El amigo Manso/Capítulo XXXIV
Capítulo XXXIV - ¡Y al fin entré por tu puerta, casa misteriosa!
[editar]Y subí tu escalera nuevecita, estucada, oliendo todavía a pintura, fresco el barniz de las puertas y del pasamanos. En el principal vi una placa de cobre que decía: Doctor Miquis. Consulta de 4 a 6; más arriba encontré un carbonero que bajaba, luego el panadero con su gran banasta, una oficiala de modista de sombreros con la caja de muestras, y a todos les preguntaba con el pensamiento: «¿venís de allá?».
Y al fin tiré del botón de aquel timbre, que me asustó al sonar vibrante, y abriome la puerta una criada desconocida que no me fue simpática y me pareció, no sé por qué, avechucho de mal agüero. Y heme aquí en una salita clara, tan nueva que parecía que yo la estrenaba en aquel momento. De muebles estaba tal cual, pues no había más que tres sillas y un sofá; pero en las paredes vi lujosas cortinas, y entre los dos balcones una bonita consola con candelabros y reloj de bronce. Se conocía que la instalación no estaba concluida, ni mucho menos. Así me lo manifestó doña Cándida, que majestuosa se dejó ver, acompañada de una sonrisa proteccionista, por la gran puerta del gabinete.
«Pero, chico... me da vergüenza de recibirte así... Si esto parece una escuela de danzantes. Estos tapiceros, ¡qué calmosos!, una cosa atroz. Desde el 17 están con los muebles, y ya ves; que hoy, que mañana. Espera, hombre, espera: no te sientes en esa silla, que está rota... Cuidado, cuidadito; tampoco en esa otra, que está un poco derrengada».
Dirigime a la tercera.
«Aguarda, aguarda. Esa también... Melchora te traerá una butaca del gabinete... ¡Melchora!...».
Dios y Melchora quisieron que yo al fin me sentara.
«¿Irene...?» le pregunté.
-Quizás no la puedas ver... Está algo delicada...
Toda mi atención, toda mi perspicacia, mi arte todo de leer en las fisonomías no me parecían de bastante fuerza para descifrar el jeroglífico moral que con fruncimiento de músculos, cruzamiento de arrugas, pestañeo, pucherito de labios y una postiza sonrisilla se trazaba en el rostro egipcio de doña Cándida. O yo era un ser completamente idiota o detrás de los oscuros renglones de aquel semblante antiguo había algún sublime sentido. ¡Desgraciado de mí que no podía entenderlo! Y ponía al rojo mis facultades todas para que, llegando al último grado de su poder y sutileza, me dieran la clave que deseaba.
«Con que delicada...» murmuré, pasándome la mano por los ojos.
Mi cínife iba a decir algo, cuando Irene se presentó. ¡Qué admirable aparición!
«¿Qué tal te encuentras, hijita?» le preguntó su tía, en quien sorprendí disgusto.
-Bien -replicó secamente Irene-. Y usted, Máximo, qué caro se vende.
¡Maldito Calígula! Sin género de duda, quería desviarme de mi objeto, distraerme, interponerse entre Irene y yo con pretextos rebuscados.
«¡Ah! -exclamó con aspavientos que me causaron frío-, ¿no has visto lo que dicen de ti los periódicos?... Te ponen en las nubes. Mira, Irene, trae La Correspondencia de la mañana. Allí está sobre mi cómoda».
Irene salió. Observé (yo lo observaba todo) que tardaba más tiempo del que se necesita para traer un papel que está sobre una cómoda. Vino al fin, trajo el periódico y me lo puso delante. Sobre el periódico había un papelito pequeño, y en él, escritas con lápiz y al parecer rápidamente, estas palabras: Ha venido usted tarde. Nunca hace las cosas a tiempo. No puedo hablar delante de mi tía. Me pasan cosas tremendas. Despídase usted diciendo que no vuelve en una semana y vuelva después de las tres.
Haciendo que leía La Correspondencia guardé con disimulo el papelejo. Irene me parecía desmejoradísima. Palidez suma y tristeza confirmaban, diluidas en la tinta suave de su semblante, la veracidad de aquellas cosas tremendas. Y yo, puesto en guardia con lo que el papel decía, hablé de lo que no me importaba, de lo alegre de la casa, de sus buenas vistas y...
