Ir al contenido

El abrazo de Vergara

De Wikisource, la biblioteca libre.
El abrazo de Vergara
de Pedro Antonio de Alarcón
1854


- I - Impresiones fuertes


Pues que de aventuras de viajes se trata, permitidme a mí también referir una que no desmerece de las ya leídas, y que deja tan malparados como la anterior a los que confunden a la mujer con la hembra, desconociendo que la base de operaciones y el objetivo del amor humano deben residir en el alma, y de manera alguna en el cuerpo de los beligerantes.

Oíd y temblad, como dicen los tenores de ópera.


Era una tarde de Mayo...

(Los novelistas ponen la escena en el verano cuando escriben en el invierno, y viceversa. -El autor la pone en la primavera, porque escribe en el otoño. -Esto prueba que nadie se halla contento con lo que posee. Pocos Rubens tuvieron la humorada de retratar a su mujer en sus cuadros. Rafael hizo tantas ediciones de una panadera, porque no era enteramente suya; es decir, suya por la Iglesia. Aristóteles... -Pero ¿adónde vamos a parar? -¡Basta de paréntesis!)

Corría (esto es, andaba al mismo paso que anda siempre el tiempo) el año de 18... (¡vaguedad sobre todo!)

El autor no recuerda el día... Sólo sabe que lo vio amanecer allende los Pirineos, desde las persianas de la berlina de una diligencia, y que lo veía morir en España, aquende los Pirineos.

El autor (entiéndase que no hablo de mí, pues yo no soy más que el editor de la presente historia. -El autor de que se trata es el del manuscrito de donde está sacada mi relación...)

El autor, vuelvo a decir, iba pensativo. Aquella brusca transición de la opulenta Francia a la pobre España, de un idioma a otro, y principalmente de un imperio a un reino, traíale caviloso, meditabundo, cariacontecido.

Pero tanto se abismó en sus pensamientos, tan apacible era la tarde, tal la calina del ambiente, que se quedó más dormido que cochero en puerta de baile.

Y el autor durmió mucho tiempo, como un lago sin brisa, como un alma sin penas, como un corazón sin dudas, como un pájaro entre las hojas, como una barca entre los juncos, como la mar en el verano, como un desdichado en la tumba, como la desesperación después de las lágrimas, como un niño en el regazo de su madre, como la esperanza al pie del altar de Cristo, como Voltaire cuando leía las obras de Rousseau...

Y así continuó durmiendo, mientras la diligencia serpeaba alrededor de los montes, en el fondo de los valles, en la cumbre de las colinas... Y el zagal en tanto cantaba, silbaba, mayaba, gruñía... y los caballos galopaban, y el látigo crujía, y las campanillas sonaban, y el polvo hacía remolinos, y un panorama sucedía a otro, y la distancia se deshacía bajo de las ruedas...

Soñó el autor entonces que iba en un carro aéreo; que viajaba en el espacio; que era Faetón; que nadaba en piélagos de luz; que tenía alas, horizontes, libertad; que a su lado volaba una mujer, una ninfa, una hurí; que esta visión esplendorosa se inclinaba dulcemente sobre él y le apartaba del rostro los cabellos, y lo miraba, y se sonreía... Y que esto no era soñar, y que no estaba dormido, y que despertaba, y que...

¡Tableau! -como dicen los franceses.


- II - Un dúo de Auber


El autor vio enfrente de sí una mujer de veinte años, cuyas señas personales irá diciendo; una bellísima mujer; una Eva del siglo XIX; una de esas mujeres que codician todos los hombres a los tres segundos de mirarlas; una mujer de aquellas que son esbeltas, aunque se envuelvan en un manto; hermosas, aunque se cubran con un antifaz; elocuentes, aunque callen; elegantes, sin vestirse; garbosas, sin andar; adorables, sin pretenderlo; una mujer, en fin, toda armonía, cuyo pie hubiera bastado a cualquier hombre bien nacido para adivinar el conjunto, pues los hombres bien nacidos tienen, en materia de mujeres, el instinto de la proporción y la ciencia de la simetría.

Era pálida, no como la dolencia, sino como el dolor; rubia como la aurora, y blanca como la leche. Una capa negra la envolvía; pero el autor, Pigmalión y mago, animaba la oculta forma con el fuego de su mirada. Aquella figura trastornaba la imaginación como un delirio de Hoffman o como un vertiginoso vals de Weber.

¿Quién era? ¿Cómo se llamaba? ¿Adónde iba? ¿De dónde había llegado?

