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El amigo Manso/Capítulo XIII

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Capítulo XIII - Siempre era pálida

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Tan pálida como en su niñez, de buen talle, muy esbelta, delgada de cintura, de lo demás proporcionadísima, en todos sus contornos, admirable de forma, y con un aire... Sin ser una belleza de primer orden, agradaba probablemente a cuantos la veían, y con seguridad me agradaba a mí, y aun me encantaba un poquillo, para decirlo de una vez. Bien se podían poner reparos a sus facciones; pero, ¿qué rígido profesor de estética se atrevería a criticar su expresión, aquella superficie temblorosa del alma, que se veía en toda ella y en ninguna parte de ella, siempre y nunca, en los ojos y en el eco de la voz, donde estaba y donde no estaba, aquel viso del aire en derredor suyo, aquel hueco que dejaba cuando partía?... Era, hablando más llanamente, todo lo que en ella revelaba el contento de su propia suerte, la serenidad y temple del ánimo. Formando como el núcleo de todos estos modos de expresión, veía yo su conciencia pura y la rectitud de sus principios morales. La persona tiene su fondo y su estilo; aquel se ve en el carácter y en las acciones, este se observa no sólo en el lenguaje, sino en los modales, en el vestir. El traje de Irene era correcto, de moda y sin afectación, de una sencillez y limpieza que triunfarían de la crítica más rebuscona.

Desde mis primeras visitas de inspección, sorprendiome el sensato juicio de la maestra, su exacto golpe de vista para apreciar las cosas de esta vida, y poner a respetuosa distancia las que son de otra. Su aplomo declaraba una naturaleza superior compuesta de maravillosos equilibrios. Parecía una mujer del Norte, nacida y criada lejos de nuestro enervante clima y de este dañino ambiente moral.

Desde que los chicos se dormían, Irene se retiraba a la habitación que Lica le había destinado en la casa, y nadie la volvía a ver hasta el día siguiente muy temprano. Por la mulata supe que parte de aquellas horas de la noche las empleaba en arreglar sus cosas y en reparar sus vestidos; de aquí que su persona se mantuviera siempre en aquel estado de compostura y aseo, que la realzaba del mismo modo que un cielo puro y diáfano realza un bello paisaje. Su honrada pobreza la obligaba a esto, y en verdad ¿qué mejor escuela para llegar a la perfección? Este detalle me cautivaba, y fue, con el trato, grande motivo de la admiración que despertó en mí.

Otro encanto. Tenía finísimo tacto para tratar a los niños, que aunque de buena índole, eran, antes de caer en sus manos, voluntariosos, díscolos, y estaban llenos de los más feos resabios. ¿Cómo llegó a domar a aquellas tres fierecitas? Con su penetración hizo milagros, con su innata sabiduría de las condiciones de la infancia. Los pequeños, jamás castigados por ella corporalmente, la querían con delirio. La persuasión, la paciencia, la dulzura eran frutos naturales de aquella alma privilegiada.

Un día que hablábamos de varias cosas, concluida la lección, traje a la memoria los tiempos en que Irene iba a mi casa. Me parecía verla aún garabateando en mi mesa y revolviéndome libros y cuartillas. Pues aunque no hice mención de los infaustos papelitos de doña Cándida, este recuerdo fue muy poco agradable a la maestra. Lo conocí y varié al punto la conversación.

Había yo cometido la torpeza de lastimar su dignidad, que aún debía de resentirse de las crueles heridas hechas en ella por la degradación postulante de su tía, por las escaseces de ambas y por el hambre de la pobre niña, mal calzada y peor vestida.

Más encantos. Noté que la imaginación tenía en ella lugar secundario. Su claro juicio sabía descartar las cosas triviales y de relumbrón, y no se pagaba de fantasmagorías, como la mayor parte de las hembras. ¿Consistía esto en cualidades originales o en las enseñanzas de la desgracia? Creo que en ambas cosas. Rara vez sorprendí en sus palabras el entusiasmo, y este era siempre por cosas grandes, serias y nobles. He aquí la mujer perfecta, la mujer positiva, la mujer razón, contrapuesta a la mujer frivolidad, a la mujer capricho. Me encontraba en la situación de aquel que después de vagar solitario por desamparados y negros abismos, tropieza con una mina de oro o de piedras preciosas y se figura que la Naturaleza ha guardado aquel tesoro para que él lo goce, y lo coge, y a la calladita se lo lleva a su casa; primero lo disfruta y aprecia a solas; después, publica su hallazgo para que todo el mundo lo alabe y sea motivo de general maravilla y contento. Y de esta situación mía nacieron pensamientos varios que a mí mismo me sorprendían poniéndome como fuera de mí y haciéndome como diferente a mí mismo, en términos que noté un brioso movimiento en mi voluntad, la cual se encabritó (no hallo otra palabra) como corcel no domado, y esparció por todo mi ser impulsos semejantes a los que en otro orden resultan de la plétora sanguínea, y...