El Zarco/Capítulo XXII
Ahora bien: ¿Quién era el hombre temerario que se había atrevido a colgar a veinte plateados en los lugares mismos de su dominio, y que así había causado aquel movimiento en el cuartel general de los bandidos?
El nombre de Martín Sánchez Chagollán no era enteramente desconocido en Xochimancas, de modo que no causó sorpresa, pero sí la causó, y muy grande, saber lo que había hecho.
¡Colgar a veinte plateados en los catzahuates de Tetelcingo, es decir, en el corazón mismo de aquella satrapía en que no dominaban más que el crimen y el terror!
Pero, ¿quién era ese hombre? ¿Era acaso un jefe del gobierno, apoyado en la ley y contando con todos los elementos de la fuerza pública, con el dinero del erario y con el concurso de las autoridades y de los pueblos?
Nada de eso. Martín Sánchez Chagollán, personaje rigurosamente histórico, lo mismo que Salomé Plasencia, que el Zarco y que los bandidos a quienes hemos presentado en esta narración, era un particular, un campesino, sin antecedentes militares de ninguna especie; lejos de eso, había sido un hombre absolutamente pacífico que había rehusado siempre mezclarse en las contiendas civiles que agitaban al país hacía muchos años, y así, retraído, casi tímido, vivía entregado exclusivamente a los trabajos rurales en un pequeño rancho que tenía a poca distancia de Ayacapixtla, cerca de Cuautla de Morelos. Y con todo esto, era un hombre de bien a toda prueba, uno de esos fanáticos de la honradez, que prefieren morir a cometer una acción que pudiera manchar su nombre o hacerlos menos estimables para su familia o para sus amigos.
Con tales principios y en aquella época de revueltas y de corrupción, en que no pocos hombres rústicos y sencillos se vieron obligados a complicarse en las revoluciones o en los crímenes cometidos a la sombra de ellas, Martín Sánchez tuvo que sufrir mucho a fin de substraerse de compromisos y de enredos. Pero a fuerza de habilidad y de energía quedó limpio, y aunque visto con desconfianza y con recelo por todos los partidarios logró quedar tranquilo, viviendo arrinconado y oculto en su ranchito, cuidando sus pequeños intereses y ayudado de sus hijos, ya grandes.
Porque Martín Sánchez era un hombre ya entrado en años. Tenía unos cincuenta; sólo que contaba con una de esas robustas y vigorosas naturalezas que sólo se ven en el campo y en la montaña, fortificadas por el aire puro, la sana alimentación, el trabajo y las costumbres puras. Así es que, aunque cincuentón, parecía un hombre en toda la fuerza de la virilidad.
De estatura pequeña, de cabeza redonda, y que parecía encajada en los hombros por lo pequeño del cuello, sus anchas espaldas, sus brazos hercúleos y sus piernas torcidas y nervudas, revelaban en él al trabajador infatigable y al consumado jinete.
Sus ojos pequeños, verdosos y vivos, su nariz aguileña, su cara morena y bien colocada, su boca de labios delgados y fruncidos, su barba rasurada siempre juntamente con su frente estrecha y sus cabellos cortados a peine y casi rizados, le daban cierta apariencia felina. Tenia una vaga semejanza con los leopardos.
Tal era el hombre que ejerció una influencia importantísima en esa época en la tierra caliente, y a cuya acción se debió principalmente la extinción de esa plaga espantosa de bandidos que por años enteros asoló aquellas fértiles y ricas comarcas.
Vivía, pues, Martín Sánchez tranquilamente consagrado a sus labores, como lo hemos dicho, cuando estando ausente él y su esposa, cayó a su rancho una gran partida de plateados.
El anciano padre de Martín y sus hijos se defendieron hcroicamente, pero fueron dominados por el número, asesinado el anciano, así como uno de los hijos, saqueada la casa e incendiada después, y destruido todo lo que constituía el patrimonio del honrado labrador.
Cuando Martín Sánchez regresó de México, adonde había ido, no encontró en su casa más que cenizas, y entre ellas los cadáveres de su padre y de su hijo, que no habían sido sepultados aún porque los otros hijos, heridos y ocultos en el monte, no habían podido venir al rancho.
En fin, aquello era el horror y la desolación.
La esposa de Martín estuvo enloquecida algún tiempo de dolor y de miedo.
Martín Sánchez no dijo nada. Fue a buscar a sus hijos al monte; con ellos dio sepultura a los cadáveres de su padre y de su hijo, y despidiéndose de su pobre rancho, convertido en escombros, y de sus campos incendiados, se llevó a su mujer y a su familia al pueblo de Ayacapixtla, donde esperaba tener mayor seguridad.
Entonces vendió lo poco que le había quedado, y, con el dinero que reunió compró armas y caballos para equipar una partida de veinte hombres.
Después, ya sanos sus hijos, los armó, habló con algunos parientes y los decidió a acompañarle, pagándoles de su peculio, y una vez lista esta pequeña fuerza, fue a hablar con el prefecto de Morelos y le comunicó su resolución de lanzarse a perseguir plateados.
El prefecto, alabándole su propósito, le hizo ver, sin embargo, los terribles peligros a que iba a quedar expuesto en medio de aquella situación. Pero como Martín Sánchez le respondió que estaba enteramente decidido a perecer en su empresa, el prefecto en cumplimiento de su deber, le ofreció los auxilios que estaban en su poder, y lo autorizó para perseguir ladrones, en calidad de jefe de seguridad pública, y con la condición de someter a los criminales que aprehendiera al juicio correspondiente.
Así autorizado, Martín Sánchez partió con su pequeña fuerza. Pero comprendiendo bien que con tan débiles elementos no podía hacer frente a las huestes numerosas de plateados que merodeaban en los distritos de Morelos, Yautepec y Jonacatepec, se limitó a una guerra meramente estratégica, procurando combatir a partidas pequeñas con el objeto de aprovecharse de sus armas y caballos para aumentar su fuerza.
Así fue como, huyendo y caminando de noche, y pagando emisarios, y haciendo jornadas fabulosas, poco a poco fue derrotando algunas partidas de bandoleros y proveyéndose de armas, municiones y caballos.
Luchaba con el desaliento general, con el terror a los plateados, con la complicidad de muchas gentes, con la hostilidad de algunas autoridades, meticulosas o complicadas en aquellos crímenes; luchaba, en fin, hasta con la poquedad de ánimo de sus mismos soldados, que no teniendo más aliciente que el de un pequeño sueldo, iban arriesgando la vida, y arriesgándola con los plateados, que daban a los prisioneros y a los plateados una muerte siempre acompañada de espantosas torturas.
Así es que Martín Sánchez tenía que vencer día a día tremendas dificultades, pero su sed de venganza le dio fuerzas superiores.
Esa sed fue su resorte.
Movido por un sentimiento personal, poco a poco, en él, fueron reuniéndose los rencores generales, como en un pecho común; cada venganza por un crimen de los plateados encontraba en su espíritu un eco, cada asesinato cometido por ellos era inscrito en el tremendo libro de su memoria; cada lágrima de viuda, de huérfano, de padre, se depositaba en su corazón como en una urna de hierro. De vengador de su familia se había convertido en vengador social.
Era el representante del pueblo honrado y desamparado, una especie de juez Lynch, rústico y feroz también, e implacable.
Había suprimido en su alma el miedo, había abrazado con fe su causa, esperando que en ella dejaría la vida, y estaba resuelto; pero también había suprimido entre sus sentimientos, el de la piedad para los bandidos.
Ojo por ojo y diente por diente. Tal era su ley penal.
¿Los plateados eran crueles? Él se proponía serlo también.
¿Los plateados causaban horror? Él se había propuesto causar horror.
La lucha iba a ser espantosa, sin tregua, sin compasión.
¿Quién ganaría? ¡Quién sabe, pero Martín Sánchez se lanzaba a ella con los ojos cerrados y con la espada desnuda y con el pecho acorazado por su sed de venganza y de justicia!
Los bandidos debían temblar. ¡Había aparecido por fin el ángel exterminador!
Para aquellas inmundas aves de rapiña no había más que el águila de la montaña, de pico y de garras de acero.
Martín Sánchez era la indignación social hecha hombre.