Ir al contenido

El Zarco/Capítulo XIV

De Wikisource, la biblioteca libre.

En cuanto a Doña Antonia, desde el principio del altercado de Nicolás con el comandante, viendo el giro que tomaba aquel asunto, comprendiendo, en fin, que no tenía que esperar nada de las autoridades y que, por el contrario, iba a cometerse una gran injusticia y tal vez un crimen con su generoso defensor, había caído en un extremo tal de abatimiento que por un instante se la creyó enferma. Pero nadie le hizo caso, estando todos atentos al desenlace de aquella terrible discusión.

Cuando los soldados se llevaron a Nicolás preso, la pobre señora ni aun fuerzas tuvo para levantarse y seguirlo, contentándose con gemir arrinconada y atónita en un banco de la Prefectura.

Por fin, cuando el prefecto salió, ella también, acompañada del tío de Pilar y de varios vecinos, se dirigió a la casa, en donde la esperaban la joven Pilar, su tía y algunos vecinos y vecinas que se interesaban en su desgracia.

Refirióles en pocas palabras lo que acababa de suceder, y agotadas sus fuerzas por tantos sufrimientos, débil, extenuada, porque no había tomado alimento alguno desde la mañana y habiéndose empapado de agua en la huerta, al hacer sus primeras pesquisas, se arrojó en la cama temblando de fiebre. Su ahijada y aquellas gentes piadosas le prodigaron los primeros cuidados. Pero la buena y bella joven, tan luego como aplicó las medicinas necesarias a su madrina, comenzó a ocuparse en otra cosa que la había conmovido hasta el fondo del alma.

La noticia de la prisión de Nicolás había sido para ella un rayo. Se sintió trastornada, pero disimuló cuanto pudo su ansiedad y su congoja en presencia de sus tíos y de aquellas gentes extrañas, tomó su rebozo, y pretextando que iba a traer algunas medicinas, se lanzó a la calle. ¿Adónde iba? Ni ella misma lo sabía; pero sentía necesidad de ver a Nicolás, de hablarle, de ver a algunas personas, de procurar, en fin, salvar a aquel joven generoso que tiempo hacía que era el ídolo de su corazón, ídolo tanto más amado cuanto que había tenido que rendirle culto en silencio y en presencia de una rival muy querida de él y muy querida también de ella.

En otras circunstancias, ella, dulce, resignada por carácter, tímida y ruborosa, habría muerto antes que revelar el secreto que hacía al mismo tiempo la delicia y el tormento de su corazón. Pero en aquellos momentos, cuando la vida del joven estaba peligrando y lo suponía desamparado de todos y entre las garras de aquellos militares arbitrarios y feroces, la buena y virtuosa joven no tuvo en cuenta su edad ni su sexo; no reparó en que su educación retraída había producido el aislamiento en torno suyo; no temió para nada el qué dirán de las gentes de su pueblo; no pensó más que en la salvación de Nicolás, y por conseguida salió de la casa de su madrina y se dirigió apresuradamente al cuartel en que le habían dicho que acababan de poner incomunicado al herrero.

Éste no se hallaba en prisión alguna, porque aquel cuartel provisional estaba en una casa de la población que no tenía las condiciones requeridas. Así es que Nicolás había sido puesto en un portal que daba a la calle, y allí lo guardaban dos centinelas de vista y la guardia, que se hallaba alojada allí mismo. De modo que la joven pudo verlo, desde luego mezclándose al grupo de gente que se había acercado a la casa por curiosidad.

Pilar se salió del grupo, y adelantándose hacia el prisionero, que reparó en ella en el instante, y que se levantó en ademán de recibida, no pudo pronunciar más que esta palabra, entre ahogados sollozos:

-¡Nicolás!

Y cayó de rodillas en el suelo, muda de dolor y anegada en llanto.

Nicolás iba a hablarle, pero el sargento de la guardia se interpuso, y algo compadecido de la joven, le dijo:

-Sepárese, señorita, porque el reo está incomunicado y no puede hablarle.

-Pero si es mi ..., ¡pero si es pariente mío! -dijo Pilar en ademán de súplica.

-No le hace -replicó el sargento-, no puede usted hablarle; lo siento mucho, pero es la orden.

