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El Tempe Argentino: 36

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


Capítulo XXXIV

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Agricultura del delta


Al hablar del cultivo de la tierra, con relación al delta, no me propongo hacer una exposición de las reglas y prácticas que todo el mundo puede

encontrar en los libros de agricultura, o en la rutina. Todo lo contrario, trataré de hacer abandonar, por innecesarias y dispendiosas, muchas de esas reglas y prácticas usuales, fundándome para ello en los principios de la agronomía y en el estudio de nuestro suelo.
DRENAJE


Dice el geopónico inglés Stephens, que "aunque la observación haya probado hasta la evidencia que el agua detenida, sea en la superficie del terreno, sea en lo interior, perjudica al crecimiento de todas las plantas útiles, sin embargo todavía no se ha averiguado bien cómo se produce ese fenómeno"; pero, a mi ver, la fisiología vegetal con el auxilio de la química, lo ha explicado perfectamente. No se puede ya dudar que las plantas necesitan un suelo permeable al aire, al oxígeno y al ácido carbónico. Es preciso que estos elementos aeriformes se hallen en estado de penetrar entre las moléculas del suelo para asegurar a las raíces un desarrollo libre y vigoroso, pues está demostrado hasta la evidencia que los vegetales absorben, por medio de sus raíces, los principios de la tierra, no solamente en estado de combinación con el agua, sino también los gaseosos; así como se asimilan por medio de las hojas, los fluidos nutritivos que la atmósfera contiene.

Por consecuencia, un terreno inundado o empapado en agua, siendo inaccesible al aire, debe necesariamente causar un entorpecimiento más o menos grande a la nutrición de las plantas. Así es como el agua que permanece sobre las raíces, aunque sea pura y corriente, es perniciosa, y lo es también la excesiva humedad de la tierra.

A primera vista parecerá que la geopónica del delta es la que más reclamará el drenaje, a causa de las frecuentes inundaciones y de los bañados, ciénagas y lagunas interiores; pero en este punto como en otros, no menos capitales, la naturaleza es la que se ha anticipado a los deseos del hombre, estableciendo allí un sistema de desecación que reúne todas las condiciones del mejor drenaje.

El desagüe en las islas se opera por canalizos que entrelazan todo el delta. Empiezan por hilos de agua que de cada bañado parten en todas direcciones por lechos someros, y que juntándose en diferentes puntos forman arroyitos, y éstos concurren a formar largos arroyos que corren largas distancias recibiendo en su curso numerosos arroyuelos, hasta que a su vez desaguan en canalejas, en canales y en verdaderos brazos del Paraná. Además, la contextura del terreno deja rezumar el agua, la que se ve manar por toda la extensión de los ribazos y bordes de los arroyos; de modo que el suelo está siempre enjuto y saneado, como lo muestra la lozanía de la vegetación.

Lo único que tiene que hacer el hombre, es conservar limpios todos esos arroyos de desagüe, para que corra libremente el agua; y, cuando más, abrir algunas zanjas angostas en los lugares convenientes, para facilitar el escurrimiento de la humedad, o para la más pronta salida de las aguas en ciertos recodos de los albardones en que se forman aguazales.

A mi parecer no se puede adelantar más en la desecación de las islas por medio del drenaje. Los bañados o ciénagas no se pueden secar, porque están, con mucha frecuencia, bajo el nivel de las aguas del río; y aunque se impidiese la entrada de éstas en las crecidas ordinarias, ¿cómo se podría impedir su infiltración por un subsuelo tan penetrable? Lo mejor es dejar que entren y salgan libremente por sus canales naturales, para que no se estanquen y corrompan. Pienso que la escrupulosa limpieza de todos los arroyos produciría el efecto de enjutar mayor extensión de terreno, y disminuiría además los criaderos de mosquitos.


DESMONTE

Para el plantío de frutales u otros árboles, la única preparación necesaria en las tierras del delta es desmontar o voltear la arboleda silvestre, y rozar o cortar las malezas. El descuajo y la roturación, no solamente son innecesarios, sino perjudiciales.