«¿Pero no sabes, Máximo -me dijo Calígula de improviso-, que anoche hemos tenido ladrones en casa? ¡Qué susto, Dios mío!».
-¡Señora!
-Ladrones, sí, lo que oyes... una cosa atroz. Esa Melchora que duerme como un palo, dice que no oyó ni vio nada... Te contaré... Yo duermo ahora muy mal... estos tunantes de nervios... Serían las dos de la madrugada, cuando sentí ruido en una puerta. Levanteme, llamé a Irene... Esta asegura que dormía profundamente... Yo tenía un miedo... ya puedes figurarte. En fin, que alboroté toda la casa. Melchora dice que yo veo fantasmas... Podrá ser que mis nervios... pero juraría que a la claridad de la luna... porque no encontré los malditos fósforos... a la claridad de la luna vi un hombre que escapaba...
-¿Por la ventana?
-No, por la puerta de la escalera.
Miré a Irene para ver qué decía sobre las fantásticas apariciones, pero en aquel momento se levantaba y salía diciendo:
«Han llamado, tía; creo que será la modista».
-¿Pero no está Melchora?... Pues, sí, Máximo, hemos pasado un susto... La pobre Irene, al oír mis gritos, salió despavorida. Busca los fósforos por aquí y por allí... nada. Melchora se reía de nosotras y decía que estábamos locas...
-¿Pero usted vio...?
-Hombre, que vi... La suerte es que no nos han robado nada. He registrado, y ni una hilacha me falta... cosa atroz.
-Resultado, que esos ladrones no robarían más que los fósforos...
Esto lo dije, dejando que mi espíritu, espoleado por su pesimismo, se precipitara en las más extravagantes cavilaciones. Despeñada mi mente, no conocía ningún camino derecho. ¿Sería verdad lo que doña Cándida contaba?... Y si no lo era, ¿qué interés, qué malicia, qué fin...?
Pero mi primer cuidado debía ser cumplir el programa consignado con lápiz trémulo por la mano de la institutriz. Retireme diciendo que no volvería hasta dentro de una semana, y pasé las horas que para la misteriosa cita faltaban, discurriendo por la Castellana, el barrio de Salamanca y Recoletos. A las tres y media tiraba otra vez del timbre, y la misma Irene abría la puerta. Estábamos solos.
«¡Gracias a Dios! -le dije sentándome en el mismo sillón que algunas horas antes había sacado Melchora para mí y que aún estaba en el mismo sitio...-. Al fin me puede usted decir qué cosas tremendas son esas...».
-¡Y tan tremendas!...
¡Qué temblor el de sus labios, qué falta de aire en sus pulmones, qué palidez mortal y qué timbre de pánico y duelo el de su voz al decirme:
«¡Si usted no me salva, si usted no me prueba que se interesa por esta huérfana desgraciada...!».
No sé, no sé lo que pasó en mi interior. La efusión de mi oculto cariño, que se expansionaba y se venía fuera, cual oprimido gas que encuentra de súbito mil puntos de salida, hallaba obstáculos en el temor de aquella soledad traicionera, en el comedimiento que me parecía exigido por las circunstancias; y así, cuando las más vulgares reglas de romanticismo pedían que me pusiera de rodillas y soltara uno de esos apasionados ternos que tanto efecto hacen en el teatro, mi timidez tan sólo supo decir del modo más soso posible:
«Veremos eso, veremos eso...».
Y lo dije cerrando los ojos y moviendo la cabeza, mohín de cátedra, que la costumbre ha hecho más fuerte que mi voluntad.