-Una palabra nada más! ¡por compasión, déjeme usted hablarle una sola palabra!

-No se puede, niña -dijo el sargento-; retírese usted; si viene el comandante puede que la maltrate, y es mejor que se vaya ...

-¡Que me mate -dijo ella-, pero que se salve él!

Estas palabras, que llegaron a los oídos de Nicolás, muy claras y perceptibles, le revelaron toda la verdad de lo que pasaba en el alma de la hermosa joven y fueron para él como una luz esplendorosa que iluminó las nubes sombrías en que naufragaba su espíritu. ¡Pilar lo amaba, y esa sí que sabía amar! ¡De manera que él había estado embriagándose por mucho tiempo con el aroma letal de la flor venenosa, y había dejado indiferente a su lado a la flor modesta y que podía darle la vida!

¡Qué dicha la suya en saberlo!, pero ¡qué horrible desventura la de saberlo en aquel momento, tal vez el último de su existencia, porque Nicolás no dudaba de que el comandante ejercería su venganza en el camino aquella misma tarde! Había sido la humillación del militar tan cruel y vergonzosa, que no podría perdonarla, con tanta más seguridad, cuanto que, en aquel tiempo, ningún temor podría contenerlo, siendo esta clase de arbitrariedades y crímenes el pan de cada día.

Pasó, por la cabeza de Nicolás, como un vértigo; todo aquello era superior a sus fuerzas, con ser ellas tantas, y con tener un carácter de bronce, como el suyo, fundido al fuego de todos los sufrimientos. No quiso ver más; cubrióse el rostro con las manos, como para no dejar ver dos lágrimas que brotaron de sus ojos. Pero pasado ese instante de crisis tremenda, se levantó de nuevo para ver a Pilar. Ésta, empujada suavemente por el sargento, se alejaba del cuerpo de guardia, pero volvía frecuentemente la cabeza, buscando a Nicolás. En una de esas veces, Nicolás le dio las gracias poniendo la mano sobre su corazón y le hizo seña de que se alejara. ¡Hubiera querido expresarle con el ademán cuánto gozaba sabiendo que era amado por ella, y asegurarle que, en aquel momento, un amor profundo y tierno acababa de germinar en su corazón sobre las cenizas de su amor malsano de los pasados días!

Pero aquella gente curiosa, aquellos soldados le habían impedido tal expansión, y más que todo su sorpresa, su aturdimiento, casi podría decirse su felicidad. Así, pues, volvió a caer desplomado en el banco de piedra en que le habían permitido sentarse y se abandonó a profundas y amargas reflexiones.

Pilar, entre tanto, no descansó un instante. Fue a ver al prefecto, a quien encontró precisamente con los regidores y alcaldes, y con los dependientes de la hacienda, que deliberaban acerca de lo que debía hacerse para evitar que Nicolás fuese llevado preso. La joven se presentó a ellos llorando, les suplicó que a toda costa no abandonasen a Nicolás, y que si era posible le acompañaran en la marcha, porque tal vez eso evitaria que se cometiese un crimen en el camino, y no se retiró sino cuando todos le aseguraron que, si no conseguían libertario inmediatamente, acompañarían a la tropa.

Después se volvió a su casa y preparó algún alimento que llevó al prisionero ella misma, teniendo cuidado de confiarlo al sargento que antes le había hablado, y a quien deslizó una moneda en la mano, rogándole que dijese al preso que no tuviese cuidado, que velarían por él.

Nicolás comprendió que la joven había hecho mil gestiones en su favor, pero ¿cuáles fueron esas gestiones, y de qué modo y quiénes velarían por él? Eso no lo sabía, ni necesitaba saberlo. Desde aquel momento, algo como la confianza de un ser divino se hizo lugar en su ánimo. Había un ángel que lo protegía y por más que el herrero supiese que Pilar era una niña oscura, débil, tímida, sin relaciones poderosas, algo le decía íntimamente que esa niña, inspirada por el amor, se había convertido en una mujer fuerte, atrevida y fecunda en recursos.

Así pues, reanimado con aquella seguridad interior, ya no temió por su existencia y se abandonó a su suerte confiado y tranquilo.

