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El Señor de Bembibre/Capítulo XXXVI

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Al día siguiente muy temprano, y cuando su hija descansaba todavía, salió el señor de Arganza para Francia sin más que el vicio Nuño y otro criado. Ambos entrados en años y, por consiguiente, quebrantados, estaban sostenidos, sin embargo, por un mismo sentimiento, que si en el uno se podía explicar por el arrepentimiento y ternura paternal, en el otro venía a ser lealtad acendrada, y en entrambos ciega inclinación a aquella joven digna de mejor suerte. No quiso don Alonso despedirse de ella, siguiendo el cuerdo consejo del físico, para no agitarla más con una escena siempre triste, pero en aquella ocasión mucho más. Así pues, la partida se verificó a las calladas, acompañando al viajero el abad y el señor de Bembibre un buen trecho de camino. Cuando hubieron de separarse, don Alonso los abrazó estrechamente, encargándoles el cuidado con su hija querida, y sobre todo que distrajesen su ánimo de las fúnebres ideas que lo oscurecían. Así se lo prometieron entrambos y, despidiéndose con pesadumbre, continuó el uno su viaje y dieron los otros la vuelta hacia la quinta.

Doña Beatriz, rendida con las emociones de aquella noche, se había quedado profundamente dormida cerca del amanecer, y aunque los síntomas constantes de su enfermedad no daban a su sueño aquel descanso inapreciable, medicina de tantos males, sin embargo le permitían una blanda tregua con ellos. Justamente al entrar don Álvaro y el abad la despertó el relincho de Almanzor, y tendiendo la vista alrededor, echó menos la fisonomía de su padre. Preguntó al punto por él, y Martina salió como en su busca, pero en su lugar entró el abad de Carracedo. Doña Beatriz comprendió al punto lo que era, y su semblante se cubrió de una nube, pero el anciano, con gran prudencia y con la persuasiva autoridad que dan los años, la consoló poniéndola delante los prontos y felices resultados que de aquella separación podían venir. Doña Beatriz le escuchó sin muestra alguna de impaciencia y sin responder una palabra, pero cuando el viejo acabó su discurso exhaló un suspiro que salía de lo íntimo de su corazón y quería decir: todo ese bien que me prometéis llegará tarde. Enseguida llamó a Martina y dijo que quería levantarse. El físico no se opuso, y al poco tiempo ya estaba en pie.

Su palidez era extraordinaria, pues la excitación de delirio y de la calentura de la noche anterior había cedido el puesto a una debilidad y decaimiento fatales. Sólo cuando don Álvaro se presentó delante de ella sus mejillas se sonrosearon ligeramente, y al oír su voz, grave y varonil como siempre, pero como siempre también tierna y apasionada, pareció extenderse por todo su cuerpo un estremecimiento eléctrico. Habíale mirado con ansia la noche anterior, pero el velo que extendía la calentura delante de sus ojos y la escasa luz que alumbraba el aposento no le permitieron ver aquellas facciones a un tiempo armoniosas y expresivas, las primeras y únicas que se habían impreso en su alma. Entonces pudo satisfacer su deseo a la claridad del día, pero con una impresión semejante a la que su vista había producido en don Álvaro. Ningún síntoma de enfermedad se advertía en su noble semblante, pero el pesar había comenzado a surcar su frente; sus ojos garzos habían perdido su serenidad antigua, hundiéndose un tanto en las cuencas, y revistiéndose de una mirada sombría. Había perdido además el color, y en los contornos del cuerpo se notaba asimismo cierta flacura, hija de las desdichas y meditaciones.

Cuanto hemos dicho con tantas palabras, notó doña Beatriz con una sola ojeada, pero, sin embargo, nunca le pareció don Álvaro tan hermoso. Es cierto que nada había perdido de su antigua apostura y gallardía, y que en su porte y modales se advertía un no sé qué de austero y elevado que imponía respeto.

