El amigo Manso/Capítulo XX
Capítulo XX - ¡Me parecía mentira!
[editar]¡Yo sentado en el banco de una buñolería, a las cuatro de la mañana, teniendo delante un plato de churros y una copa de aguardiente!... Vamos, era para echarse a reír, y así lo hice. ¿Quién se llamará dueño de sí, quién blasonará de informar con la idea la vida, que no se vea desmentido, cuando menos lo piense, por la despótica imposición de la misma vida y por mil fatalidades que salen a sorprendernos en las encrucijadas de la sociedad, o nos secuestran como cobardes ladrones? La pícara sociedad, blandamente y como quien no hace nada, me había estafado mi serenidad filosófica, y tiempo llegaría, si Dios no lo remediaba, en que yo no hallaría en mí nada de lo que formó mi vigorosa personalidad en días más venturosos.
Estas reflexiones hacía yo, mirando a dos parejas que en las mesillas de en frente estaban, y asombrándome de verme en tal compañía. Eran cuatro artistas del género flamenco, dos machos y dos hembras, que acababan de salir del café-teatro de la esquina, donde cantaban todas las noches. Ellas eran graciosas, insolentes, la una gordinflona, espiritual la otra, ambas con mantones pardos, pañuelos a la cabeza, liados con desaliño y formando teja sobre la frente; las manos bonitas, los pies calzados con perfección. De capa, pavero y chaqueta peluda, afeitados como curas, peinados como toreros, sin coleta, los hombres eran de lo más antipático que puede verse en la Creación. Las cuatro voces roncas sostenían un diálogo picado, zumbante y lleno de interjecciones, del cual no se entendían más que las groserías y barbarismos. Era la primera vez que yo me veía tan cerca de semejantes tipos, y no les quitaba los ojos.
«¡Qué guapa es la gorda! -me dijo Manuel-. Maestro, veo que se entusiasma usted».
-¿Yo?...
-Si parece que se la quiere usted comer con los ojos...
-No seas necio.
-Y ella no lo lleva a mal, maestro. También le echa a usted los ojazos. Esto que allá por otras regiones se llama flirtation, se llama aquí tomar varas.
-¿Has acabado ya de beber tu aguardiente, vicioso? -le dije con vivos deseos de salir de allí.
-¿Y usted no toma?
-¿Yo? Quita allá este asco, este veneno...
-¿Sabe usted, maestro, que estoy esta noche así como excitado de nervios, enardecido de sangre, y parece que una electricidad se me pasea por todo el cuerpo?... Siento apetito de acción, de violencia; no sé lo que pasa en mí...
Yo le miraba atentamente y reflexionaba sobre aquel estado de mi discípulo, que era cosa nueva en él, y desagradable para mí, que tanto le quería.
«Porque, sí señor -siguió-; hay ocasiones en que nos es necesario hacer cualquier barbaridad, como compensación de las tonterías y sosadas que informan nuestra vida habitual; algo violento, algo dramático. Suprima usted de la vida el elemento dramático, y adiós juventud. ¿No le parece a usted que nos divertiríamos si ahora armase yo camorra con esta gente?».
-¡Con estos...! Por Dios, Manuel, a ti te pasa algo. Tú estás loco, o has bebido...
-Después de todo, ¿qué pasaría? Nada. Esta es gente cobarde. Iríamos todos a la prevención, y mañana, mejor dicho, hoy, faltaría usted a clase, y quizás tendrían que ir el rector y el decano a sacarle de las uñas de la policía.
-Si tuviera aquí palmeta y disciplinas, te trataría como trata un maestro de escuela al más pillo de sus alumnos. No mereces otra cosa. Desde que no estás bajo mi dirección has variado tanto, que a veces me cuesta trabajo conocerte. Piensas y hablas tan bajamente, que me aflijo considerando la esterilidad de lo que te enseñé.
-¡Oh!, no -exclamó Peña con vehemencia, dándose una puñada sobre el corazón y un palmetazo en la frente-. Algo queda. Mucho hay aquí y aquí, maestro, que permanecerá por tiempo infinito. Esta luz no se extinguirá jamás, y mientras haya espacio, mientras haya tiempo...
