El Zarco/Capítulo XVI
Oscurecía ya cuando Nicolás penetró en las piezas de la casa de doña Antonia. Al ruido de sus pasos, una mujer se adelantó a su encuentro, y apenas lo reconoció, a la débil luz crepuscular que aún permitía distinguir los objetos, cuando se echó en sus brazos sollozando.
Era Pilar.
Nicolás, al sentir contra su seno aquella mujer, hoy intensamente amada, sintió como un vértigo de pasión y de placer. Era la primera vez de su vida que conocía tamaña felicidad, él, que hasta ahí sólo había podido saborear los amargos dejos del desengaño; él que considerándose casi siempre desamado, se habría considerado feliz con una mirada sola de simpatía, ahora recibía a torrentes, en una explosión amorosa, toda aquella dicha que antes no se hubiera atrevido siquiera a soñar.
Y ella estaba allí, la bellísima joven, que había ocupado su pensamiento en aquellos días de prisión y en aquellas noches de insomnio; y sentía sus hermosos brazos de virgen enlazar su cuello, y palpitar su corazón enamorado junto a aquel corazón que ya no latía sino para ella, y sentía sus lágrimas humedecer sus manos y su aliento bañar como un dulce aroma su semblante. Nicolás no podía hablar. Era presa de una emoción avasalladora y que paralizaba sus facultades.
Por fin, después de haber estrechado a la joven con un arrebato amoroso más significativo que diez declaraciones, le dijo, besándola en la frente:
-Pilar mía; ahora sí ya nada ni nadie nos separará. Lo que siento es no haber conocido antes dónde estaba mi dicha; pero, en fin, bendigo hasta los peligros que acabo de pasar, puesto que por ellos he podido encontrarla.
Pilar, como toda mujer, y aunque rebosando amor y felicidad, no pudo substraerse a un vago sentimiento de temor y de recelo. No estaba todavía bastante segura de que en el corazón de Nicolás hubiese desaparecido completamente aquel antiguo amor de Manuela, quizás exacerbado aún por todo lo que acababa de pasar. Así es que, fijando los ojos con timidez en los del herrero, se atrevió a preguntarle, con un acento en que se traducía el miedo de perder aquella dicha suprema:
-¿Pero es cierto, Nicolás? ¿Me quiere usted como a Manuela?
-¿Como a Manuela? -interrumpió Nicolás, con vehemencia-. ¡Oh, Pilar, no me haga usted esa pregunta, que me lastima! ¿Cómo puede usted comparar el amor que hoy le manifiesto, y que siento, con aquel afecto que tuve a aquella desgraciada? Aquél fue un sentimiento del que hoy tengo vergüenza. Ni sé cómo pude engañarme tan miserablemente ni alcanzo a explicar a usted lo que me pasaba. Quizás sus desaires, su frialdad me exaltaban y me hacían obstinarme; pero si he de decir a usted la verdad de lo que sentía, cuando a mis solas, y lejos de aquí me ponía a reflexionar, examinando el estado de mi corazón, le confieso que aquello no era amor, no era este cariño puro y apasionado que usted me hace sentir ahora, sino otra cosa malsana, como una enfermedad de la que yo quería librarme, como un capricho en que estaba interesado mi amor propio, pero no mi felicidad. Pero todavía quiero decir a usted, aun cuando no lo crea, que ya en los últimos días este capricho no existía, ese afecto había desaparecido; Manuela no me producía ya la impresión que al principio, y si no hubiera sido porque la señora se había empeñado en convencerla de que debía casarse conmigo, y me había hecho entender que al fin lo lograría, que no perdiera yo la esperanza y que contara con su apoyo, francamente, quizás habría yo acabado por aborrecer a Manuela, o al menos por olvidarla, y habría dejado de venir a esta casa.
-Pero ¿y mi madrina? ... ¿y yo? ... ¿No pensaba usted en nosotras? -preguntóle Pilar en tono de queja.