¿Era un nuevo sueño tanta ventura? ¡Verse solo con semejante mujer; solo y lejos del mundo; empaquetado con ella en un cajón de dos varas de longitud y una de anchura! ¡Oír su respiración, respirarla, tocar su traje, sentir su calor, poder mirarla horas seguidas, verla dormir, acariciarla con los ojos!... Y luego, la noche... la noche que llegaba con sus sombras; toda una noche entera, y todo el día siguiente, y hasta dos días, sin duda, puesto que tamaña hembra no podía ir sino a la Corte... -¡Oh! ¿Qué más se puede pedir a la fortuna? ¿Qué más otorga una querida, después de un año de memoriales? -¡Ah! El autor no debe creer en tanta dicha... -Pero la acepta por el pronto. La predestinación existe. Dios ha combinado aquel encuentro ab initio. El autor no puede menos de amar a la desconocida... ¡La ama ya! -¡Sí! El autor amaba por millonésima vez.

-Señora... -murmuró entonces inclinándose.

La joven se inclinó también.

Pero no al mismo tiempo.

De lo contrario, se hubieran aporreado los dos; pues estaban frente a frente y de la frente de él a la frente de ella no había la distancia de un saludo.

-Señora... -(prosiguió el autor). -Seré breve. Tengo que hacer a V. una consulta. Yo me estoy enamorando de V. de un modo atroz. ¡Si V. no ha de corresponderme, me es absolutamente necesario abandonar la berlina y pasarme al interior!

La hermosa saludó, como dando las gracias.

Señora... (prosiguió el autor, principiando a desconcertarse). -En lo que digo no hay exageración alguna. ¡Yo no puedo pasar la noche al lado de V.; yo no debo verla más; yo no quiero hacerme infeliz para toda la vida! Los corazones exaltados son capaces de pasiones fosfóricas, repentinas, fulminantes. ¡Yo la adoro a V., señora! -Ahora bien; si usted no ha de amarme; si he de verla para perderla; si, he de encontrar un tesoro para dejarlo... aún es tiempo: ¡abandono la berlina!

La joven permaneció impasible.

El autor se veía en el caso de un marido que dice a su mujer: -«¡Voy a echarme por la ventana!...» y no es detenido por su cara mitad.

Mudó, pues, de argumentación.

-¿Qué necesidad tenía yo (dijo) de conocer a V.? ¿A qué mostrar al sediento el agua, si no ha de beberla? ¡Los ciegos no deben saber que hay luz! V. misma, señora, V. misma ha debido ocultarme su hechicero rostro, desde que conoció que no llegaría a corresponder a mi cariño... -¡Pero V. no lo ha hecho así! ¡Usted conspira contra mi salud, contra mi constancia! ¡V. me hiere con premeditación y alevosía! ¡V. merece morir ahorcada por mis brazos!...

La joven sonrió, bajó los ojos y se puso colorada.

El autor tembló de placer.

-¡Hola! -pensó en seguida.

Pensamiento que no puede menos de honrarle.

Después sintió -porque es muy sensible- que sus ojos ardían entre sus párpados y que su corazón latía con irregularidad.

Este fenómeno es de muy mal agüero.

-Perdone V. si le ofenden mis palabras... (añadió el autor). -Y, si no me perdona, dígame V. que me marche, que me aborrece, que tiene miedo de mí... -Pero ¡hábleme de cualquier modo!

Nuevo silencio, nuevo rubor, nueva sonrisa...

Iba, pues, el autor a seguir su perorata, cuan do la deidad alzó los ojos, y con voz pura y suave, pronunció dos o tres palabras en un idioma ininteligible, en alemán probablemente.

El gesto con que acompañó estas palabras, quería decir sin duda alguna:

-Caballero, soy extranjera, y no comprendo jota de lo que V. me dice.

El autor quedó atolondrado.

La joven volvió a bajar los ojos.

El autor mudó de táctica, y cogió una mano a la extranjera.

La extranjera retiró la mano.

El autor buscó los pies de la joven.

La joven escondió los pies.

La declaración estaba formulada en el idioma primitivo, en el lenguaje natural.

Entonces clavó el autor sus ojos en la cara de la desconocida.

De este modo transcurrieron quince minutos de reloj.

Al mediar el minuto decimosexto, abrió los ojos la alemana.

El autor recuerda en este instante que eran azules.

Un relámpago brillaba en ellos.

Pero no por esto se crea que tenían nubes o cataratas.

El turquí del firmamento no era tan puro en aquella tarde de primavera como las dos pupilas que hablaban con las del autor.

El autor tiene los ojos negros.

Con ellos vio que el pecho de la joven se dilataba, y que su mano se dirigía a un cristal de la berlina.

