Ir al contenido

El amigo Manso/Capítulo L

De Wikisource, la biblioteca libre.


Capítulo L - ¡Que vivan, que gocen! Yo me voy

[editar]

Para ellos vida, juventud, riquezas, contento, amigos, aplauso, goces delirio, éxito... para mí vejez prematura, monotonía, tristeza, soledad, indiferencia, tormento y olvido. Cada día me alejaba yo más de aquel centro de alegrías que para mí era como ambiente impropio de mi espíritu enfermo. Me ahogaba en él. Además de esto, cada vez que veía delante de mí a la joven señora de Peña, mujer de mi discípulo, aunque no discípula, sino más bien maestra mía, me entraba tal congoja y abatimiento que no podía vivir. Y si por acaso la conversación me hacía encontrar en ella un nuevo defectillo, el descubrimiento era combustible añadido a mi llama interior. Cuanto menos perfecta más humana, y cuanto más humana más divinizada por mi loco espíritu, al quien había desquiciado para siempre de sus firmes polos aquel fanatismo idolátrico, bárbara devoción hacia un fetiche con alma. Todos los días buscaba mil pretextos para no bajar a comer, para no asistir a las reuniones, para no acompañarles a paseo, porque verla y sentirme cambiado y lleno de tonterías y debilidades era una misma cosa. El influjo de estos trastornos llegó a formar en mí una nueva modalidad. Yo no era yo, o por lo menos, yo no me parecía a mí mismo. Era a ratos sombra desfigurada del señor de Manso como las que hace el sol a la caída de la tarde, estirando los cuerpos cual se estira una cuerda de goma.

«¿Pero qué tiene usted?» me dijo un día doña Javiera.

-Nada señora, yo no tengo nada. Por eso precisamente me voy. Entre dos vacíos, prefiero el otro.

-Se queda usted como una vela.

-Esto quiere decir que ha llegado la hora de mi desaparición de entre los vivos. He dado mi fruto y estoy de más. Todo lo que ha cumplido su ley, desaparece.

-Pues el fruto de usted no lo veo, amigo Manso.

-Es posible. Lo que se ve, señora doña Javiera, es la parte menos importante de lo que existe. Invisible es todo lo grande, toda ley, toda causa, todo elemento activo. Nuestros ojos, ¿qué son más que microscopios?

-¿Quiere usted que llame un médico? -me dijo la señora muy alarmada.

-Es como si cuando una flor se deshoja y se pudre llamara usted al jardinero. Coja usted unas tijeras y córteme. Ya la luz, el agua, el aire, no rezan conmigo. Pertenezco a los insectos.

-Vaya usted a tomar baños.

-De eternidad los tomaré pronto.

-Nada, nada; yo llamo a un médico.

-No es preciso; ya siento los efectos del gran narcótico; voy a tomar postura...

Doña Javiera se echó a llorar. ¡Me quería tanto! Aquel mismo día vino Miquis acompañado de un célebre alienista, que me hizo varias preguntas a que no contesté. Cuando los vi salir, me reí tanto, que doña Javiera se asustó más y me manifestó de un modo franco el vivísimo afecto con que me honraba. Yo la oía cual si oyera un elogio fúnebre pronunciado en lo alto de un púlpito y en frente de mi catafalco... Y tal era mi anhelo de descanso, que no me levanté más. Prodigome sin tasa mi vecina los cuidados más tiernos, y una mañana, solitos los dos, rodeados de gran silencio, ella aterrada, yo sereno, me morí como un pájaro.

El mismo perverso amigo que me había llevado al mundo sacome de él, repitiendo el conjuro de marras y las hechicerías diablescas de la redoma, la gota de tinta y el papel quemado, que habían precedido a mi encarnación.

«Hombre de Dios -le dije-; ¿quiere usted acabar de una vez conmigo y recoger esta carne mortal en que para divertirse me ha metido? Cosa más sin gracia...».

Al deslizarme de entre sus dedos, envuelto en llamarada roja, el sosiego me dio a entender que había dejado de ser hombre.

Los alaridos de pena que dio mi amiga al ver que yo había partido para siempre, despertaron a todos los de la casa; subieron algunos vecinos, entre ellos Manuel, y todos convinieron en que era una lástima que yo hubiera dejado de figurar entre los vivos... Y tan bien me iba en mi nuevo ser que tuve más lástima de ellos que ellos de mí, y hasta me reí viéndolos tan afanados por mi ausencia. ¡Pobre gente! Me lloraban familia y amigos, y algunos de estos fueron a las redacciones de los periódicos a dedicarme sentidas frases. En cuanto lo supo Sainz del Bardal, agarró la pluma y me enjaretó ¡ay!, una elegía, con la cual yo y mis colegas del Limbo nos hemos divertido mucho. Aquí llegan todas estas cosas y se aprecian en su verdadero valor.

A mi hermano, Lica, Mercedes, doña Jesusa y Ruperto les duró la aflicción qué sé yo cuántos días. Manuel se puso tan amarillo, que parecía estar malo; Irene derramó algunas lágrimas y estuvo dos semanas como asustada, creyendo que me veía asomar por las puertas, levantar las cortinas y pasar como sombra por todos los sitios oscuros de la casa. Ni que la mataran, entraba de noche sola en su cuarto. ¡También supersticiosa!

Pero todos se fueron consolando. Quien se quedó la última fue mi doña Javiera del alma, tan buena, tan llanota, tan espontánea. Según datos que han llegado a mi noticia, más de una vez fue a visitar el sitio donde está enterrado el que fue mi cuerpo, con una piedra encima y un rótulo que decía que yo había sido muy sabio.

