El amigo Manso/Capítulo VII
Capítulo VII - Contento estaba yo de mi discípulo
[editar]Porque algunas de sus brillantes facultades se desarrollaban admirablemente con el estudio, mostrándome cada día nuevas riquezas. La historia le encantaba y sabía encontrar en ella las hermosas síntesis que son el principal hechizo y el mejor provecho de su estudio. En lo que siempre le veía premioso era en expresar su pensamiento por la escritura. ¡Lástima grande que pensando tan bien y a veces con tanta agudeza y originalidad, careciese de estilo, y que teniendo el don de asimilarse las ideas de los buenos escritores, fuese tan refractario a la forma literaria! Yo le mandaba que me hiciese memorias sobre cualquier punto de historia o de economía. Hechas en breve tiempo, me las leía, y admirando en ellas la solidez del juicio, me exasperaba lo tosco y pedestre del lenguaje. Ni aun pude corregir en él las faltas ortográficas, aunque a fuerza de constancia, mucho adelanté en esto.
Para que se comprenda el tipo intelectual de mi discípulo, faltaba sólo un detalle, que es el siguiente: Mandábale yo que aquello mismo tan bien pensado en las memorias y tan perversamente escrito, me lo expresase en forma oral, y aquí era de ver a mi hombre transformado, dueño de sí, libre y a sus anchas como quien se despoja de las cadenas que le oprimían. Poníase delante de mí, y con el mayor despejo me pronunciaba un discurso en que sorprendían la abundancia de ideas, el acertado enlace, la gradación, el calor persuasivo, la influencia seductora, la frase incorrecta pero facilísima, engañadora, llena de sonoridades simpáticas.
«Vamos -le dije con entusiasmo un día-. Está visto que eres orador, y si te aplicas llegarás a donde han llegado pocos».
Entonces caí en la cuenta de que su verdadero estilo estaba en la conversación, y de que su pensamiento no era susceptible de encarnarse en otra forma que en la oratoria. Ya empezaba a brillar en el diálogo su ingenio un tanto paradójico y controversista, y le seducían las cuestiones palpitantes y positivas, manifestando hacia las especulativas repugnancia notoria. Esto lo vi más claro cuando quise enseñarle algo de Filosofía. Trabajo inútil. Mi buen Manolito bostezaba, no comprendía una palabra, no ponía atención, hacía pajaritas, hasta que no pudiendo soportar más su aburrimiento, me suplicaba por amor de Dios que suspendiese mis explicaciones, porque se ponía malo, sí, se ponía nervioso y febril. Tan enérgicamente rechazaba su espíritu esta clase de estudios, que, según decía, mi primera explicación sobre la indagación de un principio de certeza, había producido en su entendimiento efecto semejante al que en el cuerpo produce la toma de un vomitivo. Yo le instaba a reflexionar sobre la unidad real entre el ser y el conocer, asegurándole que cuando se acostumbrase a los ejercicios de la reflexión, hallaría en ellos indecibles deleites; pero ni por esas. Él sostenía que cada vez que se había puesto a reflexionar sobre esto o sobre la conformidad esencial del pensamiento con lo pensado, se le nublaba por completo el entendimiento, y le entraba un dolor de estómago tan pícaro, que suspendía las reflexiones y cerraba maquinalmente el libro.
¡Refractario a la filosofía, rebelde al estilo! ¡Pobre Manolito Peña! Si a medida que se rebelaba contra la enseñanza filosófica no me hubiera asombrado con sus progresos en otros ramos del saber, mucho habría perdido el discípulo en el concepto del maestro. Lo único que pude conseguir de él en esta materia, fue que pusiese alguna atención en la historia de la filosofía, pero mirándola más que un objeto de curiosidad y erudición que como objeto de conocimiento sistemático y de ciencia. Me enojaba que Manuel se educase así en el escepticismo. Grandes esfuerzos hice para evitarlo, pero con ellos aumentaba su aversión a lo que él llamaba la teología sin Dios. Ya por entonces gustaba de condenar o ensalzar las cosas con una frase picante y epigramática. Era a veces oportunísimo, las más paradójico; pero esta manera de juzgar con epigramas las cosas más serias priva tanto en nuestros días, que casi casi se podía asegurar que mi discípulo, poseyendo aquella cualidad, remataba y como que ponía la veleta al gallardo edificio de sus aptitudes. Observando estas, viendo lo que a Manuel faltaba, y lo que en grado tan exceso tenía, me preguntaba yo: «Este muchacho, ¿qué va a ser? ¿Será un hombre ligero o el más sólido de los hombres? ¿Tendremos en él una de tantas eminencias sin principios, o la personificación del espíritu práctico y positivo?». Aturdido yo, no sabía qué contestarme.