Apenas acababa de hacer estas reflexiones consoladoras y de tomar algún alimento, cuando se tocó en el cuartel la botasilla y la tropa se preparó a marchar.

Un rato después trajeron a Nicolás un caballo flaco y mal ensillado, y lo obligaron a montar en él y a colocarse entre las filas. Luego se formó la caballería, y el comandante llegó casi ebrio, y poniéndose a la cabeza de la tropa, salió de la población mirando con ceño a los numerosos grupos de gente que se agolpaban en las calles para manifestar un interés en favor del joven herrero, que marchaba tranquilo en medio de los dragones.

Nicolás buscaba con anhelo entre aquellos grupos a la bella niña, y no encontrándola, su frente se nubló. Pero al llegar la tropa a la orilla del pueblo, y entrando en el camino que conduce a Cuautla por las haciendas, se encontrÓ un gran grupo de gente a caballo compuesto del prefecto, de los regidores, del administrador de Atlihuayan, de sus dependientes y de otros particulares muy bien armados. Junto a ellos y en la puerta de una cabaña, al extremo de una gran huerta, se hallaban Pilar y sus tíos. La hermosa joven tenía los ojos encarnados, pero se mostraba tranquila y procuró sonreír al descubrir a Nicolás y al decirle adiós, como diciéndole: Hasta luego.

Nicolás, al verla, ya no pensó más en su situación, sintió solamente el vértigo del amor, el golpe de sangre que afluía a su corazón, que ofuscaba sus ojos con un dulce desvanecimiento. Púsose encendido, saludó a Pilar con apasionado cariño, y volvió varias veces la vista para fijar en ella una mirada de adoración y de gratitud. La amaba ya profundamente; aquel amor acababa de germinar en su alma y había echado ya hondas raíces en ella. En tres horas había vivido la vida de tres años, y había poblado aquella fantasía ardiente con todos los sueños de una dicha retrospectiva y malograda.

Por su parte, Pilar no ocultaba ya sus sentimientos desde el instante que ellos estallaron con motivo del terrible riesgo que estaba corriendo Nicolás. Salvarlo era ahora todo su objeto, y poco le importaba lo demás.

El famoso comandante, que según ha podido comprenderse era demasiado receloso, se alarmó al ver aquella cabalgata que parecía esperarlo en actitud amenazadora, y picando su caballo se dirigió al prefecto.

-¡Hola, señor prefecto!, ¿qué hace tanta gente aquí?

-Esperándolo a usted -respondió el funcionario.

-¿A mí?, ¿ para qué?

-Para acompañarlo, señor, hasta Cuautla.

-¿Acompañarme?; ¿y con qué objeto?

-Con el de responder de la conducta de ese muchacho a quien lleva usted preso, ante la autoridad a quien va usted a presentarlo.

-¿Y qué autoridad es ésa, señor prefecto?

-Usted debe saberlo -respondió secamente el prefecto, que parecía más resuelto, apoyado como estaba por numerosos vecinos bien armados-. Yo sólo sé que soy aquí la primera autoridad política del distrito, y que no tengo superior en él en lo relativo a mis facultades. El señor juez de primera instancia es también la primera autoridad del distrito en el ramo judicial; él está aquí, porque lo es actualmente el señor alcalde. Así es que supuesto que usted se lleva preso a un ciudadano que de uno o de otro modo debería estar sometido a nuestra jurisdicción, claro es que va usted a presentarlo a alguna autoridad que sea superior a la nuestra, y nosotros vamos a presentarnos también a esa autoridad para informarle de todo y para lo que haya lugar.

-Pero, ¿sabe usted que yo tengo facultades para hacer lo que hago? -dijo el militar, queriendo salir del aprieto en que lo habían puesto las razones del prefecto.

-No, no lo sé -contestó éste-, usted no ha tenido la bondad de enseñarme la orden que así lo diga, ni a mí se me ha comunicado nada por el gobierno de Estado, que es mi superior. Si usted trae la orden ... puede enseñármela.

-Yo no tengo que enseñarle a usted órdenes ningunas -respondió el militar con altanería-. Yo no recibo órdenes más que de mis jefes, ni tengo que dar cuenta de mi conducta más que a mis jefes.

-Por eso vamos a ver a esos jefes de usted -replicó el prefecto con decisión.

