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El altruismo y la energía

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El altruismo y la energía
de Rafael Barrett


Nietzsche, en su obstinado desprecio al cristianismo, hace de la piedad para con los inermes, de la simpatía hacia lo abortado, lo enfermo y lo triste, del anhelo de justicia reparadora en fin, otros tantos síntomas de una degeneración contagiosa. Para el terrible alemán, el egoísmo -egoísmo elevado, trágicamente bello a veces, propio de un metafísico Satanás- es sinónimo de energía.

Las varias formas del egoísmo, desde la vanidad a la ambición insaciable, desde la mezquindad de la solterona balzaciana a la codicia de un Rockefeller, desde la impertinencia del dandy a la ferocidad sanguinaria de Calígula, se manifiestan, sin duda, con extrema energía aparente en muchos casos. Pero conviene observar que los ejemplos famosos con los cuales los grandes de la tierra fijaron el recuerdo de su tonto y omnipotente capricho, no demuestran energía personal, sino la energía exterior acumulada por el azar en torno de una figura casi siempre insignificante. Nerón incendia a Roma. Suponiéndolo cierto, ¿qué prueba? ¿La energía de Nerón? Lo que prueba es el abatimiento de una sociedad que permite tales atrocidades. Las fuerzas enormes que el emperador tenía en sus vacilantes manos de imbécil no le pertenecían. Se había encontrado con ellas. Nerón jugaba con los resortes de un colosal mecanismo que se le había regalado para diversión suya y para ignominia de la época.

Por lo contrario, Nerón era débil, como la mayor parte de los egoístas históricos a quienes se ha juzgado indispensables tan sólo porque no concluyeron totalmente con el género humano. Se vio la debilidad de Nerón a su caída. En aquel tiempo en que la dimisión de un funcionario consistía en suicidarse, trató el César de hacerlo, y su cobarde espada no acertaba. Tuvo un soldado que rematarle como a una res. Para decidir de la verdadera energía de un hombre, esperad a que caiga de su falso pedestal, esperad a que se le deje desamparado y desnudo. ¡Oh bochorno de los millonarios que al arruinarse aceptan el oficio de proxenetas o de tahures, oh vergüenza de los reyes destronados en el siglo XIX, escabulléndose por la puerta trasera de sus palacios, a semejanza de lacayos despedidos! Napoleón mismo disminuye y decae en Santa Elena.

Napoleón era débil también, porque era egoísta. Puso el genio al servicio de su egoísmo infinito. Este parásito formidable de la humanidad estaba maravillosamente armado para devorarla. Napoleón, incapaz de irradiar energía y hasta de producirla en cantidad suficiente a su vida interior, robaba con avidez la energía externa. Su procedimiento evoca el de ciertos parasitismos en que el animal nutrido con jugos prestados es de una organización muy superior a la de su huésped. La debilidad trascendental de Napoleón necesitó un prodigio de inteligencia para la conservación del individuo.

Egoísmo es debilidad. Los cuerpos fríos se calientan a expensas de los otros. Elevad la temperatura de un pedazo de hierro, y a medida que aumentéis la energía del metal, lo iréis haciendo más y más generoso. Llegará un momento en que de puro ardiente resplandecerá y os iluminará el camino. La energía en exceso desborda y se desparrama por el espacio. Las almas generosas desbordan de amor. ¿No es natural el egoísmo en los niños y en los viejos, en las edades indefensas? Pero el egoísmo en la pujante juventud es doblemente odioso. Los que consumen son los que no crean. Los que expolian son los desheredados de la voluntad. Los que matan, ¡ay! son los que se están muriendo.

La avidez del corazón del avariento, del cruel, es cosa melancólica. Consagrar la existencia entera a reunir dinero o a reunir súbditos o esclavos, es inconcebible para todo espíritu que no haya perdido el contacto fundamental con las realidades absolutas. El egoísta es un aislado, un privado de los efluvios vitales del universo. El egoísmo se acompaña por lo común de una atrofia no solamente sentimental, sino intelectual. La avaricia suele coincidir con la semiestupidez. Una variante atenuada, la manía de coleccionar estampillas o cualquier otra clase de objetos, al estilo de las urracas, no se encuentra seguramente entre los aficionados a coleccionar ideas. ¡Y en cuántas ocasiones la crueldad se deriva de lo difícil que es para numerosos ciudadanos imaginar el dolor ajeno! Al egoísta le falta siempre algo: por eso se lo quita al prójimo. El altruista da precisamente lo que le sobra.

La debilidad del egoísta proviene con frecuencia de que el medio es pobre, de que no hay para todos. Las bestias carniceras son las que tienen que perseguir un alimento escaso y protegido. La abundancia reduce el número de egoístas. Los nueve décimos de la población humana no comen lo bastante. No nos extrañemos, pues, que el hombre se entregue a la lúgubre pasión del oro. El oro es pan y ropa y techo en primer lugar, y no hay techo ni ropa ni pan para todos los habitantes del planeta, a causa de lo torpes y miedosos que somos. Todos estamos amenazados de muerte si nos quedamos sin oro, y nos lo arrebatamos. El egoísmo es, pues, una contingencia por lo general; expresa una relación defectuosa con el ambiente, es una momentánea solución al problema del individuo. La especie resuelve sus problemas de distinta manera. La procreación, la crianza de la prole, acciones de largo alcance, son explosiones de altruismo. Es evidente, además, que el altruismo es mejor cimiento social que el egoísmo; así lo inmediato y lo precario y lo urgente es obra quizá de egoísta, mientras que los altruistas construyen lo profundo y lo duradero. ¡Son los más fuertes!

Darwin, estudiando biología, perdió la fe. «No puedo vencer la dificultad que resulta de la extensión del sufrimiento en el mundo, dice... No puedo persuadirme de que un Dios bienhechor y todopoderoso haya creado los icneumones con la decidida intención de dejarles alimentarse de orugas vivas, o de que el gato haya sido creado para torturar al ratón». Nietzsche se alegra de espectáculo tan siniestramente artístico, y aplica a la médula europea los botones de fuego de una salvaje filosofía. ¿Y quién sabe? Darwin y Nietzsche no han visto tal vez más que lo provisorio.



Publicado en "El Diario", Asunción, 18 de julio de 1908.