Iba descubriendo además Manolito un don de gentes cual no he visto semejante en ningún chico de su edad. Sabía inspirar vivas simpatías a toda persona con quien hablaba, y su gracia, su fácil expresión, su oportunidad, daban a su palabra una fuerza convincente y dominadora que le abría las puertas de todos los corazones. Sabía ponerse al nivel intelectual de su interlocutor, hablando cada uno el lenguaje que le correspondía. Pero lo más digno de alabanza en él era su excelente corazón, cuyas expansiones iban frecuentemente más lejos de lo que los buenos términos de la generosidad piden. Yo tuve empeño en regularizar sus nobles sentimientos y su espíritu de caridad, marcándole juiciosos límites y reglas. También trabajé en corregirle el pernicioso hábito de gastar dinero tontamente, empleándolo en fruslerías tan pronto adquiridas como olvidadas. Imposible me fue quitarle el vicio de fumar, por ser ya viejo en él; pero triunfé contra la maldita maña suya de estar siempre chupando caramelos, de los cuales tenía lleno el bolsillo: Con esto y el fumar, se le quitaban las ganas de comer; y lo peor era que durante la lección me engolosinaba a mí; y tal imperio tiene la costumbre y de tal manera se apodera de nuestros flacos sentidos cualquier vano apetito, que el día en que, por mi propio mandato, faltaron los caramelos, los echó mi lengua de menos, y casi casi me mortificó aquella falta.
Cuánto me agradecía doña Javiera las reformas obtenidas en la conducta de su hijo, no hay para qué decirlo. Las declaraciones de su gratitud venían a mí por Pascuas y otras festividades en forma de jamones, morcillas y butifarras, todo de lo mejor y abundantísimo; pero tan grande economía resultaba a la señora de Peña de las restricciones impuestas por mí al bolsillo filial, que aunque me regalase media tienda, siempre salía ganando.
Vestía Manuel con elegancia y variedad, y jamás intenté moderarle mucho en esto, porque la compostura de la persona es garantía de los buenos modales y un principio por sí de buena educación. Como el muchacho era rico y había de representar en el mundo papel muy airoso, debía de prepararse a ello, cultivando y ensayando desde luego el aspecto, la forma, el buen parecer, el estilo, pues estilo es esto que da al carácter lo que la frase al pensamiento, es decir, tono, corte, vigor y personalidad. Lo que no me gustaba era verle adoptar algunas veces, con capricho elegante, las maneras y el traje de la gente torera, para ir al encierro o a una expedición de campo o a visitar la dehesa en que pacen los toros. Discusiones reñidas y un tanto agrias tuvimos sobre esto; él se defendía con zalamerías, y yo, conociendo que debe dejarse a cada edad, si no todo, parte de lo que le pertenece, y que además es locura prescindir del medio ambiente y del influjo local, transigía, dejando que el tiempo, con las exigencias serias de la vida, curara a mi discípulo de aquella pueril vanidad.
Yo no cesaba de pensar en las dificultades con que Manolito tendría que luchar para abrirse paso en la sociedad y para ocupar en ella un puesto conforme a sus altas dotes. ¡Delicada cuestión! Es evidentísimo que la democracia social ha echado entre nosotros profundas raíces, y a nadie se le pregunta quién es ni de dónde ha salido para admitirle en todas partes y festejarle y aplaudirle, siempre que tenga dinero o talento. Todos conocemos a diferentes personas de origen humildísimo que llegan a los primeros puestos, y aun se alían con las razas históricas. El dinero y el ingenio, sustituidos a menudo por sus similares, agio y travesura, han roto aquí las barreras todas, estableciendo la confusión de clases en grado más alto y con aplicaciones más positivas que en los países europeos donde la democracia, excluida de las costumbres, tiene representación en las leyes. Bajo este punto de vista, y aparte de la gran desemejanza política, España se va pareciendo, cosa extraña, a los Estados-Unidos de América, y como esta nación, va siendo un país escéptico y utilitario, donde el espíritu fundente y nivelador domina sobre todo. La historia tiene cada día entre nosotros menos valor de aplicación y está toda ella en las frías manos del arqueólogo, del curioso, del coleccionista y del erudito seco y monomaniaco. Las improvisaciones de fortuna y posición menudean, la tradición, quizás por haberse hecho odiosa con apelaciones a la fuerza, carece de prestigio, la libertad de pensamiento toma un vuelo extraordinario, y las energías fatales de la época, riqueza y talento, extienden su inmenso imperio.