Los cuatro flamencos se levantaron para marcharse. Viendo el entusiasmo de Manuel, ellos se miraron asombrados, ellas sofocaban la risa. Se me parecieron a las dos célebres mozas que estaban a la puerta de la venta cuando llegó D. Quijote y dijo aquellas retumbantes expresiones, que tanto disonaban del lugar y la ocasión. Yo vi el cielo abierto cuando se fueron los del cante, porque así no tenía Manuel con quién armar la trapisonda que deseaba.
La buñolería estaba pintada de rojo, a estilo de las tabernas de Madrid. Las paredes sucias, forradas de un papel con casetones repetidos, llenos de pastorcitas, ofrecían una superficie rameada y pringosa. Un mostrador chapeado de latón, varias sillas desvencijadas, un reloj y un calendario americano, que no sé para qué servían, formaban el mueblaje, y el vaho de aceite frito espesaba la atmósfera.
«Vámonos, Manuel; esto es un escándalo».
-Un ratito más...
-Yo me caigo de sueño.
-Pues yo estoy tan desvelado, que se me figura no he de dormir más en mi vida. -A ti te pasa algo.
-Lo que dije a usted; que me anda, no sé si por el cuerpo o por el alma, el prurito dramático, dándome cosquillas y picazones. Yo quiero hacer algo, magister, yo necesito acción. Esta vida de tiesura social y de pasividad sosa me cansa, me aburre. Estoy en la edad dramática (voy a ser pedante), en el momento histórico que no vacilo en llamar florentino, porque su determinación es arte, pasiones, violencia. Los Médicis se me han metido en el cuerpo y se han posesionado de él, como los diablillos que atormentan al endemoniado.
No pude menos de reír.
-Vamos a ver, ¿qué lees ahora, en qué te ocupas?
Leo a Maquiavelo. Su Historia de Florencia, su Mandrágora, sus Comentarios a Tito Livio y su Tratado del Príncipe son los libros más asombrosos que han salido de manos del hombre.
-Mala, perversa lectura si no va precedida de la preparación conveniente. Es mi tema, querido Manuel; si no haces caso de mí, tu inteligencia se llenará de vicios. Dedícate al estudio de los principios generales...
-¡Oh, maestro, por favor, no siga usted! La filosofía me apesta. La metafísica no entra en mí. Es un juego de palabras. ¡La ontología! Por Dios, aparte usted de mí ese cáliz emético. Cuando tomo una pócima de sustancia, ser y causa, estoy malo tres días. Me gustan los hechos, la vida, las particularidades. No me hable usted de teorías, hábleme de sucesos, no me hable usted de sistema, hábleme de hombres. Maquiavelo me presenta el panorama rico y verdadero de la naturaleza humana, y por él doy a todos los filosofistas habidos y por haber.
-Estamos haciendo el tonto, Peña; estamos discutiendo en una buñolería el tema radical y eterno. No profanemos la inteligencia, y vámonos a dormir... En otra ocasión discutiremos. Tú has variado mucho y has crecido lozano y vigoroso, pero algo torcido. Yo necesito enderezarte. Algo hay en ti que no me gusta, que no procede de mis lecciones. Quizás alguna pasajera florescencia del espíritu, de esas que marcan el período culminante de la juventud... En fin, sea lo que quiera, vámonos ya.
Al fin logré que se levantara del tabernario banquetillo.
«Voy a revelarle a usted un secreto -me dijo cuando pasábamos junto al mercado, en cuyas galerías y puestos algún rumor, alguna lucecilla triste anunciaban los primeros desperezos de la faena del día-. Desde que estoy así...».
-¿Cómo?
-Así, nervioso, excitado, con estos estímulos musculares que me piden la violencia, la arbitrariedad, el drama... Pues desde que estoy así, mis antipatías son tan atroces, que al que me desagrada le aborrezco con toda mi alma. ¿Sabe usted quién es la persona que más me carga de cuantos hay sobre la tierra?
-¿Quién?
-Su hermano de usted, nuestro anfitrión de esta noche, el Sr. D. José María Manso, marqués presunto, según dicen.
