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El amigo Manso/Capítulo V

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Capítulo V - ¿Quién podrá pintar a doña Cándida?

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Nadie, absolutamente nadie. Pero como el intentarlo sólo es heroísmo, voy a ser héroe de esta empresa pictórica, que estaba guardada para mí desde que el tal cínife describió su primera curva graciosa en el aire y halagó la humana oreja con el do sobre-agudo de su trompetilla. Doña Cándida era viuda de García Grande, personaje que desempeñó segundos o terceros papeles en el período político llamado de la Unión liberal. Era de estos que no fatigan a la posteridad ni a la fama, y que al morirse reciben el frío homenaje de los periódicos del partido y son llamados probos, activos, celosos, concienzudos, inteligentes o cosa tal. García Grande había sido hombre de negocios, de estos que tienen una mano en la política menuda y otra en los negocios gordos, un bifronte de esta raza inextinguible y fecundísima, que se reproduce y se cría en los grandes sedimentos fangurales del Congreso y la Bolsa; hombre sin ideas, pero dotado de buenas formas, que suplen a aquellas; apetitoso de riquezas fáciles; un sargentuelo de pandilla de esas que se forman con las subdivisiones parlamentarias; una nulidad barnizada, agiotista sin genio, orador sin estilo y político sin tacto, que no informaba sino decoraba las situaciones; una sustancia antropomórfica, que bajo la acción de la política apareció cristalizada de distintas maneras, ya como gobernador de provincia, ya como administrador de patronatos, ahora de director general, después de gerente de un desbancado Banco o de un ferrocarril sin carriles.

En estos trotes, García Grande, cuya determinación psico-física acusaba dos formas primordiales, linfatismo y vanidad, derrochó su fortuna, la de su mujer, y parte no chica de varios patrimonios ajenos, porque una sociedad anónima para asegurarnos la vida, de que fue director gerente, arrambló con las economías de media generación, y allá se fue todo al hoyo. Decía que García Grande era honrado, pero débil. ¡Qué gracia! La debilidad y la honradez están siempre mal avenidas, así como la humildad evangélica y el amor a los semejantes suelen andar a la greña con aquel vigor de carácter que el manejo de fondos propios y particulares exige.

Sirva de disculpa a García Grande, aunque no de consuelo a los que aseguraron sus vidas en él, la afirmación de que su eminente esposa era un ser providencial, hecho de encargo y enviado por Dios sobre las sociedades anónimas (¡designios misteriosos!) para dar en tierra con todos los capitales que se le pusieran delante y aun con los que se le pusieran detrás; que a todas partes convertía sus destructoras manos aquella bendita dama. Jamás vio Madrid mujer más disipadora, más apasionada del lujo, más frenética por todas las ruinosas vanidades de la edad presente.

Mi madre, que la conoció en sus buenos tiempos, allá en los días, no sé si dichosos o adversos, del consolidado a 50, de la guerra de África, del no de Negrete, de las millonadas por ventas de bienes nacionales, del ensanche de la Puerta del Sol, de Mario y la Grissi, de la omnipotencia de O'Donnell y del Ministerio largo; mi madre, repito, que fue muy amiga de esta señora, me contaba que vivía en la opulencia relativa de los ricos de ocasión. A su casa (una de las que fueron derribadas detrás de la Almudena para prolongar la calle de Bailén), iba mucha gente a comer, y se daban saraos y veladas, tes, merendonas y asaltos. Las pretensiones aristocráticas de Cándida era tan extremadas, que mientras vivió García Grande no dejó de atosigarle para que se proporcionase un título; pero él se mantuvo firme en esto, y conservando hacia la aristocracia el respeto que se ha perdido desde que han empezado a entrar en ella a granel todos los ricos, no quiso adquirir título, ni aun de los romanos, que según dicen, son muy arreglados.