Descuajar o arrancar de raíz los árboles y matorrales, y roturar o sea labrar las tierras con arado, pala o azada (operaciones que requieren mucho tiempo y gastos), pueden y deben omitirse en terrenos de las condiciones del suelo de las islas.

El trabajo del simple desmonte queda bien compensado con el precio de la leña y las maderas.

Los árboles que causan mayor embarazo en el desmonte son los seibos. Su corpulencia y su enorme peso hacen perder mucho tiempo en cortarlos, desgajarlos, trozarlos y arrojarlos como inútiles fuera del terreno, entre tanto no tenga demanda su madera. Mas para evitar este trabajo hay un remedio muy sencillo, y es dejarlos en pie. Bastará quitarles con el hacha un palo de corteza en rededor del tronco cerca del suelo, para que en el primer año se sequen sin retoñar y sin que en nada perjudiquen a los plantíos o sementeras que se hagan entre ellos. "El jardín frutal (dice un cultivador norteamericano) se planta sobre la paja de la primera cosecha de trigo sin derribar los grandes árboles silvestres. La vista se complace con el agradable contraste de los manzanos frondosos creciendo en medio de un bosque de árboles secos. Como se necesitaría mucho tiempo para cortarlos, el norteamericano se contenta con quitarles la corteza; y planta en seguida los jóvenes frutales entre los árboles viejos, que, despojados de sus hojas, parecen enormes esqueletos. ¡Qué espectáculo instructivo, ver así el reinado de los antiguos hijos de la naturaleza concluir y ceder ante la industria que se adelanta armada de su hacha, aguijoneada por la necesidad y seguida de la abundancia!"

Para el cultivo del lúpulo y de la vainilla (si se lograra aclimatarla), servirían los seibos de zarzos a estas plantas trepadoras.

Los árboles son, en cierto modo una parte constituída del delta; sin ellos no se habría formado éste; y suprimidos, desaparecerían las tierras para formar barras movibles en la entraña del Paraná y el Uruguay, como las que tanto embarazan la navegación del Plata. A una simple observación salta a los ojos que el polvo impalpable que forma el terreno de las islas no ha podido depositarse, ni podría haberse localizado, sino en virtud de la tranquilidad de las aguas sobre el suelo, aun en medio de los más recios temporales; y esa tranquilidad es debida a la arboleda y los juncales.

Es pues de la mayor importancia, es de necesidad suma para la conservación de las islas, que el poder público reglamente el corte de sus montes, que hasta hoy están sin limitación de período ni estación, a merced de la imprevisión de los cultivadores y de todo el que se presente con una hacha. Ya la experiencia ha enseñado a muchos de ellos, que deben dejar las orillas de los canales y arroyos guarnecidos de su herbazal, para impedir el desmoronamiento y los derrumbes.

Es tan deleznable el suelo, que si estuviese desnudo, bastaría el movimiento ordinario de las corrientes para disolver en breve tiempo la obra de muchos siglos; pero la naturaleza lo defiende con un tejido compacto de juncos, espadañas, totoras, cardos, camalotes, (nayádeas flotantes), y mil especies de enredaderas y arbustos siempre frondosos.

Mas todavía era necesario proteger toda la superficie de los albardones contra la acción de las aguas. A esto proveyó también la naturaleza, por medio de los seibales que impiden las oleadas, y de otras plantas de hoja permanente, que sirven de abrigo a las partes bajas del interior de las islas para que continúe la obra del crecimiento del suelo.

Otra ventaja ofrece la conservación de algunos árboles silvestres en las márgenes y en el centro, y es la de proteger contra los vientos los plantíos de frutales.


