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El amigo Manso/Capítulo XLVII

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Capítulo XLVII - No me dejaba a sol ni sombra

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Bendiciones mil a mi cariñosa vecina, que sin duda se había propuesto hacerme agradable la vida y reconciliarme con lo humano. ¡Ley de las compensaciones, te desconocerán los que arrastran una vida árida, en las estepas del estudio; pero los que una vez entraron en las frescas vegas de la realidad...! Abajo las metafísicas, y sigamos.

Fatigadillo estaba yo una mañana cuando... tilín. Era Ruperto, que me pareció más negro que la misma usura.

«Mi ama, que vaya luego...».

-Ya me cayó que hacer. ¿Qué ocurre? Voy al instante.

Hallé a Lica muy alarmada porque en el largo espacio de tres días no había ido yo a su casa. En verdad era caso extraño; me disculpé con mis quehaceres, y ella me puso de ingrato y descastado que no había por donde cogerme.

«Pues verás para lo que te he llamado, chinito. Es preciso que acompañes a D. Pedro...».

-¿Y quién es D. Pedro?

-¡Ay qué fresco! Es el padre de Robustiana, ese señor tan bueno... Es preciso que le busques papeleta para ver la Historia Natural.

-¡Qué más Historia Natural que él y toda su familia!

-No seas sencillo. Es un buen sujeto. Acompáñale a ver Madrid, pues el pobre señor no ha visto nada. A uno de los chicos hay que colocarlo...

-A todos los colocaremos... en medio de la calle.

-¡Chinchoso! El ama es muy buena. Máximo, buena mano tuviste... Si no hay otro como tú...

-¿Y José María?

-¿Ese? Otra vez en lo mismo. Ya no se le ve por aquí. Parece que lo del marquesado está ya hecho.

-Saludo a la señá marquesa.

-A mí... esas cosas...

No obstante su modestia y bondad, lo de la corona le gustaba. La humanidad es como la han hecho, o como se ha hecho ella misma. No hay idea que la tuerza.

«Yo quiero mi tranquilidad -añadió-. José María está cada vez más relambido... pero con unas ausencias, chinito... Ya se acabó lo de la comisión de melazas, y ahora entra lo de la comisión de mascabados».

A poco vimos aparecer a mi hermano, y lo primero que me dijo, de muy mal talante, fue esto:

«Mira, Máximo, tú que has traído aquí esta tribu salvaje, a ver cómo nos libras de ella. Esto es la langosta, la filoxera; no sé ya qué hacer. Me vuelven loco. También tú tienes unas cosas... El uno pide papeletas, y me va a buscar al Congreso, la otra pide destinos para sus dos lobatos... En fin, encárgate tú, que los trajiste, de sacudir de aquí esta plaga».

«Los pobres -murmuró Lica-, son tan buenos...».

-Pues ponerles en la calle -indiqué yo.

-¡No, no, que se le retira la leche! -exclamó con espanto Manuela-. Habla bajo, por Dios... Pueden oír...

Hablando bajito, quise dar una noticia de sensación, y anuncié la boda de Manuel Peña. Manuela se persignó diferentes veces. Mi hermano, atrozmente inmutado, no dijo más que:

«Ya lo sabía».

Disimulaba medianamente su ira, tomando un periódico, dejándolo, encendiendo cigarrillos. Después, como, al ir a su despacho, tropezara en el pasillo con el célebre D. Pedro, que sombrero en mano le pedía no sé qué gollería, montó en súbita cólera, sin poder contenerse...

«Oiga usted, don espantajo -le dijo a gritos-, ¿cree usted que estoy yo aquí para aguantar sus necedades? A la calle todo el mundo; váyase usted al momento de mi casa, y llévese toda su recua...».

¡Dios mío la que se armó! El titulado D. Pedro o tío Pedro, pues sólo mi cuñada le daba el don, dijo que a él no le faltaba nadie; su digna esposa se atrevió a sostener que ella era tan señora como la señora; los chicos salieron escapados por la escalera abajo, y Robustiana empezó a llorar a lágrima viva. Muerta de miedo estaba Lica, que casi de rodillas me pidió pusiera paz en aquella gente y librara a mi ahijado de un nuevo y grandísimo peligro. En tanto sentíamos a José María dando patadas en su cuarto, en compañía de Sainz del Bardal, a quien llamaba idiota por no sé que descuido en la redacción de una carta.

«Al fin se le hace justicia», pensé; y no tuve más remedio que amansar a D. Pedro y a su mujer, diciéndoles mil cosas blandas y corteses, y llevándoles aquella misma tarde a ver la Historia Natural. A los chicos tuve que comprarles botas, sombreros, petacas y bollos. Lica hizo un buen regalo a la madre del ama. Yo llevé al café por la noche al hotentote del papá; y por fin, al día siguiente, con obsequios y mercedes sin número, buenas palabras y mi promesa formal de conseguir la cartería y estanco del pueblo para el hijo mayor, logramos empaquetarles en el tren, pagándoles el viaje y dándoles opulenta merienda para el camino.

¡Cuándo acabarían mis dolorosos esfuerzos en pro de los demás!

«Esto es una cosa atroz -dije para mí, parodiando a doña Cándida-. Bienaventurado es aquel que enciende una vela a la caridad y otra al egoísmo».