Si mientras los dineros duraron la vanidad y disipación de Cándida superaban a los derroches de la marquesa de Tellería, en la adversa fortuna esta sabía defenderse heroicamente de la pobreza y enmascarar de dignidad su escasez, mientras que la amiga de mi madre hacía su papel de pobre lastimosamente, y puesto el pie en la escala de la miseria, descendió con rapidez hasta un extremo parecido a la degradación. La de Tellería tenía ciertos hábitos, ciertas delicadezas nativas que le ayudaban a disimular los quebrantos pecuniarios; mas doña Cándida, cuya educación debió de ser perversa, no sabía envolver sus apuros en el cendal de nobleza y distinción que era en la otra especialidad notoria. Veinte años después de muerto su marido, y cuando Cándida, sin juventud, sin belleza, sin casa ni rentas, vivía poco menos que de limosna, no se podía aguantar su enfático orgullo, ni su charla llena de pomposos embustes. Siempre estaba esperando el alza para vender unos títulos... siempre estaba en tratos para vender no sé qué tierras situadas más allá de Zamora... se iba a ver en el caso doloroso de malbaratar dos cuadros, uno de Ribera y otro de Pablo de Voss, un apóstol y una cacería... Títulos, ¡ah!, tierras, cuadros, estaban sólo en su mente soñadora. No abría la boca para hablar de cosa grave o insignificante, sin sacar a relucir nombres de marqueses y duques. En toda ocasión salía su dignidad; de su infeliz estado hacía ridícula comedia, y lo que llamaba su decoro era un velo de mentiras mal arrojado sobre lastimosos harapos. Tan transparente era el tal velo, que hasta los ciegos podían ver lo que debajo estaba. Pedía limosna con artimañas y trampantojos, poniéndose con esto al nivel de la pobreza justiciable. Yo la conocía en el modo de tirar de la campanilla cuando venía a esta casa. Llamaba de una manera imperiosa, decía a la criada: «¿está ese?», y se colaba de rondón a mi cuarto interrupiéndome en las peores ocasiones, pues la condenada parece que sabía escoger los momentos en que más anheloso estaba yo de soledad y quietud. Conociendo mi flaqueza de coleccionar cachivaches, mi enemiga traía siempre un plato, estampa o fruslería, y me la mostraba diciéndome:

«A ver ¿cuánto te parece que darán por esto? Es hermosa pieza. Sé que la marquesa de X daría diez o doce duros; pero si lo quieres para tu coleccioncita, tómalo por cuatro, y dame las gracias. Ya ves que por ti sacrifico mis intereses... una cosa atroz».

Me entraban ganas de ponerla en la calle; pero me acordaba de mi buena madre y del encargo solemne que me hizo poco antes de morir. Doña Cándida había tenido con ella, en sus días de prosperidad, exquisitas deferencias. Además de esto, García Grande, director de Administración local en 1859, salvó a mi padre de no sé qué gravísimo conflicto ocasionado por cuestiones electorales. Mi madre, que en materias de agradecimiento alambicaba su memoria para que ni en la eternidad se le olvidase el beneficio recibido, me recomendó en sus últimas horas que por ningún motivo dejase de amparar como pudiese a la pobre viuda. Comprábale yo las baratijas; pero ella con ingenio truhanesco hallaba medio de llevárselas juntamente con el dinero. Variaba con increíble fecundidad los procedimientos de sus feroces exacciones. A lo mejor entraba diciendo:

«¿Sabes? Mi administrador de Zamora me escribe que para la semana que entra me enviará el primer plazo de esas tierras... ¿Pero no te he dicho que al fin hallé comprador? Sí, hombre, atrasado estás de noticias... ¡Y si vieras en qué buenas condiciones!... El duque de X, mi colindante, las toma para redondear su finca del Espigal... En fin, tengo que mandar un poder y hacer varios documentos, una cosa atroz... Préstame mil reales, que te los devolveré la semana que entra sin falta».

Y luego, por disimular su ansiedad de metálico, tomaba un tonillo festivo y de gran mundo, exclamando:

«¡Qué atrocidad!... Parece increíble lo que he gastado en la reparación de los muebles de mi sala... Los tapiceros del día son unos bandidos... Una cosa atroz, hijo... ¡Ah! ¿No te lo he dicho? Sí, me parece que te lo he dicho...».

-¿Qué, señora?

-Que entre mi sobrina y yo estamos bordando un almohadón. Como para ti, hombre. Es atroz de bonito. La condesa de H y su hija la vizcondesa de M, lo vieron ayer y se quedaron encantadas. Por cierto que desean conocerte. Yo les dije que tú no vas a ninguna parte, que no piensas más que en tus libros y en tus discípulos. Con que adiós, hijo, que lo pases bien.

Hacía que se marchaba, fingiendo una distracción de buen tono, y a mí me parecía que veía el cielo abierto mirándola partir; mas desde la puerta volvía, diciendo:

«¡Ah! ¡Qué cabeza la mía!... ¿Me das o no esos mil reales? La semana que viene te podré entregar un par de mil duros, si te hacen falta para tus negocios... No, no me lo agradezcas... Si me haces un gran favor... ¿Dónde hallaría mayor seguridad para colocar mi dinero?».

-A mí no me hace falta nada -le decía yo.

Veníanseme a la boca las palabras: «vaya usted noramala, señora»; pero calculando que me pedía para el casero o para otra urgente necesidad, cedían mis ímpetus egoístas ante mi generosa flaqueza y el recuerdo de mi madre, y le daba la mitad de lo pedido.

No pasaba el mes sin que volviese trayéndome un viejo reloj o miniatura antigua de escaso mérito.

«Me vas a hacer un favor. Acepta esto en memoria mía. ¡Si vieras qué enferma estoy, una cosa atroz!... Un estado nervioso... Yo no sé cómo explicártelo. Ni yo lo entiendo, ni los médicos tampoco. Cuando voy por la calle, parece que se derrumban sobre mí las paredes de las casas... Hace tantísimas noches que no duermo. No como más que alguna pechuguita de chocha, una tostadita de foie gras y a veces media copita de Chablis».

Yo, que sabía cómo se alimentaba la cuitada, no podía contener la risa.

«Para distraerme -continuaba-, estuve anoche en el Real. Me subí al Paraíso, porque no tenía ganas de vestirme. Desde arriba vi a la duquesa de Tal en su palco. Acaba de llegar de París... Con que volviendo a lo de antes: te regalo esos objetos preciosos, porque yo me muero, hijo, me muero sin remedio, y quiero dejarte esa memoria; son piezas de tan raro mérito, que el anticuario de la Carrera de San Jerónimo me ha ofrecido dos mil reales por ellas».

-Pues llévelas usted al anticuario y cobre los dos mil, que no le vendrán mal.

-No me hagas ese desaire, hombre... ¡qué atrocidad! Acuérdate de tu buena madre que tanto me quiso.

Se empeñaba en afligirse, y tan bien sabía desempeñar su papel, que concluía por obsequiarme con una lágrima.

«Cercana a la tumba -decía con patética voz-, parece que se enardecen mis afectos y que te quiero más, una cosa atroz... Adiós, hijo mío».

Levantábase pesadamente; pero al dar los primeros pasos hacia la puerta, se metía las manos en el bolsillo, lanzaba una exclamación de contrariedad y sorpresa, y decía:

«¡Vaya... qué cabeza!, ¡qué atrocidad! ¿Pues no se me ha olvidado el portamonedas?... Y tenía que ir a la botica. Tendré que volver a casa y subir los noventa escalones... ¡Qué mala estoy, Dios mío! Dime, ¿tienes ahí tres duros? Te los mandaré esta tarde con Irenilla».

Se los daba. ¿Qué había de hacer? Pero un día de los muchos en que me embistió con esta estratagema, no pude contener el enfado y dije a mi cínife:

«Señora, cuando usted tenga falta, pídame con verdad y sin comedias, pues tengo el deber de no dejarla morir de hambre... Me gusta la verdad en todo, y las farsas me incomodan».

Ella lo tomó a risa, diciéndome que mis bromitas le hacían gracia, que su dignidad... ¡una cosa atroz!, y no sé qué más.