Apoyada en su brazo y en el del abad, bajó doña Beatriz la escalera que conducía al jardín con ánimo de sentarse a la sombra de un emparrado y cerca de un toldo de jazmines. Todas las flores estaban abiertas, y un enjambre de abejas doradas zumbando por entre ellas libaban sus cálices para precipitarse enseguida hacia unas colmenas que estaban en el fondo. Las calles y cuadros presentaban un interminable arabesco de matices vivísimos; las paredes estaban entapizadas de pasionaria y enredaderas, y una fuente que brotaba en el medio tenía una corona de violetas que asomaban entre el césped su morada cabeza.

La joven que, a pesar de bajar casi en brazos la escalera, se había fatigado mucho, no pudo resistir aquel ambiente tibio y cargado de perfumes que la ahogaba. La lozanía misma de las flores y la juventud pomposa de la naturaleza formaban en su alma doloroso contraste con la marchita flor de sus años y su exánime juventud. Inmediatamente, pues, la trasladaron a la falúa que al pie del muelle aguardaba. Entraron al punto los remeros y, desamarrándola, comenzaron a surcar la azulada llanura.

La brisa fresca del lago reanimó un poco a doña Beatriz. Habíase recostado en la popa sobre unos cojines de seda con un decaimiento y abandono que bien daban a entender la postración de sus fuerzas. El abad, viéndola un poco más sosegada, sacó el libro de horas, y yéndose a sentar en el extremo opuesto de la embarcación comenzó a rezar. Don Álvaro, en pie delante de ella, la contemplaba con ojos inquietos y vagarosos, mientras los suyos, fijos en el espejo de las aguas, seguían como en éxtasis sus blandas ondulaciones. Alzólos, por fin, para mirarle, y clavándolos en los suyos, le hizo señas con la mano para que viniese a sentarse a su lado. Obedeció él silenciosamente, y entonces la joven le dijo asiéndole la mano:

-Ahora estoy más sosegada, y puedo hablaros. Gracias a Dios, estamos solos; oídme, pues, porque tengo sobre mi corazón hace ya mucho tiempo un peso que me agobia. Acercaos más. ¿No es verdad que alguna vez os habéis dicho: la mujer a quien yo amaba ha sido la esposa de un hombre indigno de ella, su aliento ha empañado su frente, yo me la figuraba semejante a la azucena de un valle a quien no tocan ni los vientos de la noche, pero he aquí que cuando yo la encuentro está ya separada de la planta paterna, y sus hojas sin aroma y sin lustre? ¿No os habéis dicho esto algunas veces?

Don Álvaro calló en lugar de responder, y no alzó los ojos del suelo. Entonces doña Beatriz, después de haber guardado por un rato el mismo silencio, sacó del seno una cartera de seda verde, y le dijo:

-Os había comprendido, porque hace tanto tiempo que laten nuestros corazones a compás, que ningún movimiento del vuestro puede serme desconocido. Pero vos..., ¡vos no habéis leído en mi alma! -le dijo con acento sentido y casi colérico. Don Álvaro entonces levantó los ojos, mirándola con ademán suplicante, pero ella le impuso silencio con la mano, y continuó:

-No os lo echo en cara, porque sobradas desdichas han caído sobre vuestra cabeza por amor de esta infeliz mujer, y sólo ellas han podido quebrantar la fe de vuestro noble corazón. Tomad esta cartera -le dijo enseguida alargándosela-, y con ella aclararéis vuestras dudas.

-¡Ah!, ¡no tengo ningunas!, ¡ningunas! -exclamó don Álvaro sin recogerla.

-Tomadla, sin embargo -repuso ella-, porque dentro de poco será cuanto os quede de mí. No me miréis con esos ojos desencajados, ni me interrumpáis. Pensad que sois hombre y una de las más valerosas lanzas de la cristiandad, y conformaos con los decretos del cielo. En esa cartera escribía yo mis pensamientos y aun mis desvaríos; para vos la destinaba, recibidla, pues, de mis manos, como la hubierais recibido de las de mi confesor.