LABOR

El labrador de hoy como el de ayer, el rústico como el instruído, cavan, aran, revuelven, desmenuzan la tierra, sin que lo preocupe la causa a que es debida la utilidad de la labor; causa cuyo conocimiento los conduciría a regularizar el empleo de la fuerza y los capitales de una manera ventajosa y económica. Lo que indudablemente obra en beneficio del terreno es su desmenuzamiento que hace segregar nuevos elementos minerales, poniéndolos en disposición de ser absorbidos por las plantas, y lo hace penetrable a los principios alimenticios contenidos en la atmósfera, al mismo tiempo que deja libre el paso a las raices y a las lluvias. ¿Qué necesidad hay pues de pasar el hierro por las tierras del delta que están divididas y desmenuzadas hasta lo infinito, que no contienen nada segregable porque se componen de particulas impalpables, y que no pueden ser más permeables a las insuficiencias atmosféricas, ni más accesibles para las raíces y las aguas?

Increible parece cuánto ciegan al entendimiento el empirismo y la rutina. Está el labrador sobre el suelo de las islas con su azada en las manos para ejecutar la tradicional labranza; siente que el terreno se hunde bajo sus pies; prueba calarlo con el mango de su herramienta; y sin esfuerzo se le entierra hasta el ojo; aplica la mano en la tierra y la levanta a puñados que se lleva el viento; ve toda clase de plantas y árboles, de las frutas más delicadas, que prosperan sin cultivo; y con todo, agacha el lomo a la labor pensando fertilizar el suelo con su sudor. No lo juzgo tan idiota que crea esto; pero obra como si lo creyera, en fuerza de la rutina. Gasta sus fuerzas y su tiempo sin provecho, echando a perder un don perfecto del cielo.

El suelo inmejorable del delta, no solamente no necesita labor alguna, sino que al contrario, en lugar de mullirlo, es preciso consolidarlo para que las mareas no lo laven, las lluvias no lo arrebaten, los vientos no lo levanten, y el calor no lo reseque. Su excesiva fertilidad es debida principalmente a su contextura esponjosa y suelta que da facilísimo acceso a las raíces capilares, y les presenta todos los principios minerales que contiene; que da salida, ya por la infiltración, ya por la evaporación, a todo exceso de humedad; que atrae de las capas inferiores la necesaria para la nutrición de las plantas; que se impregna de los rocíos, y se deja penetrar lo bastante del sol y del aire para suministrar a las raíces el calórico y los gaces que necesitan.

Conforme a estas condiciones, la experiencia ha enseñado que en el delta, para el cultivo de los árboles de toda clase, no se ha de remover el terreno, sino únicamente hacer el hoyo necesario para plantar los de raíz, y meramente clavar los de estaca. Mas para las plantas anuas, u hortalizas, conviene hacer una cava somera para desarraigar las malas yerbas y facilitar la operación de cubrir las semillas. Una vez hecha la plantación, o la sementera, no se vuelve a tocar la tierra, sino para sacar o carpir las malezas, trabajo que se debe hacer con guadañas de hoja corta y fuerte.


ABONO

La fertilidad de un terreno es inagotable cuando es administrado según las sabias leyes de la naturaleza. Un prado, un bosque incultos, jamás se esterilizan, porque la mano inhábil del hombre no ha entrado a perturbar la armonía de estas leyes. Florestas tan antiguas como la tierra, reverdecen, fructifican y se reproducen incesantemente, sin que el suelo pierda un ápice de su virtud primitiva, porque le vuelven día por día, en sus hojas, en sus bayas, en su propia disolución, en los excrementos y cadáveres de los insectos, aves y brutos que nutren, toda la sustancia que reciben de sus fecundas entrañas, y lo enriquecen con nuevos principios minerales que absorben de la atmósfera.

Las sabanas, las pampas, las llanuras donde se suceden sin intermisión las generaciones de las yerbas que sirven de sustento a las aves y demás animales silvestres, restituyen también en sus despojos a la madre común lo que recibieron de su seno exuberante. Y se fertiliza más y más el terreno cuando se hallan reunidas las condiciones más favorables para la fertilidad, a saber, la humedad, una tierra apropiada y un temperamento elevado. Entonces, como acontece en el delta, la vegetación apenas se halla limitada por el espacio; los despojos de las generaciones que mueren, las raíces, troncos, ramas, vienen a constituir un terreno donde se desarrolla la simiente con redoblado vigor.