«¿Pero usted no lo adivina?... ¿usted no comprende que mi tía me tiene aquí prisionera para venderme a D. José? Esta es la cosa más tremenda que se ha visto. ¿Quién ha puesto esta casa? D. José. ¿Quién ha amueblado aquel gabinetito? D. José. ¿Quién viene aquí las tardes y las noches a ofrecerme veinte mil regalos, cositas, porvenires, qué sé yo, villas y castillos? D. José. ¿Quién me persigue con su amor empalagoso, quién me acosa sin dejarme respirar? D. José. He tenido la desgracia de que ese señor se enamore de mí como un loco, y aquí me tiene usted puesta entre lo que más odio, que es su hermanito de usted, y la necesidad de matarme, porque estoy decidida a quitarme la vida, amigo Manso, y como hoy mismo no encuentre usted medio de librarme de esto, lo juro, sí, lo juro, me tiro a la calle por ese balcón».
Petrificado la oí; balbuciente le dije:
«Lo sospechaba. Si usted no me hubiera prohibido venir acá desde el primer día, quizás le habría evitado muchos disgustos».
-Es que yo...
Al argumentarme, había tropezado en una velada y misteriosa idea, quizás en la misma que a mí me faltaba para ver aquel asunto con completa claridad. Ocurrióseme entonces un argumento decisivo.
«Vamos a ver, Irene -le dije procurando tomar un tono muy paternal-. ¿Por qué tenía usted tanta prisa en salir de la casa, donde no debía temer las asechanzas de mi hermano? ¿No consideraba usted, en su buen juicio, que doña Cándida al poner esta casita y traerla a usted, la traía a una ratonera? Yo lo sospeché; mas no me era posible intervenir en asunto tan delicado... ¿Por qué le faltó a usted tiempo para abandonar aquella colocación honrada y tranquila?».
-Allí también me perseguía.
-Pero allí precisamente tenía usted poderosas defensas contra él, mientras que aquí...
-Porque mi tía me engañó.
-Imposible. Doña Cándida no puede engañar a nadie. Es como las actrices viejas y en decadencia que no consiguen producir ilusión ninguna en quien las ve representar. Por la atrocidad excesiva de sus embustes, esta infeliz señora se vende a sí misma, apenas empieza a desempeñar sus innobles papeles. Su loco apetito de dinero ha corrompido en ella hasta los sentimientos que más resisten a la corrupción. Yo creí que usted no caería en semejante lazo, tan torpemente preparado. Usted misma se ha lanzado al abismo... Y no se justifique ahora con razones rebuscadas; llénese usted de valor y dígame el motivo grande, capital, que ha tenido para abandonar aquella casa. Ese motivo no lo sé, pero lo sospecho. Venga esa declaración, o me faltará la fe en usted que me es necesaria para salir a su defensa. Nada hay más erróneo, Irene, que la mitad de la verdad. Yo no puedo patrocinar la causa de una persona, cuya conciencia no se me manifiesta sino por indicaciones incompletas y vagas. No quiero evitar un mal y proteger neciamente la caída en otro peor. Desde el momento en que usted llama a un abogado en su defensa, muéstrele todos los lados de su asunto; no le oculte nada; infúndale con su franqueza el valor y la convicción que él, a causa de sus dudas, no tiene. Una persona que la ha tratado a usted de cerca me ha dicho: «no te fíes de ella, es una hipócrita». Arránqueme usted las raicillas que estas palabras han echado en mi pensamiento, y ya me tiene usted pronto a servirla como jamás hombre alguno ha servido a mujer desvalida.
Esto le dije; estuve elocuente, y un si es no es sutil o caballeroso. A medida que hablaba, comprendí el grandísimo efecto que cada palabra hacía en su espíritu turbado, y antes de terminar, observela desasosegada, luego afligida, al fin llena de temor.
Yo creía hallarme en terreno firme.
«Reconoce usted -le dije en tono de amigo-, que antes de pedirme mi ayuda para salir de la ratonera, debe declararme alguna cosa, ¿no es eso?, ¿alguna cosa que nada tiene que ver con mi hermano?... Digamos, para mayor claridad, que es como un mundo aparte».
Humildemente dolorida inclinó su cabeza, y como próxima a sucumbir, respondió:
«Sí, señor».
