El Zarco/Capítulo XXV
A pocos días de esta entrevista y en una mañana de diciembre, templada y dulce en la tierra caliente como una mañana primaveral, el pueblo de Yautepec se despertaba alborozado y alegre, como para una fiesta.
Y en efecto, esperaba una fiesta; no una fiesta religiosa, ni pública, sino una fiesta de familia, una fiesta íntima, pero en la que tomaba parte la población entera.
Nicolás, el honradísimo herrero de Atlihuayan, se casaba con la buena y bella Pilar, la perla del pueblo por su carácter, por su hermosura y sus virtudes.
Y como sabemos, estos dos jóvenes eran muy amados por sus compatriotas.
Así es que festejaban su enlace con toda solemnidad. Desde muy temprano, desde que la luz del alba había extendido en el cielo, limpio de nubes, y sobre las montañas, las huertas y el caserío, su manto aperlado y suave, los repiques a vuelo, en el campanario de la iglesia parroquial, habían despertado a los vecinos; la música del pueblo tocaba alegres sonatas, y los petardos y las cámaras habían anunciado la misa nupcial.
Nicolás era humilde y no había deseado tanto ruido, pero las autoridades, el cura, los vecinos, habían querido demostrar así al estimable obrero y a su bella esposa el amor con que los veían. La iglesia, los altares, y especialmente el altar mayor, en que iba a celebrarse el casamiento, estaban llenos de arcos y de ramilletes de flores. Todos los naranjos y limoneros de Yautepec, y se cuentan por centenares de miles, habían dado su contribución de azahares. Sin exageración podía decirse que ninguna novia en el mundo había contado jamás, en el camino de su casa a la iglesia, en ésta, y en la casita que se le había dispuesto en Atlihuayan, con un adorno en que se ostentara la flor simbólica con tal riqueza y tal profusión. Era una lluvia de nieve y de aroma que rodeaba a la pareja por todas partes. A las siete de la mañana, ésta apareció radiante en la puerta de la casa de Pilar y se dirigió a la iglesia, acompañada de sus padrinos y de una comitiva numerosa.
Ya la noche anterior se había celebrado el matrimonio civil, delante del juez recién nombrado, porque la ley de Reforma acababa de establecerse, y en Yautepec como en todos los pueblos de la República, estaba siendo una novedad. Nicolás, buen ciudadano, ante todo, se había conformado a ella con sincero acatamiento.
Pero todavía en ese tiempo, como ahora mismo, la fiesta de bodas se reservaba para el matrimonio religioso. Los novios, pues, se presentaron ante el altar.
Nicolás, vestido con esmero, aunque sin ostentación, manifestaba en el semblante una alegría sincera, un sentimiento de felicidad tanto más verdadero, cuanto que se cubría con un exterior grave y dulce. Pilar estaba encantadora: su belleza natural estaba realzada ahora por su traje blanco y elegante, por su peinado de cabellos negros y sedosos, adornados con la corona nupcial, aquella corona que ella se complacía siempre en formar con el mayor gusto, no sabiendo todavía, como decía ella, si le serviría para su tocado de esposa o para su tocado de virgen muerta.
Ya estaba viendo que servía para lo primero, y que un espíritu bueno y protector le había augurado siempre su feliz destino. Apenas lo creía; había en sus ojos dulcísimos y lánguidos, algo como el reflejo de una visión celeste que le daba un aspecto de santa, una mirada angelical.
El rubor natural causado por aquel momento y por ser el objeto de las miradas de todos, la timidez, el amor, aquel concurso, aquel altar lleno de cirios y de flores, la voz del órgano, el murmullo de los rezos, el incienso que llenaba la nave, todo había producido en ella tales y tan diversas emociones, que parecía como arrebatada a un mundo extraño, al mundo de los sueños y de la dicha.
Con todo, y a pesar del aturdimiento que la embargaba, aquella buena joven tuvo un pensamiento para la pobre anciana a quien había amado como a una madre, para la infeliz mártir cuyo luto acababa de llevar y cuyas bendiciones la protegían. Una lágrima de ternura inundó sus mejillas al recordarla, y al recordar también a la desdichada Manuela, por quien oró en aquel momento en que era tan feliz.
Por fin la misa acabó, y los novios, después de recibir los plácemes de sus amigos y de todo el pueblo, se dispusieron a partir a la hacienda de Atlihuayan, en donde tenían su casa, a la que habían invitado a muchas personas de su estimación para tomar parte en un modesto festín.