Empero, ¿qué hace el hombre? ¿Imita acaso a la naturaleza que debió siempre ser su guía y su maestra? Retira del suelo todas sus producciones, por una larga serie de años, sin dejarle ni aun la paja, sin darle siquiera los desechos de las riquezas que recibe. Empobrecido el terreno de sus principios constitutivos en el desarrollo de los vegetales, mengua la fertilidad de los campos, y disminuyen las cosechas al grado de no compensar el trabajo del labrador. Entre otros mil, tenemos un reciente ejemplo en la Virginia, región en otro tiempo tan fértil, y que no puede producir hoy día el tabaco ni los cereales.

Cuando el mal está hecho, el remedio es muy difícil, pues consiste en restablecer el equilibrio perdido, restituyendo los principios minerales extraídos de la tierra que la atmósfera no puede proporcionar; y esto no se logra sino con el auxilio de abonos importados, y otros medios, siempre costosos.

Lo mejor es evitar el mal, adoptando un sistema de cultivo que conserve el equilibrio, a imitación de la naturaleza.

A juzgar por la abundancia y feracidad de los depósitos de tierra vegetal en el delta, y por analogía con otros países que se encuentran en condiciones análogas, la fertilidad de su terreno no sufrirá disminución alguna, mientras las crecientes continúen depositando sobre él el cieno que acarrean, por muy poco que coopere el hombre de su parte para suministrar al suelo los principios que han de ser sustraídos por las cosechas.

Se sabe que en Egipto, país pobre en maderas, el estiércol de los ganados forma la principal parte de sus combustibles, y sus cenizas es el único abono que reciben los terrenos del valle del Nilo, que hasta el presente no han perdido nada de su celebrada fertilidad.

El sistema de los barbechos es en general inadmisible, y en nuestro caso enteramente inútil, porque la tierra no se cansa sino porque ha perdido los principios minerales absorbidos por las plantas, y se sabe con la certeza posible, que ni el aire ni las lluvias pueden dárselos.

Sucede, sí, que ciertas tierras adquieren por una disgregación, debida a la acción de la atmósfera y del tiempo, algunos principios necesarios, por ejemplo, para la producción del trigo, pero no es menester para eso dejarlas en barbecho, pues que pueden, entre tanto, sembrarse plantas tuberculosas sin que se menoscabe ni perturbe su fertilización para los cereales. Pero esa disgregación no puede tener lugar en el terreno pulverulento del delta, donde ya nada hay que dividir.

El medio más eficaz y económico para obtener siempre abundantes cosechas sin esquilmar jamás la tierra, es la adopción de un buen sistema de rotación y de abonos.

En cuanto a la rotación de las sementeras, nada diré por la estrechez del espacio, pero hablaré algo a cerca del abono de las tierras, porque creo necesario llamar la atención de nuestros cultivadores sobre este punto.

La química ha demostrado que en las materias fecales sólidas y líquidas del hombre y de todos los animales, y en los huesos y en la sangre de los que consumimos, se encuentran todos los principios que fueron extraídos del suelo en forma de semillas, frutos y forrajes, por consiguiente depende de nosotros restaurar, con poco trabajo, las pérdidas en la composición de nuestras tierras; para lo cual basta recoger con cuidado todas esas materias y abonar con ellas el terreno. Haciendo constantemente esta operación, como lo practica la naturaleza, no habrá ningún desperdicio y la tarea será insignificante.

Los habitantes del delta, por ningún motivo deben arrojar al río los troncos, la ramazón ni las malezas del desmonte y de la roza, ni los residuos, huesos, ni basuras de ninguna clase. Los animales muertos deben ser enterrados sin demora, con el doble objeto de estercolar la tierra e impedir los miasmas de su putrefacción.