Después de que le eché tal filípica, pareciome que había estado un poco fuerte, y sentí vivos remordimientos, porque la pobreza tiene sin duda cierto derecho a emplear para sus disimulos los medios más extraños. La indigencia es la gran propagadora de la mentira sobre la tierra, y el estómago la fantasía de los embustes.

Doña Cándida había sido hermosa. En la primera etapa de su miseria había defendido sus facciones de la lima del tiempo; pero ya en la época esta de las visitas y de los ataques a mi mal defendido peculio, la vejez la redimía del cuidado de su figura, y no sólo había colgado los pinceles, sino que ni aun se arreglaba con aquel esmero que más bien corresponde a la decencia que a la presunción. Deplorable abandono revelaban su traje y peinado, hecho de varios crepés de diferentes colores, añadidos y pelotas como de lana, aspirando el conjunto a imitar la forma más en moda. Así como en su conducta no existía la dignidad de la pobreza, en su vestido no había el aseo y compostura que son el lujo, o mejor, el decoro de la miseria. El corte era de moda, pero las telas ajadas y sucias declaraban haber sufrido infinitas metamorfosis antes de llegar a aquel estado. Prefería harapos de un viso elegante, a una falda nueva de percal o mantón de lana. Tenía un vestido color de pasa de Corinto, que lo menos, lo menos, databa de los tiempos de la Vicalvarada, y que con las transformaciones y el uso se había vuelto de un color así como de caoba, con ciertos tornasoles, vetas o ráfagas que le daban el mérito de una tela rarísima y milagrosa.

Usaba un tupido velo que a la luz solar ofrecía todos los cambiantes del iris, por efecto de los corpúsculos del polvo que se habían agarrado a sus urdimbres. En la sombra parecía una masa de telarañas que velaban su frente, como si la cabeza anticuada de la señora hubiera estado expuesta a la soledad y abandono de un desván durante medio siglo. Sus dos manos, con guantes de color de ceniza, me producían el efecto de un par de garras, cuando las veía vueltas hacia mí, mostrándome descosidas las puntas de la cabritilla y dejando ver los agudos dedos. Sentía yo cierto descanso cuando las veía esconderse por las dos bocas de un manguito, cuya piel parecía haber servido para limpiar suelos. De perfil tenía doña Cándida algo de figura romana. Era mi cínife muy semejante al Marco Aurelio de yeso que figuraba con los otros padrotes, sobre mi estantería. De frente no eran tan perceptibles las reminiscencias de su belleza. Brillaba en sus ojos no sé qué avidez insana, y tenía sonrisas antipáticas, propiamente secuestradoras, con más un movimiento de cabeza siempre afirmativo, el cual, no sé por qué, me revelaba incorregible prurito de engañar. La figura de sus modales era otra reminiscencia que la hacía tolerable, y a veces agradable, si bien no tanto que me hiciera desear sus visitas. El parecido con Marco Aurelio, que yo hice notar cierto día a mi discípulo, fue causa de que este le diese aquel nombre romano; pero después, confundiendo maliciosamente aquel emperador con otro, la llamaba Calígula.

Impresionada sin duda por la filípica que le eché aquel día, varió de sistema. Larga temporada estuvo sin ir a mi casa sino muy contadas veces, y nunca me pedía dinero verbalmente. Para darme los golpes se valía de su sobrina, a quien mandaba a mi casa, portadora de un papelito pidiéndome cualquier cantidad con esta fórmula: «Haz el favor de prestarme tres o cuatro duros, que te devolveré la semana que entra».

Las semanas de doña Cándida se componían, como las de Daniel, de setenta semanas de años o poco menos.

El sistema de poner el sablote en las inocentes manos de una niña, era prueba clara de la astucia y sagacidad de la vieja, porque, conociendo mi grande amor a la infancia, calculaba que era imposible la negativa. Y tenía razón la maldita; porque cuando yo veía entrar a la postulante alargándome el papelito sin rodeos ni socaliñas, ya estaba echando mano a mi bolsillo o a la gaveta para adelantarme a la acción de la pobre niña y evitarle la pena de dar el fastidioso recado.