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El Señor de Bembibre/Capítulo XXX

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En tanto que esto pasaba en Villabuena seguían los tratos en Cornatel entre Saldaña y el señor de Arganza, con esperanzas cada día mayores de un amigable y caballeroso arreglo. Las noticias, que desde antes de la muerte del conde de Lemus sin interrupción se sucedían, iban dando en tierra poco a poco con el aéreo castillo de las esperanzas de aquel viejo entusiasta y valeroso. Al cabo de tantos sueños de gloria y de grandeza, la mano de la realidad le mostraba en perspectiva no muy lejana, la ruina inevitable de su orden que el cielo abandonaba en sus altos juicios, después de haberla adornado como a un rápido meteoro de rayos y resplandores semejantes a los del sol.

No bien se habían retirado los enemigos después de la muerte de su capitán, pasó Saldaña al aposento donde por orden suya habían cerrado a don Álvaro. Conociendo su carácter impetuoso y violento, entró decidido a sufrir todas las injusticias de su cólera, exacerbada entonces hasta el último grado por la injuria que creía recibida. Estaba sentado en un rincón con los codos en las rodillas y la cara entre las manos, y aunque oyó descorrer los cerrojos y abrir la puerta, no salió de sus sombrías cavilaciones, pero no bien escuchó la voz del comendador saltó como un tigre de su asiento y plantándose delante de él comenzó a mirarle de hito en hito. El comendador le miraba también, pero con gran sosiego y con toda la dulzura que cabía en su carácter violento, con lo cual se doblaba la cólera del agraviado caballero. Por fin, frenando su ira como pudo, le dijo con voz cortada y ronca:

-En verdad que si los enemigos de nuestra orden logran sus ruines deseos, y quedamos ambos sueltos de los lazos que nos atan, os tengo de arrancar la vida o dejar la mía en vuestras manos.

-Aquí la tenéis -contestó el comendador con tono templado-, poco me arrancan con ella, cuando ya no puedo emplearla en servicio de nuestra santa orden. Harto mejor fuera morir a vuestras manos que en la soledad y el destierro, pero como quiera que sea el haber arrancado al conde de vuestras manos, es la única merced y prueba de cariño que habéis recibido de mí en vuestra vida.

Don Álvaro se quedó estático con esta respuesta, pues conociendo el respetable carácter de Saldaña no podía figurarse que en su mayor baldón se cifrara un servicio tan eminente. Embrollada su mente en tan opuestas ideas, permaneció callado por un buen rato.

-Don Álvaro -le dijo de nuevo el anciano-, ¿creéis que doña Beatriz pudiera dar su mano a quien estuviese manchado con la sangre de quien al cabo era su esposo?

-Tal vez no -contestó don Álvaro, en quien aquel nombre había producido un estremecimiento involuntario.

-Pues ahí tenéis el servicio que me debéis. A un mismo tiempo he vengado a mi orden y os he acercado a doña Beatriz.

-¿Qué estáis ahí diciendo? -repuso don Álvaro cada vez más confuso y aturdido-, ¿qué puede haber de común entre doña Beatriz y yo, si no es la igualdad de la desventura?

-Dentro de poco probablemente recobraréis vuestra libertad, y entonces...

-¿Cómo echáis en el olvido que mis votos sólo se rompen con la muerte? -le replicó el joven amargamente.

-Ni vos pudisteis pronunciarlos, ni nosotros recibirlos. Nuestra orden estaba ya emplazada delante del concilio, y cuando en él comparezcamos yo me acusaré de que el maestre, vuestro tío, sólo os recibió por nuestra violencia.

-Pero yo diré lo que mi corazón sentía, y que por mi parte fueron y son de todas veras sinceros. Mi suerte, además, será la vuestra, porque nuestro crimen es el mismo. Pero decidme -añadió olvidando su resentimiento y acercándose al comendador con interés-, ¿cómo vamos a presentarnos al concilio?

-Como reos y a la merced de nuestros enemigos -respondió Saldaña procurando reprimir algunas lágrimas de coraje que se asomaban a sus ojos. La Europa entera se levanta contra nosotros y Dios nos ha dejado en medio del mar que atravesábamos a pie enjuto como al ejército de Faraón. De hoy más, Jerusalén -continuó volviéndose al oriente con las manos extendidas y soltando la rienda al llanto y a los sollozos-, de hoy más, compra tu pan y granjéate tu agua con dinero, como en los tiempos del profeta, porque el Señor ha tendido sus redes y no aparta su mano de tu perdición. Todos tus amados te han desamparado, y la esterilidad y la viudez vendrán juntas sobre ti.