Esta afirmación respetuosa me lastimó en el alma, como si me la hendieran de arriba abajo, con formidable sacudida. Sentí un hundimiento colosal dentro de mí, algo como al caer de la vida, la total ruina mía interior. Costome trabajo sumo sobreponerme a la aflicción... No la quería mirar, abatida delante de mí, con no sé qué decaimiento de suicida y resignación de culpable. Conté y medí las palabras para decirle:
«Puesto que eso que necesito saber no es ni puede ser vergonzoso, no me tenga usted en ascuas más tiempo».
¡Dios mío, nunca dijera yo tal cosa! La vi acometida repentinamente de horrible congoja... Su cara fue el dolor mismo, después la vergüenza, después el terror... Rompió a llorar como una Magdalena, levantose del asiento, echó a correr, huyó despavorida y desapareció de la sala.
No supe qué hacer; quedeme perplejo y frío... Sentí sus gemidos en la habitación cercana. Dudé lo que haría, y al fin corrí allá. Encontrela arrojada con abandono en un sillón, apoyada la cabeza sobre el frío mármol de una consola, llorando a mares.
«No quiero verla a usted así... no hay motivo para eso... -murmuré, conteniéndome para no llorar como ella-. Usted se juzga quizás con más rigor del que debe... Desde luego yo...».
Con la mano derecha se cubría el rostro, y con la izquierda hizo un movimiento para apartarme.
«Déjeme usted... Manso... yo no merezco...».
-¿Qué, criatura?
-Que usted me... proteja. Soy la más desgraciada...
Y más llanto, y más.
«Pero sea usted juiciosa... Veamos la cuestión; examinémosla fríamente...».
Esta tontería que dije, no hizo, como es de suponer, ningún efecto. Y ella con la izquierda mano me quería alejar.
«No, no me marcharé... No faltaba más... Ahora menos que nunca».
-Yo no merezco... Me he portado tan mal...
-Pero hija mía...
No pudiendo calmar su horroroso duelo, ni arrancarle una palabra explícita, volví a la sala, donde estuve paseándome no sé cuánto tiempo. Al dar la vuelta me veía en el espejo con semblante tétrico y los brazos cruzados, y me causaba miedo. No sé las curvas que describí ni los pensamientos que revolví. Creo que anduve lo necesario para dar la vuelta al mundo, y que pensé cuanto puede irradiar en su giro infinito la mente humana. Los gemidos no concluían, ni aquella tristísima situación parecía tener término. De pronto sonó el picaporte: alguien entraba. Sentí la voz de Melchora armonizada ásperamente con la de doña Cándida. Al fin llegaba la maldita; ¡buena le esperaba!... Entró...
No sé pintar el asombro de la señora de García Grande al abrir la puerta de la sala y verme. Con rápido chispazo de su vista perspicua debió de conocer mi enojo y la tormenta que le amenazaba. Por mi parte, nunca me pareció más odiosa su faz de emperador romano, que, con la decadencia, tocaba en la caricatura, ni me enfadaron tanto su nariz de caballete, sus cejas rectilíneas, su acentuada boca, su barba redondita y su gruesa papada a lo Vitelio que le colgaba ya demasiadamente, y con el hablar le temblaba y parecía servirle de depósito de los embustes. Su primer pensamiento y palabra fueron:
«Pero qué... ¿se te olvidó algo?...».
No le respondí. Mi cólera me puso una mordaza... La papada de doña Cándida temblaba y sus cejas culebrearon. Acercose a la puerta del gabinete, abriola, vio a su sobrina consternada, y mirome después. Tuvo miedo, y de tanto temer, no pudo decirme nada. Yo seguía paseándome, y el silencio y las miradas suplían con ventaja entre los dos a cuanto pudiera expresar la voz... Pasado el primer momento de enojo, debió Calígula pedir fuerzas a su malicia, porque me pareció que se envalentonaba. Después de gruñir, con artificio de cólera digna, sentose, y sin mirarme se permitió decir:
«Me gusta... Como si cada cual no supiera lo que tiene que hacer en su casa, sin necesidad de que vengan los extraños a mangonear...».
Entre ahogarla y afrontar su descaro con ventajosa actitud de ironía y desprecio, preferí esto último. Entrome una risa nerviosa, fácil desahogo de la cólera que me amargaba el corazón y los labios, y con todo el desdén del mundo dije a mi cínife: