeciones- y no oí ni cantar, ni rezar, ni silbar, ni ruido de armas o de pasos.

-¡Ah! -respondió el conde poniéndose en pie con júbilo feroz-, míos son, y de esta vez no se me escaparán. Pídeme lo que más estimes de mi casa y de mis tierras, buen Andrade, que por quien soy, te lo daré al instante.

-No es eso lo que tengo que demandaros, señor -replicó el cabreirés-, sino la vida del comendador en especial y de todos los demás caballeros que prendamos. A mí y a los míos nos conservaron la que nos sustenta, y como sabéis sin duda mejor que yo, el que no es agradecido, no es bien nacido.

Quedóse como turbado el conde con tan extraña petición, pero recobrando sus naturales e iracundas disposiciones, le dijo rechinando los dientes y apretando los puños:

-¡La vida de ese perro de Saldaña! ¡Ni el cielo ni el infierno me lo arrancarían de entre las manos!

-Pues entonces -replicó resueltamente el montañés ya veremos cómo vuestros gallegos, que tienen la misma agilidad que los sapos, se encaraman por aquellos caminos carreteros, porque yo y los míos mañana mismo nos volveremos a nuestros valles.

-Quizá no volváis -respondió el conde con una voz ahogada por la rabia-, porque quizá yo os mande amarrar a un árbol y despedazaros las carnes a azotes hasta que muráis. Vuestra obligación es servirme como vasallos míos que sois.

El montañés le respondió con templanza pero valientemente:

-Durante la temporada del invierno, que es la de nuestras batidas y cacerías, ya sabéis que según costumbre inmemorial y fuero de vuestros mayores, no estamos obligados a serviros. Lo que ahora hacemos es porque no se diga que el peligro nos arredra. En cuanto a eso que decís de atarme a un árbol y mandarme azotar -añadió mirándole de hito en hito-, os libraréis muy bien de hacerlo, porque es castigo de pecheros y yo soy hidalgo como vos, y tengo una ejecutoria más antigua que la vuestra y un arco y un cuchillo de monte con que sostenerla.

El conde, aunque trémulo de despecho, por uno de aquellos esfuerzos propios de la doblez y simulación de su alma, conociendo la necesidad que tenía de Andrade y de los suyos, cambió de tono al cabo de un rato y le dijo amigablemente:

-Andrade, os otorgo la vida de esos hombres que caigan vivos en vuestro poder, pero no extrañéis mi cólera porque me han agraviado mucho.

-Los rendidos nunca agravian -respondió Cosme-; ahora nos tenéis a vuestra devoción hasta morir.

-Anda con Dios -le dijo el conde, y dispón todo lo necesario para pasado mañana al amanecer.

Salió el montañés enseguida y el conde exclamó entonces con irónica sonrisa:

-¡Pobre necio!, ¿y cuando yo los tenga entre mis garras serás tú quien me los arranque de ellas?