Entonces, y después de dar vado a su intenso dolor, contó a don Álvaro el desaliento que cundía entre los templarios de Aragón y de Castilla, que ya habían entregado algunas de sus fortalezas, y finalmente el desamparo y aislamiento total a que la calumnia y codicia por un lado, y la superstición por otro, les habían reducido. Últimamente le mostró una carta que había recibido de don Rodrigo poco antes de la embestida en que acabó tan miserablemente el conde de Lemus, en que le mandaba tan funestas nuevas, insistiendo en la necesidad de dar pronto término a tan aciaga lucha, sin menoscabo del honor en todo caso. Advertíale asimismo de lo conveniente que sería a su fama acudir prontamente al concilio de Salamanca, sobre todo después que algunos de los obispos que debían componerle le habían asegurado por escrito, contestando a sus cartas, que en aquel importante juicio entraban limpios de toda prevención y ojeriza, y que jamás consentirían en que se atropellasen sus fueros de caballeros y miembros de la Iglesia. El comendador no había querido dar a conocer estas cartas a ninguno de los suyos porque la enemiga del de Lemus cerraba la puerta a todo trato honroso, y por otra parte, semejantes nuevas podían enfriar una resolución que de ningún modo sobraba delante de contrario tan sañudo. Apartado, por fin, este obstáculo y entabladas las negociaciones bajo distinto pie por el señor de Arganza, manifestó a don Álvaro que pronto asentarían sus capitulaciones y pondrían la fortaleza de Cornatel, y aun la de Ponferrada quizá, en poder de don Alonso.

-Hijo mío -le dijo por último-, la venda ha caído de mis ojos, y mis sueños de gloria y de conquista se han desvanecido, porque el Balza no volverá a desafiar al viento en nuestras torres.

Comoquiera, tú eres joven y la felicidad aún puede mostrarte su rostro en los albores de tu primavera. El único obstáculo invencible que había lo he quebrantado yo en pedazos contra las rocas y precipicios de este castillo. Por lo que hace a mí, si Dios conserva a pesar de tan fieros golpes esta vida ya cascada, no residiré ya más en esta Europa ruin y cobarde que así abandona el sepulcro del Salvador, y sólo guerrea contra los que han dado su vida y su sangre por Él. ¿Todavía me guardas ahora rencor por lo pasado? -preguntó a don Álvaro, asiéndole de la mano y trayéndole hacia sí.

-¡Oh, noble Saldaña! -exclamó el joven, precipitándose en sus brazos y estrechándole fuertemente. ¿Qué habéis encontrado en mí para tanta bondad y cariño como me prodigáis a manos llenas? ¿Quién puede tachar de seco vuestro noble corazón?

-Así es la verdad, don Álvaro -contestó el anciano-, y con eso no me ultrajan. Mis pensamientos me han servido como las alas al águila para levantarme de la morada de los hombres; pero, como ella, he tenido que vivir en las quiebras de los peñascos donde silban los vientos. ¿Que por qué te he querido?, porque sólo tú eras digno de morar conmigo en la altura, como mi polluelo, para mirar al sol y acechar el llano. Ahora la montaña se ha hundido, y cuando mis alas ya no me sostengan iré a caer en un arenal apartado para morir en él. ¡Ojalá que entonces pueda verte posado con tu compañera a la orilla de una fuente en el valle florido, de donde sólo te ha apartado la iniquidad y la desdicha!

Con tan melancólicas palabras se acabó aquella conversación que interrumpió la llegada del señor de Arganza. La entrevista con entrambos caballeros, testigos de la terrible escena del cercado de Arganza, no pudo menos de traer un sinfín de memorias tristes a don Alonso que en la cortés acogida que hizo a don Álvaro, y en los grandes y delicados elogios que tributó a sus recientes hazañas, le dio claramente a entender cuán mudado estaba su espíritu y cuántos pesares le había acarreado su anterior conducta.