Pero esta transformación, con ser ya tan avanzada, no ha llegado al punto de excluir ciertos miramientos, ciertos reparillos en lo que toca a la admisión de personas de bajo origen en el ciclo céntrico, digámoslo así, de la Sociedad. Si el bajo origen está lejano, aunque solamente lo separe el tiempo presente el espacio de un par de lustros, todo va bien, muy bien. Nuestra democracia es olvidadiza; pero no ha llegado a ser ciega; así, cuando la bajeza está presente y visible, cuesta algún trabajo disimularla con dinero. ¿Quién duda que en ciertos escudos de nobleza podría pintarse una pierna de carnero, un pececillo o cualquier otro emblema de baja industria? Pero el origen de estas casas se halla ya tan lejano, que nadie se cuida de él, mientras que en el caso de mi discípulo, aún subsistía abierto el plebeyo establecimiento, y aquel Manolito Peña tan listo, tan discreto, tan guapo, tan distinguido, tan noble en todo y por todo, solía ser llamado entre sus compañeros de la Universidad el hijo de la carnicera.
Yo no hablaba con él de estas cosas; pero pensaba mucho en ellas y temía penosas contrariedades. Un día que hablábamos de su porvenir y de sus proyectos, me confesó que andaba algo enamorado de la hija del empresario de la Plaza de Toros, chica bonita y graciosa. Doña Javiera también lo supo y no pareció contrariada. La niña de Vendesol era de honrada familia, heredera única de una gran fortuna, parecía de inmejorables condiciones morales, y en jerarquía superaba a Manuel, pues si bien los Vendesol habían sido carniceros, la tienda se cerró treinta años ha, y luego fueron tratantes en ganado, contratistas de abastos en grande escala. Doña Javiera veía con gusto la inclinación de su hijo, y con su buen humor me decía:
«Esto parece cosa de la Providencia, amigo Manso. La chica tiene parné, y en cuanto a nobleza, allá se van cuernos con cuernos».
Respetando esta argumentación positivista y cornúpeta, creía yo que la edad de Manuel (que no pasaba de veintitrés años), no era aún propia para el matrimonio, a lo cual me dijo la señora de Peña que para casarse bien todas las edades son buenas. Comprendí que aquel era un asunto en el cual no debía entrometerme, y me callé. Me parecía que doña Javiera estaba rabiando por entroncar con Vendesol, personaje de bajísimo origen, que de niño había corrido y jugado con los pies descalzos en los arroyos sangrientos de las calles de Candelario, pero cuya bajeza estaba ya redimida por treinta años de posición rica, honrosa y respetado. La señora y las hermanas de Vendesol vivían en un pie de elegancia y las relaciones que a mi vecina, por motivos de tabla auténtica y visible, le estaba aún vedado. No las conocía más que de nombre y de vista doña Javiera; pero deliraba por tratarlas y ponerse a su nivel, cosa que a ella le parecía muy fácil, teniendo dinero. Por Ponce supe un día que se trataba de traspasar la tienda, poniendo punto final al comercio de carne.
Manuel se enzarzaba más de día en día en sus amores, escatimando tiempo y atenciones al estudio. Dos años y medio llevábamos ya de lecciones, y aunque no se habían enfriado la dedicada afición y el respeto que me tenía, nuestra comunidad intelectual era menos estrecha y nuestras conferencias más breves. Nos veíamos diariamente, charlábamos de diversas cosas, y mientras yo procuraba llevar su espíritu a las leyes generales, él no gustaba sino de los hechos y de las particularidades, prefiriendo siempre todo lo reciente y visible. Disputábamos a veces con calor, y decíamos algo sobre las obras nuevas; pero ya no paseábamos juntos. Él salía todas las tardes a caballo y yo paseaba solo y a pie. Últimamente, ni en el Ateneo nos veíamos por las noches, porque él iba al teatro muy a menudo y a la casa de Vendesol.