-¡Ah, señora!, ¿cómo abrigáis semejantes ideas, cuando vuestro padre va a volver sin duda alguna, y con él los días de la primavera de nuestro amor?

-Mi padre volverá tarde -respondió ella con acento profundo-, volverá sólo para confiar a la tierra los despojos de su hija única y morir después. Antes de este último y fiero golpe la savia de la vida volvía a correr por estos miembros marchitos, pero ahora se ha secado del todo.

El abad, que acabó entonces su rezo, se acercó a ellos e interrumpió la conversación. Doña Beatriz, oprimida por ella y quebrantada por el esfuerzo que acababa de hacer, se mantuvo taciturna y abismada en sus dolorosas reflexiones. Don Álvaro, trastornado por aquella escena terrible, que acababa de levantar el velo de la realidad, guardaba también silencio apretando convulsivamente entre sus manos y contra su corazón la cartera verde, y el abad, por su parte, respetando la pena de entrambos, no pronunció una sola palabra. De esta suerte cruzaron el lago hasta la ensenada de la quinta, donde, saltando en tierra, volvieron a subir en brazos a la joven. Era ya anochecido y significó su deseo de quedarse a solas con su criada, con lo cual los dos se despidieron de ella, retirándose a sus estancias respectivas.

No bien se vio don Álvaro en la suya cuando, cerrando la puerta y acercándose a un bufete en el cual ardían dos bujías, abrió la fatal cartera y comenzó a leer ansiosamente sus hojas. Estaba señalada la primera con aquel versículo melancólico que, según dijimos en otro lugar, venía a servir de epígrafe a aquellas desordenadas y tristísimas memorias: Vigilavi et factus sum sicut passer solitarius in tecto. Don Álvaro, después de haberlo leído, lo repitió maquinalmente. En tan breves palabras estaba encerrada su vida y la de doña Beatriz, con su continuo desvelo, su soledad y su esperanza siempre burlada. ¡Cuántas veces se habrían fijado en aquellos carácteres los ojos llorosos de aquella infeliz y hermosa criatura!... Don Álvaro pasó adelante y, volviendo la hoja, encontró este pasaje:

Cuando me dijeron que él había muerto, pasadas las primeras congojas del dolor, me pareció oír una voz que me llamaba desde el cielo y, me decía: «Beatriz, Beatriz, ¿qué haces en ese valle de oscuridad y llanto?» Yo pensé que era la suya, pero después he visto que vivía; sin embargo, la voz ha seguido llamándome entre sueños, y cada vez con más dulzura. ¿Qué me querrá decir? Mucho se ha debilitado mi salud, y moriré joven, sin duda alguna.

En otra hoja decía así:

¡Qué contenta cerró los ojos mi pobre madre cuando me vio esposa del conde! Ella igualaba su corazón con el mío y esperaba para mí un porvenir de gloria y de ventura; ¿pero qué esperaba su hija?, la paz de los muertos, y aun por eso alargó su mano........

Más se tarda la muerte de lo que yo me imaginaba, y sin embargo, soy más dichosa de lo que pude esperar. ¡Rara felicidad la mía! Antes de mis tristes bodas llamé aparte al que iba a ser mi esposo y le exigí palabra de que me respetaría todo el año que le había ofrecido a él aguardarle, cuando se partió a la guerra de Castilla. Así me lo prometió y me lo ha cumplido, porque, como no me ama, se ha contentado con la esperanza de mis riquezas y el poder que le da este enlace sin solicitar mi corazón, ni mucho menos mis caricias. Así moriré como he vivido, pura y digna del único hombre que me ha amado. Para él escribo estos renglones; ¿pero quién sabe si llegarán a sus manos? ¿Quién sabe si se los llevará el viento como las hojas de los árboles que veo pasar por encima de las torres del monasterio? ¡Más aprisa arrebatará quizá el soplo de la muerte las escasas galas que le quedan al árbol de mi juventud! Pobre padre mío, qué terriblemente habrá de despertar de sus sueños de grandeza!