Las bases y condiciones de aquel tratado se ajustaron prontamente a gusto de los templarios, y a los pocos días desocuparon aquel castillo que con tanto valor habían guardado. Saldaña, antes de salir, indicó al señor de Arganza el mismo pensamiento que a don Álvaro, y por la alegre sorpresa con que fue recibido pudo conocer que sus deseos se cumplirían. Don Alonso acompañó a los templarios a Ponferrada, y para colmo de cortesía, el pendón de la orden no dejó de ondear por mandado suyo en la torre de Cornatel, en tanto que sus moradores pudieran divisar al volverse aquellas enriscadas almenas que ya no volverían a defender.

En la hermosa bailía de Ponferrada se fueron juntando todos los templarios del país dejando las fortalezas de Corrullón, Valcarce y Bembibre en poder de las tropas del señor de Arganza y de algún tercio que había mandado el marqués de Astorga. Todos iban llegando silenciosos y sombríos montados en sus soberbios caballos de guerra, y seguidos de sus pajes y esclavos africanos que traían otros palafrenes del diestro. El espectáculo de aquellos guerreros indomables y jurados enemigos de los infieles que entonces se rendían sin pelear y por sola la fuerza de las circunstancias, era tan doloroso que el abad de Carracedo y don Alonso, que lo presenciaban, apenas podían disimular sus lágrimas. El mismo tesón con que aquellos altivos soldados encubrían sus propios sentimientos, y la igualdad de ánimo que aparentaban, no hacían sino encapotar más y más aquel cuadro de suyo lóbrego y negro.

Cualidad de las almas bien nacidas es trocar el odio en afición y respeto cuando llega la hora de la desgracia para sus enemigos, y esto cabalmente fue lo que sucedió con el abad y el señor de Arganza, que entonces renovaron los vínculos de antigua amistad con el maestre don Rodrigo. El monje determinó, desde luego, acompañarlos al solemne juicio que iba a abrirse en Salamanca, para dar personal testimonio de la virtud del maestre y de algunos caballeros, y especialmente para cumplir a doña Beatriz la palabra que le había empeñado de volverle la felicidad que en su juventud se había imaginado. Don Alonso, que no podía salir del país, cuya custodia le estaba encomendada por su rey, apuró todos los recursos de su hidalguía por hacer menos dura su suerte a aquellos desgraciados.

Por grande que fuese el deseo de los templarios de salir de aquel trance incierto y penoso a que se veían expuestos, los preparativos de su marcha y las formalidades necesarias para la entrega de sus bienes se llevaron algún tiempo. Una mañana, pues, que Saldaña se paseaba por los adarves que miran al poniente y veía correr el Sil a sus pies con sordo murmullo, vino un aspirante a decirle que un montañés solicitaba hablarle. Mandóle al punto que lo condujese a su presencia, y a los pocos minutos se encontró delante a un conocido nuestro, que quitándose la gorra de pieles con tanto respeto como llaneza, le dijo:

-Dios os guarde, señor comendador. Acá estamos todos.

-¿Eres tú, Andrade? -respondió el comendador sorprendido-. ¿Pues qué te trae por esta tierra?

-Yo os lo diré, señor, en dos palabras. El otro día vino mi primo Damián a Ponferrada a vender unas pellejas de corzo y de rebeco, y llevó allá una porción de noticias, diciendo que ya no teníais más castillo que éste, que os iban a llevar a Salamanca, y allí qué sé yo qué cosas dijo que iban a hacer con vosotros. En fin, ellas no son para contadas, ni importa un caracol que las sepáis. Pues señor, como iba diciendo, yo siempre me he echado la cuenta de mi padre, de que el que no es agradecido no es bien nacido, y como allá en Cornatel me disteis la vida dos veces y además aquel puñado de doblas, que en mi vida vi más juntas, vengo a deciros que si el diablo lo enreda, os venís allá a mi casa y Cristo con todos. Ello no estaréis muy bien, porque allá aun los ricos somos pobres, pero lo que es a buena voluntad no nos gana ningún rey, y mi mujer, en cuanto se lo dije, se puso más contenta que unas castañuelas, y al punto comenzó a pensar en las gallinas, pichones y cabritos que estaban más gordos para regalaros con ellos. Conque ya lo sabéis, si os venís conmigo, lo que es allí no han de ir a buscaros.

-¡Ah!, se me olvidaba deciros que os llevéis también al señor de Bembibre, porque sé que le queréis tanto como su tío, y bien me acuerdo de lo cortés que estuvo con nosotros en Cornatel.