Lastimado de esta cruel antipatía, defendí a mi hermano con calor, diciendo a Peña que si aquel tenía ciertas ridiculeces y manías era bueno y leal. Pero mi defensa exasperó más al joven, el cual sostuvo que toda la rectitud y lealtad de José no valían dos pepinos. Sospeché que Manuel había oído en los corrillos políticos del salón de mi hermano algún comentario picante, alguna frase alusiva a su humildísimo origen, y que, mortificado por esto, confundía en un solo aborrecimiento al dueño de la casa y a los murmuradores. Así se lo dije, y me confesó que, en efecto, había oído cosillas que lastimaban su dignidad horriblemente; pero que en este orden de agravios, el delincuente era Leopoldito Tellería, marqués de Casa-Bojío, por lo cual mi buen amigo aguardaba una coyuntura propicia para romperle el bautismo.
«¿Duelito tenemos? -dije, no pudiendo consentir que mi discípulo, a quien yo había inculcado las más severas nociones de moral, me viniese hablando de resolver sus asuntos de honor con el bárbaro e ineficaz procedimiento del desafío, herencia del vandalismo y de la ignorancia».
-Usted no vive en el mundo, maestro -replicó él-. Su sombra de usted se pasea por el salón de Manso; pero usted permanece en la grandiosa Babia del pensamiento, donde todo es ontológico, donde el hombre es un ser incorpóreo, sin sangre ni nervios, más hijo de la idea que de la historia y de la Naturaleza; un ser que no tiene edad, ni patria, ni padres, ni novia. Diga usted lo que quiera; pero me parece que si yo tuviera ocasión de ponerle la mano en la cara al marqués de Casa-Bojío, y de echarle al suelo y de pasearme luego por su cuerpo, llegaría a creer que el Universo está desequilibrado y que el orden de la Naturaleza se ha destruido... ¿Y lo creerá usted? Hay otro hombre que me incocora más que Leopoldito, y es el benemérito hermano de mi maestro.
-¿Y también le vas a desafiar? ¿Pero estás loco? Anda... has declarado la guerra al género humano... Manuel, Manuel, niño, modera esos impulsitos, o será preciso ponerte un chaleco de fuerza. Estás hecho un pisaverde, un monstruo de alfeñique, un calaverilla de estos que se estilan hoy, verdaderos muñecos desvergonzados que representan el Don Juan con los trapos y la voz de polichinela.
Cuando subíamos la escalera, la señora de Peña abrió la puerta. Nunca se acostaba hasta que volvía de la calle su hijo. Aquella noche, la célebre doña Javiera, soñolienta y mal humorada por la tardanza del nene, nos echó un mediano réspice a los dos.
«¡Ay, qué horas, qué horas de venir a casa!... Pero ¿también usted, amigo Manso, anda en estos pasos? Usted tan pacífico, tan casero, tan madrugador, se descuelga aquí a las cuatro y media de la mañana. Vaya con el maestrito, con el padrote...».
-Este pillo, señora, este pillo es quien me pervierte.
-No, mamá; él a mí.
-¡Ay!, hijo, qué pálido estás... ¿qué tienes? ¿Te ha pasado algo? -Nada, mamá; no tengo nada.
-¿Pero no entras a acostarte?
-Voy un momento arriba con el amigo Manso. Quiero que me deje unos libros que necesito.
-¡Libros tú! -le dije, entrando en mi casa-. ¿Para qué quieres libros?
-Para preparar mi discurso.
-¿Qué discurso? ¿Ahora sales con eso?
-Usted sí que está en Belén. ¿No le he dicho a usted que voy a hablar en la gran velada?
-¿Qué gran velada es esa?
-La que dará la Sociedad para socorro de los inválidos de la Industria.
-¡Ah!, es verdad. ¿Sobre qué tema vas a hablar? Toma los libros que quieras...
Yo me caía de sueño. Dejele en el despacho y me fui a mi alcoba, que era la pieza contigua. Desde mi cama le veía revolviendo en los estantes, tomando y dejando este o el otro libro.
Antes de dormirme le dije:
«Mañana me contarás los motivos de ese resentimiento que sientes contra mi pobre hermano».
-No lo puedo decir, es un secreto... ¿Le parece a usted que me lleve a Spencer?
-Hombre, llévate al moro Muza, y déjame descansar.
Ya desvanecido en el primer sueño, le oí decir:
«Es un canalla, es un canalla».
Y dormido profundamente, en mi cerebro no había más reminiscencias de la vida exterior que aquellas palabras, rielando en la superficie oscura y temblorosa de mi sueño, como el fulgor de las estrellas sobre el mar.