Al efecto se dispuso una cabalgata que debía servir de cortejo al guayín en que caminaban los esposos, con el cura y otros amigos.
Y a las ocho de la mañana partieron, y comenzaron a caminar por la carretera que conduce a la hacienda.
Pero poco antes de llegar al lugar en que se alzaba el gran amate en que siempre cantaba el búho, las noches en que pasaba el Zarco, cuando venía a sus entrevistas con Manuela, la comitiva se detuvo estupefacta.
Al pie del corpulento árbol estaba formada una tropa de caballería, vestida de negro y con las armas preparadas.
Nadie esperaba ver allí a esa fuerza, que se aparecía como salida de la tierra. ¿Qué podía ser?
Era la tropa de Martín Sánchez Chagollán, como cien hombres y con el aspecto lúgubre y terrible que les conocemos.
Al descubrir el cortejo nupcial, alegre y acompañado de la música, el comandante, es decir, Martín Sánchez, se adelantó hasta donde venía el guayín de los novios, y quitándose el sombrero respetuosamente, dijo a Nicolás:
-Buenos días, amigo don Nicolás: no esperaba usted verme por aquí ni yo esperaba tener el gusto de saludar a usted y de desearle mil felicidades, lo mismo que a la señora, que es un ángel. Ya le explicaré el motivo de mi presencia aquí. Ahora mi tropa va a presentar las armas en señal de respeto y de cariño, y yo le ruego a usted que continúe sin parar hasta la hacienda. Allá iré yo después.
Tenía Martín Sánchez tal aspecto de serenidad y de franqueza que Nicolás no sospechó nada sinieslro. Así es que se contentó con darle un apretón de manos, y con presentarle a su esposa y a las demás personas del guayín.
Pero en esto una mujer, una joven en quien todos reconocieron luego a Manuela, se abrió paso entre la fila de los jinetes y vino corriendo, arrastrándose, desmelenada, desencajada, temblando, pudiendo apenas hablar, yasiéndose de las puertas del guayín, dijo con la voz enronquecida y con palabras entrecortadas:
-¡Nicolás! ¡Nicolás! ¡Pilar, hermana! ... ¡Socorro! ¡Misericordia! ¡Tengan piedad de mí! ... ¡Perdón! ¡Perdón!
Nicolás y Pilar se quedaron helados de espanto.
-Pero, ¿qué es eso? ... ¿Qué tienes? -gritó Pilar.
-Es que ... -dijo Manuela- es que ... ahorita lo van a fusilar ... al Zarco; allí está amarrado, tapado con los caballos ..., lo van a matar delante de mí! ¡Perdón! ¡Perdón, don Martín! ¡Perdón, Nicolás! ... ¡Ah, me vaya volver loca! ...
En efecto, la fila de jinetes enlutados ocultaba un cuadro estrecho en el centro del cual, y sentados en una piedra y bien amarrados, y lívidos y desfallecidos, estaban el Zarco y el Tigre, próximos a ser ejecutados. Martín Sánchez, al ver la comitiva y previendo que podría ser la comitiva de Nicolás, había querido ocultar a los bandidos para ahorrar este espectáculo a lós novios.
-Si yo hubiera sabido que ustedes venían para acá, a esta hora, crea usted, don Nicolás, que me habría yo llevado a estos pícaros para otra parte; pero no lo sabía. Lo que sí sabía yo, y por eso me tiene usted aquí, es que lo esperaban a usted estos malvados con su gente y que se ha escapado usted de buena. Lo supe a tiempo, anduve dieciséis leguas, y les di un albazo esta mañana, por aquí cerca ...; los he matado a casi todos, pero vengo a colgar a los capitanes en este camino; al Zarco aquí, al Tigre lo voy a colgar en Xochimancas.
-Pero don Martín, yo le ruego a usted por quien es ... que si puede, perdone a ese hombre siquiera por esta pobre mujer.
-Don Nicolás -respondió ceñudo el comandante-, usted es mi señor, usted me manda, por usted doy la vida, pídamela usted y es suya, pero no me pida usted que perdone a ningún bandido y menos a estos dos ... Señor, usted sabe quiénes son ...; asesinos como estos y plagiarios no los hay en toda la tierra. ¡Si no pagan con una vida! ... ¡Y lo iban a matar a usted! ... ¡Lo habían jurado! ¡Y se iban a robar a la señora, a su esposa de usted! Ese era el plan. ¡Conque dígame usted si es posible que yo los deje con vida! Señor don Nicolás, siga usted su camino con todos estos señores, y déjeme que yo haga justicia.