-¡Ya consume más oxígeno que yo! -pensó el autor, bajando el cristal, y no sin esperanza de volver a subirlo.

La joven dio las gracias al autor con una mirada de doce segundos.

El autor besó con sus ojos los ojos que le daban las gracias.

Cuando cuatro ojos menores de veinticinco años se tutean, ES PELIGROSO QUE SIGAN MIRÁNDOSE.

Este axioma se compone de una frase mía, de una alocución de Alfonso Karr y de un verso de lord Byron.

Los cuatro ojos se tuteaban, eran menores de edad y seguían mirándose.

Esto es histórico.

De pronto le ocurrió al autor la siguiente idea:

-Esta joven estar a despechada porque no he vuelto a cogerle la mano, privándola, por consiguiente, del placer de hacerme otro desaire.

Y es que el autor conoce que las mujeres gozan tanto en hacer un desaire, como en otorgar un favor.

Las calabazas son el placer de la cabeza.

No acabó de ocurrirle este axioma, cuando cogió de nuevo la mano de la desconocida.

La resistencia fue leve, hipócrita, rica de monadas.

La mano quedó presa.

Y no estaba bajo cero.

(La mano es el termómetro del amor, los ojos son el barómetro y el corazón el cronómetro.)

El autor estrechó, pues, el termómetro de la sajona.

La sajona apretó por su parte la mano del autor.

Los ojos del autor dijeron entonces una cosa muy atrevida a los ojos de la beldad.

La beldad miró la hora en un bonito reloj que pendía de su cuello; asomose a la ventana, y exploró el camino.

El autor repitió la intimación.

La alemana dijo con un ademán:

-Espere V.

Estaba anocheciendo.

El autor no podía hablar, o, por mejor decir, no debía hablar, puesto que la joven no le comprendía; pero era tan dichoso, esperaba serlo tanto, se hallaba tan lleno de ideas y tan rico de elocuencias, que habló, peroró, disertó como otro Demóstenes.

El viento se llevó aquel brillante discurso de nadie oído, y en el cual dijo el autor todas las temeridades de lenguaje y todas las hipérboles de amor que le inspiraron las circunstancias.

La joven adivinaba, leía, bebía, aspiraba aquel torrente de pasión hablada.

Y es que la elocuencia tiene su magnetismo, que subyuga a los mismos sordos, y a los irracionales, y a la materia inorgánica...

Dos o tres palabras erizadas de ffff y nnnn constituyeron la réplica de la teutona a aquella ardiente improvisación.

De esta manera transcurrió media hora de ruido vano en español y en alemán.

La noche llenó de obscuridad la berlina.

La joven volvió a explorar el camino, como para ver por dónde caminaba.

El autor sentía que le faltaba la respiración, a medida que iba obscureciendo.

Al fin se hicieron las tinieblas impenetrables.

Entonces, y sólo entonces, extendió el autor los brazos hacia la desconocida.

La desconocida no esquivó aquel abrazo.

Su divino talle se dobló hacia el autor, como la rama de un limonero se inclina al peso del codiciado fruto...

El autor creía tener colgado un cascabel de cada oreja: tanto le silbaba la sangre en los oídos.

La extranjera acercose más..., ebria, palpitante, enamorada; echole los brazos al cuello, y...

-¡Sóóóóó! -dijo el mayoral a las mulas en aquel instante crítico.

La diligencia se paró.

La portezuela se abrió al mismo tiempo.

La joven se escurrió de entre los brazos de su víctima.

El autor tuvo miedo de sí propio.

El mayoral dio la mano a la joven para que bajara del carruaje, diciéndole con socarronería:

-¡Vamos, señora! Ya estamos en Vergara... -Aquí tiene V. a su esposo, que llega con los brazos abiertos...

-¿Dónde estás, Juanito? -exclamó la alemana en el castellano más puro que se habla en Castilla la Vieja.

Y se alejó gritando:

-¡Buen viaje, caballero! Abur...

El autor se hundió en el último rincón de la berlina.

Su mano tocó una cosa muy suave.

Era una tarjeta.

El autor encendió un fósforo, y leyó lo que sigue:

LUISA CORSETERA PROCEDENTE DE PARÍS Madrid.-Calle de Alcalá, núm...

Aquel abrazo, el único que Luisa ha dado al autor, se conoce en la historia de dos corazones con el nombre de El abrazo de Vergara.


- III - Se rompen las hostilidades


Amigo lector:

El título de la presente novelilla te hizo creer que se trataba de Espartero y de Maroto...

¡Qué lamentable equivocación!

Madrid, 1854.