Hay dos consideraciones más que imponen la abstención de arrojar al agua esas basuras, la una es la conveniencia de contribuir con ellas al levantamiento del suelo de las islas, y la otra la necesidad de conservar la pureza de las aguas. No quieran incurrir en el error de la nación que, a pesar de ser una de las más adelantadas en agricultura, ha privado a su suelo de los elementos más necesarios al desarrollo de las plantas, arrojándolos a los ríos, donde se han acumulado de tal modo, que inficionan las aguas y la atmósfera, hasta el grado de hacerla mortífera para los habitantes de las riberas, como sucede hoy mismo en la ciudad de Londres.

En éste como en los demás casos en que la ciencia, a una con la experiencia, han dado su fallo, es necesario que éste sea sancionado por las prescripciones de la ley; porque, por desgracia, todavía las verdades más importantes para la salud y el bienestar del hombre, no han penetrado en el entendimiento del pueblo, ni aquí ni en las naciones más preciadas de su civilización y sus progresos.


EPÍLOGO

Al tratar de la geoponía del Tempe Argentino, me he propuesto aplicar los principios de la ciencia a las condiciones del terreno, tan raras y excepcionales como proficuas, con el fin de sacar de él el mayor producto, con el ahorro posible de tiempo, trabajo y gasto; es decir, con la mayor economía de fuerzas. Los actuales cultivadores han seguido un camino diametralmente opuesto al que yo señalo y que he practicado con fruto. Ellos no han hecho más que seguir las prácticas generales de la labranza, juzgando que observaban los dictados de la ciencia, cuando no hacían más que aplicar empíricamente las reglas establecidas para el cultivo de la generalidad de los terrenos, a uno de condiciones singulares. Han labrado a fuerza de brazos una tierra que no necesitaba ser removida; han derribado y descepado árboles que no necesitaban ser tocados, han roturado un suelo que no requería más que una simple sacha o escarda para hacer fructificar prodigiosamente cuanto pudiese contener en su espacio; y en otras muchas operaciones han procedido de un modo inverso al que convendría para obtener los productos mejor y más baratos.

La civilización es la economía de la fuerza, la ciencia nos da a conocer los medios más sencillos para obtener con la menor fuerza posible el mayor efecto y utilizar los medios para obtener un máximum de fuerza. Toda manifestación y disipación inútil de fuerza, ora en la agricultura, ora en la industria, ora en la ciencia, ora por fin en el Estado, es un rasgo característico del estado salvaje y de la falta de civilización.

Ya que la naturaleza parece que ha querido en el delta anticiparse al hombre, preparándole un suelo pingüe hasta lo maravilloso, conservándolo siempre mullido e incesantemente regado ¿por qué no aprovecharse de este trabajo hecho? ¿para qué ese desperdicio de fuerzas que no conducen a mejorar las condiciones productivas del terreno? ¡Cuán poco tiene que hacer el hombre para ser el dichoso dueño de esta joven naturaleza que lo espera con los brazos abiertos para inundarlo de los goces más puros y embriagarlo con sus encantos! Ella todo lo tiene allí preparado para la cómoda y deliciosa mansión de sus amantes: boscajes deleitosos, suavísimos aromas, aguas saludables, aire purísimo, mieles y frutas delicadas, aves y peces variados, sabrosas carnes, preciosas pieles, leña y madera en abundancia, animales dóciles y útiles, vías cómodas, y riegos practicados por la misma naturaleza; sin fieras que domeñar, sin especies ponzoñosas que temer, sin cenagales infectos que desecar, sin matorrales espinosos ni troncos robustos que talar, y sin necesidad de labrar ni bonificar la tierra para hacerla producir cuanto el hombre pueda apetecer para su regalo y su riqueza. Tales son las islas que forman el delicioso Tempe Argentino donde confunden sus aguas el Paraná, el Uruguay y el Plata.