De doña Cándida sé que oyó algunos centenares de misas, y que siempre que entraba en casa de Peña, donde diariamente desempeñaba el papel de la langosta en los feraces campos, me había de nombrar suspirando, para mantener vivo el recuerdo de mis virtudes. A mi noticia ha llegado, por no sé qué chismografía de serafines, que no se puede calcular ya el dinero que le han dado para misas por mi reposo, el cual dinero suma tanto, que si se aplicara por los demás, ya estaría vacío el Purgatorio. De las casas de mi hermano y de Peña saca la señora con estos giros de ultratumba mediana rentilla para ayudarse. No hablo de la admiración que nos causa a todos los que estamos aquí el fecundo ingenio de Calígula, porque debe suponerse.

Y a medida que el tiempo pasa se van olvidando todos de mí, que es un gusto. Lo más particular es que de cuanto escribí y enseñé apenas quedan huellas, y es cosa de graciosísimo efecto en estas regiones el ver que mientras un devoto amigo o ferviente discípulo nos llama en plena sesión de cualquier academia el inolvidable Manso, si se va a indagar dónde está la memoria de nuestro saber, no se encuentra rastro ni sombra de ella. El olvido es completo y real, aunque el uso inconsiderado de las frases de molde dé ocasión a creer lo contrario. Diferentes veces he descendido a los cerebros (pues nos está concedida la preciosa facultad de visitar el pensamiento de los que viven), y metiéndome en las entendederas de muchos que fueron alumnos míos, he buscado en ellos mis ideas. Poco, y no de lo mejor, ha sido lo descubierto en estas inspecciones encefálicas, y para llegar a encontrar eso poco y malo, ha sido preciso levantar, con ayuda de otros espíritus entrometidos, los nuevos depósitos de ideas más originales, más recientes, traídas un día y otro por la lectura, el estudio o la experiencia.

De conocimientos experimentales he hallado grandísima copia en Manuel Peña. Lo que yo le enseñé apenas se distingue bajo el espeso fárrago de adquisiciones tan luminosas como prácticas, obtenidas en el Congreso y en los combates de la vida política, que es la vida de la acción pura y de la gimnástica volitiva. Manuel hace prodigios en el arte que podríamos llamar de mecánica civil, pues no hay otro que le aventaje en conocer y manejar fuerzas, en buscar hábiles resultados, en vencer pesos, en combinar materiales, en dar saltos arriesgados y estupendos. También he dado una vuelta por el vasto interior de cierta persona, sin encontrar nada de particular, más que el desarrollo y madurez de lo que ya conocía. En cierta ocasión sorprendí una huella de pensamiento mío o de cosa mía, no sé lo que era, y me entró tal susto y congoja que huí, como alimaña sorprendida en inhabitados desvanes. Después vine a entender que era un simple recuerdo frío, mezclado de cálculo aritmético. Por el teléfono que tenemos me enteré de esta frase:

«No, tía, ya no más misas. Decididamente borro ese renglón».

Rara vez hacía excursiones hacia la parte donde está el pensar de mi hermano José. No encontraba allí más que ideas vulgares, rutinarias y convencionales. Todo tenía el sello de adquisición fresca y pegadiza, pronto a desaparecer cuando llegara nueva remesa, producto insípido de la conversación o lectura de la noche precedente. Como etiqueta de un frasco, estaba allí el lema de Moralidad y economías. José no pensaba más, ni sabía hablar de otra cosa.

Como si hubiera encontrado la piedra filosofal, se detiene aún en aquel punto supremo de la humana sabiduría. ¡Moralidad y economías! Con esta receta ha reunido en torno suyo un grupo de sonámbulos que le tienen por eminencia, y lo más gracioso es que entre el público que se ocupa de estas cosas sin entenderlas, ha ganado mi hermano simpatías ardientes y un prestigio que le encamina derecho al poder. ¿Será ministro? Me lo temo. Para llegar más pronto ha fundado un periodicazo, que le cuesta mucho dinero y que no tiene más lectores que los individuos del grupo sonambulesco. Sainz del Bardal lo dirige y se lo escribe casi todo, con lo cual está dicho que es el tal diario de lo más enfadoso, pesado y amodorrante que puede concebirse. De los grandes atracones que ha tomado el miasmático poeta para cumplir su tarea, contrajo una enfermedad que le puso en la frontera de estos espacios. Cuando lo supimos, se armó gran alboroto aquí y nos amotinamos todos los huéspedes, conjurándonos para impedirle la entrada por cuantos medios estuvieran en nuestro poder. Dios, bondadosísimo, dispuso alargarle la vida terrestre, con lo que se aplacó nuestra furia y los de por allá se alegraron. Propio de la omnipotente sabiduría es saber contentar a todos.

Un día que me quedé dormido en una nube, soñé que vivía y que estaba comiendo en casa de doña Cándida. ¡Aberración morbosa de mi espíritu que aún no está libre de influencias terrestres! Desperté acongojadísimo y hubo de pasar algún tiempo antes de recobrar el plácido reposo de esta bendita existencia en la cual se adquiere lentamente, hasta llegar a poseerlo en absoluto, un desdén soberano hacia todas las acciones, pasos y afanes de los seres que todavía no han concluido el gran plantón de vivir terrestre y hacen, con no poca molestia, la antesala del nuestro.

¡Dichoso estado y regiones dichosas estas en que puedo mirar a Irene, a mi hermano, a Peña, a doña Javiera, a Calígula, a Lica y demás desgraciadas figurillas con el mismo desdén con que el hombre maduro ve los juguetes que le entretuvieron cuando era niño!



Madrid.- Enero-Abril de 1882.