Venía después un versículo del libro de Job, que decía:

¡Ecce nunc in pulvere dormiam, et si mane me quaesieris, non subsistam!


Y en la página siguiente esta estrofa dolorosa:


La flor del alma su fragancia pierde;
por lo de ayer el corazón suspira,
cae de los campos su corona verde;
¡lágrimas sólo quedan a la lira!

Don Álvaro pasó unas cuántas hojas, y se encontró con una que decía:

Heme, en fin, viuda y libre; mis lazos están sueltos, pero ¿quién desatará los de él? La suerte de la orden me inspira vivísimos temores. ¿Quién sabe si mi amor le traerá la muerte y la deshonra? ¡Oh, Dios mío!, ¿por qué mi corazón ha de esparcir la desdicha por todas partes?................

Por fin, va preso con todos sus nobles compañeros, y se presentará a los jueces como un salteador de caminos. ¿Qué va a ser de ellos? Esta noche he tenido una hoguera voraz dentro del pecho; una sed mortal me devoraba, y en la ilusión de mi calentura me parecía que todos los riachuelos y fuentes de este país corrían con murmullo dulcísimo por detrás de mi cabecera. No he querido despertar a Martina, porque dormía sosegadamente, aunque su corazón está en otra parte, como el mío. ¿En qué puede consistir semejante diferencia? ¡En que ella ama y espera, y yo amo y me muero!

Don Álvaro recorrió otros pasajes, en que la agonía que experimentaba por su suerte estaba trazada con rasgos de suma angustia y desconsuelo. Por fin, después de tantas ansias y congojas, venía el siguiente pasaje:

¡Oh, cielo santo!, ¡está absuelto de todas las acusaciones con todos los suyos!... ¡Pensé que me tiraba al agua para abrazar al mensajero que semejantes nuevas traía! Al cabo volverá, sí, volverá, no hay que dudarlo; ¿para qué se había de ataviar tan pomposamente la naturaleza con todas las galas de la primavera, sino para recibir a mi esposo? ¡Bellas son estas arboledas mecidas por el viento, bellas estas montañas vestidas de verdura, puras y olorosas sus flores silvestres, y músico y cadencioso el rumor de sus manantiales y arroyuelos, pero, al cabo, son galas del mundo, y yo tengo un cielo dentro de mi corazón! Yo saldré a buscarle con mi laúd en la mano, con mi cabeza cubierta del rocío de la noche y como la esposa de los Cantares, preguntaré a todos los caminantes: «¿En dónde está mi bien amado?» ¡Ah, yo estoy loca!, ¡tanta alegría debiera matarme, y sin embargo, la vida vuelve a mi corazón a torrentes, y me parece que la planta del cervatillo de las montañas sería menos veloz que la mía! Él me ponderaba de hermosa..., ¿qué será ahora cuando vea en mis ojos un rayo de sol de la ventura, y en mi talle la gallardía de una azucena, vivificada por una lluvia bienhechora? ¡Oh, Dios mío, Dios mío!, ¡para tamaña felicidad, escaso pago son tantas horas de soledad y de lágrimas! ¡Si un paraíso había de ser el lugar de mi descanso, pocos eran los abrojos de que habéis sembrado mi camino!................

Don Álvaro había podido leer, aunque conturbado y confuso, los anteriores pasajes, empapados en llanto y pesar, pero al llegar a éste, en que con tan vivos colores estaba bosquejada una dicha como el humo disipada, no fue ya dueño de los violentos arrebatos de su alma, y se dejó caer sobre su cama, rompiendo en amarguísimos sollozos. Por fin estaba solo, y nadie sino Dios era testigo de su flaqueza; pero las lágrimas, que tanto alivian el corazón de las mujeres y los niños, son en los ojos de los hombres alquitrán y plomo derretido.