-Pues entonces es inútil que ustedes me acompañen, porque mis jefes no están en Cuautla, sino en México.

-Pues iremos a México -insistió el prefecto, secundado por el administrador de Atlihuayan, que también repitió-: ¡Sí, señor, iremos a México!

-Y ¿si yo no lo permito?

-Usted no puede impedir que sigamos a la tropa de usted. Yo soy el prefecto de Yautepec, conmigo vienen el Ayuntamiento y varios vecinos honrados y pacíficos, ¿con qué derecho nos podría usted evitar que fuésemos a donde usted va?

-Pero ¿saben ustedes que ya me está fastidiando esta farsa y que puedo hacer que se concluya?

-Haga usted lo que guste; nosotros haremos entonces lo que debemos.

El comandante estaba furioso. Mandó hacer alto a su caballería y conferenció un momento con sus capitanes. Tal vez hubiera querido cometer una arbitrariedad, pero no era fácil que ella quedara impune. El prefecto estaba allí acompañado del Ayuntamiento, de los dependientes de la hacienda de Atlihuayan y de numerosos vecinos bien montados y armados. En un momento podían reunírsele otros vecinos, aunque sin armas, y tomar aquello un aspecto formidable.

El comandante decidió, pues, soportar aquella afrenta, pero no soltar a Nicolás. Volvió hacia el grupo en que se hallaba el prefecto, y le dijo:

-¿De manera que ustedes han salido para quitarme al reo, al hombre?

-No, señor -replicó el prefecto-; ya hemos dicho a usted que nuestro objeto es seguirle hasta Cuautla o hasta México, y no podrá usted acusarnos de agresión alguna.

-¡Era bueno que ustedes mostraran esta resistencia contra los bandidos, como la muestran contra las tropas del gobierno!

-Sí, la mostraremos -replicó indignado el prefecto-, si las tropas del gobierno en lugar de perseguir a esos bandidos, pues para eso les pagan, no se emplearan en perseguir a los hombres de bien. Se le ha ofrecido a usted el auxilio de hombres de aquí para perseguir a los plateados y usted no ha querido y precisamente ése es el delito por el que lleva usted preso a ese honrado sujeto.

-Bueno, bueno -dijo el comandante-, pues ya veremos quién tiene razón; síganme ustedes a donde quieran, que lo mismo me da ... Y mandó continuar la marcha.

El prefecto siguió aliado de la columna de caballería, pero Nicolás pudo ya estar seguro de que nada le sucedería.

Así caminaron toda la tarde, y ya bien entrada la noche llegaron a Cuautla, en donde el prefecto de Yautepec fue a hablar a su colega del distrito de Morelos y a poner en juego todas sus relaciones con el objeto de lograr la libertad del herrero.

El comandante puso un extraordinario a Cuernavaca, acusando al joven como hombre peligroso para la tranquilidad pública, presentando lo acaecido en Yautepec como una rebelión y dándose aires de salvador y de enérgico, pero el prefecto de Yautepec y el Ayuntamiento, así como las autoridades de Cuautla, se dirigieron al gobernador del Estado y al gobierno federal, y el administrador de Atlihuayan, al dueño de la hacienda y a sus amigos en México, relatando lo ocurrido. Cruzáronse numerosos oficios, informes, recomendaciones, y se gastó tinta y dinero para aclarar aquel asunto. Nicolás permaneció preso en el cuartel de aquella tropa, que aún esperaba órdenes para escoltar al amigo del presidente. Pero al tercer día llegó una directa del Ministerio de la Guerra para poner en libertad al joven herrero, mandando que el comandante se presentase en México a responder de su conducta.

Todo este embrollo y esta irregularidad eran cosas frecuentes en aquella época de guerra civil y de confusión. Así, pues, del rapto cometido por el Zarco, sólo habían resultado la grave enfermedad de la pobre madre y la prisión del herrero de Atlihuayan, la conmoción de las autoridades de Yautepec, muchas comunicaciones, muchos pasos, muchas lágrimas, pero el delito había quedado impune.

Verdad es que también había resultado la dicha de dos corazones buenos; éste era el único rayo de sol que iluminaba aquel cuadro de desorden, de vicio y de miseria.