Notaba yo en mí cierta soledad, el triste vacío que deja la suspensión de una costumbre. Habíamos llegado a un punto en que debía dar por finalizada la dirección intelectual de mi discípulo, quien ya podía aprender por sí solo todo lo cognoscible, y aun aventajarme. Así lo manifesté a doña Javiera, que se mostró muy agradecida. La buena señora subía a acompañarme a prima noche, y su conversación exhalaba ciertos humos de vanidad, que hacían contraste con su llaneza de otros días. La idea de emparentar con los de Vendesol empezaba a trastornarle el juicio, y como se sentía con fuerzas pecuniarias para hacer frente a una situación de lujo, su vanidad no parecía totalmente injustificada. Era por demás irónico el efecto que resultaba de la grandeza de sus proyectos y del lenguaje con que los traducía, llamando, por vieja costumbre, al dinero parné, al figurar darse pisto. Ya más de una vez su hijo había intentado, con poco éxito, traer a su mamá a las buenas vías académicas en materia de lenguaje.
Unas cosas me las confiaba doña Javiera claramente, y otras me las daba a entender con discreción y gracia. Lo de quitar la tienda y limpiarse para siempre de las manos la sangre de ternera, me lo manifestó palabra por palabra. Yo lo aprobaba, aunque para mis adentros decía que si la señora continuaba hablando de aquel modo, hallaría para lavarse las manos la misma dificultad que halló lady Macbeth para limpiarse las suyas. Indirectamente me declaró el propósito de legitimar sus relaciones con Ponce, y de conseguir algo que le decorase en sociedad y le diera visos de persona respetable, como por ejemplo, una crucecilla de cualquier orden, aunque fuera de la Beneficencia, un empleo o comisión de estas que llaman honoríficas.
Por aquellos días, que eran los de la primavera del año 80, volvió doña Cándida a darme sus picotazos personalmente. Ella y doña Javiera se encontraban en mi despacho, y no necesito decir lo que resultaba del rozamiento de dos naturalezas tan distintas. Cada cual se despachaba a su gusto; la carnicera, toda desenfado y espontaneidad; la de García Grande, toda hinchazón, embustería y fingimientos. Estaba delicadísima, perdida de los nervios. La habían visto Federico Rubio, Olavide y Martínez Molina, y por su dictamen, se iba a los baños de Spa. Doña Javiera le recetaba vino de Jerez y agua de hojas de naranjo agrio. Reíase doña Cándida del empirismo médico, y preconizaba las aguas minerales. De aquí pasaba a hablar de sus viajes, de sus relaciones, de duques y marqueses, y al fin, yo, que la conocía tan bien, concluía por suponerla estampada en el Almanaque Gotha.
Cuando mi cínife y yo nos quedábamos solos, dejaba el clarín de vanidad por la trompetilla de mosquito, y entre sollozos y mentiras me declaraba sus necesidades. ¡Era una cosa atroz! Estaba esperando las rentas de Zamora, y ¡aquel pícaro administrador!... ¡qué administrador tan pícaro! Entre tanto no sabía cómo arreglarse para atender a los considerables gastos de Irene en la escuela de Institutrices, pues sólo en libros le consumía la mayor parte de su hacienda. Todo, no obstante, lo daba por bien empleado, porque Irenilla era un prodigio, el asombro de los profesores y la gloria de la institución. Para mayor ventaja suya, había caído en manos de unas señoras extranjeras (doña Cándida no sabía bien si eran inglesas o francesas), las cuales le habían tomado mucho cariño, le enseñaban mil primores de gusto y perfilaban sus aptitudes de maestra, comunicándole esos refinamientos de la educación y ese culto de la forma y del buen parecer, que son gala principal de la mujer sajona. Tenía ya diez y nueve años.
Tiempo hacía que yo no la había visto, y deseaba verla para juzgar por mí mismo sus adelantos. Pero ella, por no sé qué mal entendida delicadeza, por amor propio o por otra razón que se me ocultaba, no iba nunca a mi casa. Una mañana me la encontré en la calle, junto a un puesto de verduras. Estaba haciendo la compra en compañía de la criada. Sorprendiéronme su estatura airosa, su vestido humilde, pero aseadísimo, revelando en todo la virtud del arreglo, que, sin duda, no le había enseñado su tía. Claramente se mostraba en ella el noble tipo de la pobreza llevada con valentía y hasta con cariño. Mi primer intento fue saludarla; mas ella, como avergonzada, se recató de mí, haciendo como que no me veía, y volvió la cara para hablar con la verdulera. Respetando yo esta esquivez, seguí hacia mi cátedra, y al volver la esquina de la calle del Tesoro ya me había olvidado del rostro siempre pálido y expresivo de Irene, de su esbelto talle, y no pensaba más que en la explicación de aquel día, que era la Relación recíproca entre la conciencia moral y la voluntad.