Pilar estaba temblando. En cuanto a Manuela, por un rapto de locura, había corrido ya al lado del Zarco y se había abrazado de él y seguía gritando palabras incoherentes.
-Siquiera nos llevaremos a Manuela -dijo Pilar.
-Si ustedes quieren, pueden Ilevársela, pero esa muchacha es una malvada; acabo de quitarle un saco en que tenía las alhajas de los ingleses que mataron en Alpuyeca ..., ¡alhajas muy ricas!, ¡no merece compasión!
Sin embargo, por orden de Martín Sánchez, un soldado procuró arrancar a la joven del lado del Zarco, a quien tenía abrazado estrechamente, pero fue en vano. El Zarco le dijo:
-¡No me dejes, Manuelita, no me dejes!
-¡No -respondió Manuela-, moriré contigo! ... Prefiero morir a ver a Pilar con su corona de flor de naranjo al lado de Nicolás, el indio herrero a quien dejé por ti ...
-Vámonos -dijeron el cura y los demás vecinos despavoridos-. Esto no tiene remedio.
Pilar se puso a sollozar amargamente; Nicolás se despidió de Martín Sánchez.
-Señor cura, usted puede quedarse. Éstos han de querer confesarse, tal vez.
-Sí, me quedaré -dijo el cura-, es mi deber.
Y la comitiva nupcial, antes tan alegre, partió como una procesión mortuoria y apresuradamente.
Cuando se había perdido a lo lejos, y no había quedado ya ningún rezagado en el camino, Martín Sánchez preguntó al Zarco y al Tigre si querían confesarse.
El Zarco dijo que sí y el cura lo oyó pronto y lo absolvió; pero el Tigre dijo a Martín:
-¿Pero, yo también voy a morir, don Martín?
-Tú también -respondió éste con terrible tranquilidad.
-¿Yo? -insistió el Tigre-, ¿yo que le di a usted el aviso para que viniera, y que le dije a usted de las señas del camino que seguíamos, y que le avisé que tendría yo un pañuelo colorado en el sombrero para que me distinguiera?
-Nada tengo que ver con eso -respondió Martín-. Yo nada te prometí; peor para ti si fuiste traidor con los tuyos. Vamos, muchachos, fusilen al Zarco y después cuélguenlo de esa rama ...; véndenlo primero ...
El Zarco apenas podía tenerse en pie; el terror lo había abatido. Con todo, alzó la cara, y viendo la rama de que colgaban ya los soldados una reata, murmuró:
-¡La rama en que cantaba el tecolote! ... ¡Bien lo decía yo! ... ¡Adiós, Manuelita!
Manuela se cubrió la cara con las manos. Los soldados arrimaron al Zarco junto al tronco y dispararon sobre él cinco tiros, y el de gracia. Humeó un poco la ropa, saltaron los sesos, y el cuerpo del Zarco rodó por el suelo con ligeras convulsiones. Después fue colgado en la rama, y quedó balanceándose allí. Manuela pareció despertar de un sueño. Se levantó, y sin ver el cadáver de su amante, que estaba pendiente, comenzó a gritar como si aún tuviese delante el guayín de los desposados:
-¡Sí, déjate esa corona, Pilar; tú quieres casarte con el indio herrero; pero yo soy la que tengo la corona de rosas ... ¡yo no quiero casarme, yo quiero ser la querida del Zarco, un ladrón! ...
En esto alzó la cabeza; vio el cuerpo colgado ... después contempló a los soldados, que la veían con lástima, luego a don Martín, luego al Tigre, que estaba inclinado y mudo, y después se llevó las manos al corazón, dio un grito agudo y cayó al suelo.
-¡Pobre mujer -dijo don Martín-, se ha vuelto loca! Levántenla y la llevaremos a Yautepec.
Dos soldados fueron a levantarla, pero viendo que arrojaba sangre por la boca, y que estaba rígida y que se iba enfriando, dijeron al jefe:
-¡Don Martín, ya está muerta!
-Pues a enterrarla -dijo Martín con aire sombrío-, y vámonos a concluir la tarea.
Y desfiló la terrible tropa lúgubre.