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El amigo Manso/Capítulo I

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Capítulo I - Yo no existo

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Yo no existo... Y por si algún desconfiado o terco o maliciosillo no creyese lo que tan llanamente digo, o exigiese algo de juramento para creerlo, juro y perjuro que no existo; y al mismo tiempo protesto contra toda inclinación o tendencia a suponerme investido de los inequívocos atributos de la existencia real. Declaro que ni siquiera soy el retrato de alguien, y prometo que si alguno de estos profundizadores del día se mete a buscar semejanzas entre mi yo sin carne ni hueso y cualquier individuo susceptible de ser sometido a un ensayo de vivisección, he de salir a la defensa de mis fueros de mito, probando con testigos, traídos de donde me convenga, que no soy, ni he sido, ni seré nunca nadie.

Soy (diciéndolo en lenguaje oscuro para que lo entiendan mejor), una condenación artística, diabólica hechura del pensamiento humano (ximia Dei), el cual, si coge entre sus dedos algo de estilo, se pone a imitar con él las obras que con la materia ha hecho Dios en el mundo físico; soy un ejemplar nuevo de estas falsificaciones del hombre que desde que el mundo es mundo andan por ahí vendidas en tabla por aquellos que yo llamo holgazanes, faltando a todo deber filial, y que el bondadoso vulgo denomina artistas, poetas o cosa así. Quimera soy, sueño de sueño y sombra de sombra, sospecha de una posibilidad; y recreándome en mi no ser, viendo transcurrir tontamente el tiempo infinito, cuyo fastidio, por serlo tan grande, llega a convertirse en entretenimiento, me pregunto si el no ser nadie equivale a ser todos, y si mi falta de atributos personales equivale a la posesión de los atributos del ser. Cosa es esta que no he logrado poner en claro todavía, ni quiera Dios que la ponga, para que no se desvanezca la ilusión de orgullo que siempre mitiga el frío aburrimiento de estos espacios de la idea. Aquí, señores, donde mora todo lo que no existe, hay también vanidades, ¡pasmaos!, ¡hay clases, y cada intriga...! Tenemos antagonismos tradicionales, privilegios, rebeldías, sopa boba y pronunciamientos. Muchas entidades que aquí estamos, podríamos decir, si viviéramos, que vivimos de milagro.

Y a escape me salgo de estos laberintos y me meto por la clara senda del lenguaje común para explicar por qué motivo no teniendo voz hablo, y no teniendo manos trazo estas líneas, que llegarán, si hay cristiano que las lea, a componer un libro. Vedme con apariencia humana. Es que alguien me evoca, y por no sé qué sutiles artes me pone como un forro corporal y hace de mí un remedo o máscara de persona viviente, con todas las trazas y movimientos de ella. El que me saca de mis casillas y me lleva a estos malos andares es un amigo...

Orden, orden en la narración. Tengo yo un amigo que ha incurrido por sus pecados, que deben de ser tantos en número como las arenas de la mar, en la pena infamante de escribir novelas, así como otros cumplen, leyéndolas, la condena o maldición divina. Este tal vino a mí hace pocos días, hablome de sus trabajos, y como me dijera que había escrito ya treinta volúmenes, le tuve tanta lástima que no pude mostrarme insensible a sus acaloradas instancias. Reincidente en el feo delito de escribir, me pedía mi complicidad para añadir un volumen a los treinta desafueros consabidos. Díjome aquel buen presidiario, aquel inocente empedernido, que estaba encariñado con la idea de perpetrar un detenido crimen novelesco sobre el gran asunto de la educación; que había premeditado su plan; pero que faltándole datos para llevarlo adelante con la presteza mañosa que pone en todas sus fechorías, había pensado aplazar esta obra para acometerla con brío cuando estuvieran en su mano las armas, herramientas, escalas, ganzúas, troqueles y demás preciosos objetos pertinentes al caso; que entre tanto, no gustando de estar mano sobre mano, quería emprender un trabajillo de poco aliento, y que sabedor de que yo poseía un agradable y fácil asunto, venía a comprármelo, ofreciéndome por él cuatro docenas de géneros literarios, pagaderas en cuatro plazos; una fanega de ideas pasadas, admirablemente puestas en lechos y que servían para todo, diez azumbres de licor sentimental, encabezado para resistir bien la exportación, y por último una gran partida de frases y fórmulas, hechas a molde y bien recortaditas, con más de una redoma de mucílago para pegotes, acopladuras, compaginazgos, empalmes y armazones. No me pareció mal trato, y acepté.

No sé qué garabatos trazó aquel perverso sin hiel delante de mí; no sé qué diabluras hechiceras hizo... Creo que me zambulló en una gota de tinta; que dio fuego a un papel; que después fuego, tinta y yo fuimos metidos y bien meneados en una redomita que olía detestablemente a azufre y otras drogas infernales... Poco después salí de una llamarada roja, convertido en carne mortal. El dolor me dijo que yo era un hombre.