-¡Ah, sí! -replicó Nicolás-, la señora, la pobrecita señora era digna de todo mi cariño ... En cuanto a usted, Pilar, ¿debo decirlo?, ni me atreví a soñar siquiera en ser amado por usted; ya había comprendido cuán dichoso sería el hombre amado por usted; ya había levantado hasta usted mis ojos llenos de esperanza, pero los había vuelto a bajar con tristeza, pensando en que usted tampoco había de quererme. Me parecía usted más alta que Manuela para mí. Y luego, pensar en usted, decirle a usted algo, después de los desaires de Manuela, sufridos en presencia de usted, me parecía indigno. ¡Si hubiera yo adivinado! ... Con que ya ve usted que no ahora, mucho antes, aquel afecto para Manuela había acabado. ¿Duda usted todavía? ¿Cree usted que el amor que le tengo, y que ha crecido por años en tan pocos días se parezca al sentimiento que abrigué por esa infeliz, y que se ha convertido ahora en un desprecio espantoso? ...
-Ya no dudo, Nicolás, ya no dudo -dijo la joven estrechando las manos del herrero entre las suyas-. Y aunque dudara -añadió suspirando-, mi felicidad consiste en este amor que siento por usted hace mucho tiempo, que he guardado en el fondo de mi corazón, sin esperanza entonces, aumentado cada día por el dolor y por los celos, y que sólo ha podido revelarse en el momento en que corría usted peligro y en que yo estaba próxima a perder el juicio. Yo no podía esperar que usted me amase. Al contrario, estaba segura de que usted amaba a Manuela más que nunca, quizás porque la había perdido para siempre; pero no fui dueña de mí, no pude contenerme, no di oídos más que a mi corazón.
-Pero, niña -dijo Nicolás, en tono de reconvención-, usted me juzgó mal, quizás, porque no conocía bien mi carácter. Para amar todavía a Manuela, a pesar de lo que había hecho, se necesitaba, en primer lugar, haberla amado de veras, y acabo de decir a usted que no era así, y después se necesitaba ser un hombre vulgar, y yo, aunque humilde, aunque obrero rudo, aunque indio sin educación, y sin otros ejemplos, puedo asegurar a usted que no soy vulgar, que me siento incapaz de estimar un objeto indigno, y que para mí la estimación es precisamente la base del amor. ¿Yo había de seguir queriendo a una perdida que se dejaba robar por un asesino y un ladrón? ¡Imposible, imposible! De padres a hijos, en mi familia india, nos hemos transmitido las ideas de honradez altiva que tantas veces me han echado aquí en cara, como un defecto, y que me han granjeado algunos enemigos. Nosotros hemos sido pobres, muy pobres, pero alguna vez yo contaré a usted cómo mis antepasados, en sus montañas salvajes, en sus cabañas humildísimas han sabido, sin embargo, conservar siempre su carácter limpio de toda mancha de humillación o de bajeza. Han preferido morir a degradarse, y eso no por vanidad, ni por conservar una herencia de honor, sino porque tal es nuestra naturaleza. La altivez en nosotros es parte de nuestro ser. Así, pues, figúrese usted si yo podría haber sentido por Manuela, después de lo que ha hecho, otro sentimiento que el de una compasión despreciativa. Hacer otra cosa hubiera sido una degradación ... ¿Está usted convencida?
-Sí, Nicolás -dijo apresuradamente la joven-, perdóneme usted; pero a pesar de que conocía su carácter, mi cariño, mi pobre cariño, nacido en medio de los celos, me hacía ciega y desconfiada ...
-No, lo que guardo a usted, buena y hermosa niña, es un amor santo y eterno ... ¿quiere usted ser mi esposa, y luego?
-¡Oh! -dijo llorando Pilar-, será mi felicidad; pero hemos hablado largamente, nos hemos extraviado, hemos olvidado el mundo, Nicolás, y estamos hablando cerca de una moribunda ..., mi madrina ...
-¡Oh, sí, la señora! ...
-Mi madrina se muere -exclamó Pilar con abatimiento-; hace dos días que no toma alimento ninguno, su debilidad es muy grande, la fiebre violenta, y todos dicen que no tiene remedio.
Nicolás, al saber esta noticia, inclinó la cabeza lleno de pesadumbre.