El comendador, que no esperaba semejante visita, ni mucho menos que tuviese semejante objeto, cuando el universo entero abandonaba a los templarios, se vio tan dulcemente sorprendido que la emoción le atajó la palabra por un rato. Por fin, dominándola con su acostumbrada energía, se llegó al montañés y apretándole la mano vivamente le contestó:

-Andrade, lo que contigo hice lo mismo hubiera hecho con cualquiera; pero tú eres el primero que tales muestras de afición me da. Anda con Dios, buen Cosme, y que su bondad te prospere a ti y a los tuyos, como yo se lo pediré siempre. Ningún riesgo nos amenaza, porque ya sabes que son obispos los que nos van a juzgar, y en cuanto al rey y sus ricos hombres -añadió con amargura-, cuando se hayan hartado con nuestra abundancia, se cansarán de ladrar y de morder.

-No, pues lo que es con eso no me sosiego yo -repuso Andrade, porque, según me dijo el cura el otro día, los jueces de Francia también eran sacerdotes, y así y todo...

-Nada hay que temer, buen Andrade, vuélvete a tu montaña y cree que me dejas muy obligado.

-¿Conque, a lo que veo -insistió el montañés-, estáis en ir a Salamanca y sufrir el juicio?

El comendador le hizo señal de que así era.

-Pues entonces, yo quiero ir allá para servir de testigo. Señor comendador, a la paz de Dios, que dentro de tres días o cuatro aquí estoy -y sin atender a las razones del anciano, tomó el camino de Cabrera de donde volvió al tiempo señalado.

Llegó, por fin, la hora de que los templarios reunidos en Ponferrada abandonasen aquel último baluarte de su poder y grandeza. Por inevitable que sea la desgracia, la hora en que llega siempre es dolorosa, sin duda porque con ella se rompe el último hilo de la esperanza invisible a los ojos, mas no por eso desprendido del corazón. Aquellos guerreros que sucesivamente habían dejado los demás castillos del país, mientras se vieron al abrigo de aquellas murallas todavía respiraban el aire de su grandeza, pero al desampararlas con la imaginación llena de funestos presentimientos los ánimos más fuertes flaqueaban.

El día señalado, muy de madrugada, juntáronse en la anchurosa plaza de armas del castillo caballeros, aspirantes, pajes y esclavos.

Reinaba un silencio funeral y todos tendían los ojos por aquel hermoso paisaje que, aunque desnudo de hojas y azotado por el soplo del invierno, todavía parecía agraciado y pintoresco a causa de los variados términos de su perspectiva y la suave degradación de sus montañas. Por fin, se presentó el maestre y, después de dichas las oraciones de la mañana, montaron a caballo y al son de una marcha guerrera comenzaron a moverse hacia el puente levadizo.

Antes de llegar a éste, y encima del arco del rastrillo, existe todavía un gran escudo de armas cuyos cuarteles están de todo punto carcomidos menos la cruz que se conserva entera y distinta, y las tres primeras palabras de un versículo de los salmos que todavía se leen. Estas eran las armas del Temple, que desde entonces iban a quedar sin dueño y abandonadas por lo tanto, y sin honra, después de haber sido símbolo de tanta gloria y cifra de tanto poder.

Este pensamiento ocupaba, sin duda, la mente de don Rodrigo que por su clase caminaba el delantero, pues al llegar al puente levadizo volvió de repente su caballo, y mirando el escudo a través de las lágrimas que empañaban sus cansados ojos, exclamó con una voz que parecía salir de un sepulcro leyendo la sagrada inscripción,Nisi dominus custodierit civitatem, frustra vigilat qui custodit eam. Los caballeros volvieron igualmente sus ojos y, en medio del desamparo a que se veían reducidos, repitieron en voz baja las palabras de su maestre, después de lo cual, espoleando sus corceles, salieron con gran prisa de aquella fortaleza a donde no debían volver.

Don Alonso los acompañó hasta que cruzaron el Boeza y allí los dejó con el abad de Carracedo que los seguía a Salamanca, llevado de su noble y santo propósito. El buen Andrade caminaba entre don Álvaro y el comendador, y de todos recibía infinitas muestras de cortesía y bondad que no acertaba a explicarse, porque su rectitud natural y sencilla desnudaba de todo mérito aquella acción generosa y desinteresada. De esta suerte hicieron su viaje a Salamanca, donde ya estaban juntos los obispos que, bajo la presidencia del arzobispo de Santiago, componían aquel concilio provincial.