Ir al contenido

El amigo Manso/Capítulo XXXIX

De Wikisource, la biblioteca libre.


Capítulo XXXIX - Quedeme solo delante de mi sopa

[editar]

Y vi desfilar en ordenado tropel, por delante de mí, los garbanzos redondos con su nariz de pico, y después una olorosa carne estofada, a quien siguieron pasa de Málaga, bollo de no sé dónde y mostillo de no sé qué parte. No puedo, al llegar aquí, ocultar un hecho que me pareció entonces, y aun hoy me lo parece, rarísimo, fenomenal y extraordinario. Bien quisiera yo, al contar que comí, aparecer conforme con lo que es uso y costumbre en estos casos, es decir, pintarme desganado y con más ánimos para vomitar el corazón que para comerme un garbanzo; pero mi amor a la verdad me impone el deber de manifestar que tuve apetito y que comí como todos los días. Fuese porque almorcé poco o por otra causa, lo cierto es que hice honor a los platos. Bien se me alcanza que esto resulta en contradicción con lo que afirman los autores más graves que han hablado de cosas de amor, y aun los fisiólogos que han estudiado el paralelismo de las funciones corporales con los fenómenos afectivos; pero sea lo que quiera, como pasó lo cuento, y saque cada cual las consecuencias que guste. Lo único que revelaba mi trastorno era la distracción con que comí, y aquello de no saber lo que entraba por mi boca. De donde deduzco que hay mucho que hablar sobre la parte que toma el espíritu en la digestión. Punto y aparte.

En mi despacho pasé luego horas tristísimas y pesadas. Ni podía hallar consuelo en la lectura, ni ningún autor por grande que fuera, lograba cautivar mi alma, apartándola de la contemplación de su desdicha. A ella se apegaba con ardiente fervor, como el fanático al dogma que idolatra. Y no había medio de separarla. Si con esfuerzos de imaginación se lograba entretenerla un poco, llevándola engañada a otras esferas, ella se escapaba bonitamente y por misteriosos caminos se volvía a su objeto... Ya avanzaba la noche, y cuando parecía que las energías mismas del dolor se cansaban, entrome aplanamiento de nervios y marasmo mental. Todo era entonces sensaciones fúnebres, ideas de próxima muerte... A la madrugada, excitado mi cerebro con la falta de sueño, estas ideas de muerte llegaron a ser en mí verdadera manía con su convicción correspondiente. Antojóseme que iba a amanecer muerto, y me entretenía en considerar la sorpresa que recibirían mis amigos al saber la triste nueva y el duelo que harían las personas que verdaderamente me estimaban. ¡Y yo, tranquilo, observando este duelo y aquella sorpresa desde el ámbito misterioso de la muerte! Figurábame estar absolutamente ausente de todo lo conocido hasta ahora, pero continuando conocedor de mí mismo en una esfera, región o espacio completamente privado de las propiedades generales de la física. ¡Meditación morbosa, fiebre del vacío, yo no sabía lo que era aquello...! Después pensaba en las frases que emplearían los periódicos para dar cuenta de mi inopinado fallecimiento. Entre otras cosas, y después de echarme ese incienso ordinario, corriente, de fórmula, y que parece traído de la tienda, como el espliego que usa el vulgo, dirían poco más o menos: «Este triste suceso sorprendió tanto más a los amigos del Sr. Manso, cuanto que este se había dedicado el día anterior a sus habituales ocupaciones en perfecto estado de salud, se había retirado a su casa a la hora de costumbre, había comido con apetito...».

Nada, nada; el apetito que por desgracia tuve desentonaba el lúgubre cuadro que mi fantasía trazaba en aquella hora de la madrugada, propicia al delirio y a la fiebre. Sobre mi mesa se encontrarían algunas cuartillas del prólogo a Spencer que había empezado a escribir... Mis panegiristas llamarían a aquel incompleto escrito el canto del cisne... Cuando pensaba en esto, cuando pensaba también que se celebraría en mi honor una velada literaria con versos y discursos, me entraban vivas ganas de no morirme, o de resucitar, si es que ya muerto estaba, para que no exhibieran y dieran lustre a costa mía Sainz del Bardal y los demás poetillas, oradorzuelos y muñidores de veladas... Nada, nada, ¡a vivir!

Con estas cosas me dormí profundamente. ¡Bendito sueño, y cómo reparó mis fuerzas físicas y morales, y cómo templó todo lo que en mí estaba destemplado, y qué equilibrios restableció, y qué frescura y aplomo concedió a mi ser todo! Levanteme algo tarde, pero sintiendo en mi cabeza despejo, lucidez, y mucha energía moral. Usando una figura de género místico y muy bella, aunque algo gastada por el uso de tantas manos de poetas y teólogos, diré que algún ángel había descendido a mí y consoládome durante mi sueño. Y, no obstante, yo no recordaba haber soñado nada... Si acaso, si acaso, tuve ligerísima sensación de que se celebraban veladas en honor mío.

La energía moral, cierta robustez hercúlea que advertí en mi conciencia, dábanme fuerzas físicas, agilidad, actividad... Fui a clase: tenía deseos de explicar, y subí a mi cátedra con secreta confianza en que lo haría bastante bien. Ideas mil, vigorosas y claras, acudían a mi mente, como disputándose la primacía de la exteriorización. Bien, bien. Quisiera conservar lo que expliqué aquel día. Me sentía fecundo y con una facilidad de expresión que me causaba asombro.

«El hombre es un microcosmos. Su naturaleza contiene en admirable compendio todo el organismo del universo en sus variados órdenes...

»Y no sólo en el desarrollo total de la vida demuestra el hombre ser como una reducción o esbozo del universo sino que a veces se ve palpablemente esto en un acto solo, en uno de esos actos que ocurren diariamente y que por su aparente insignificancia apenas merecen atención...

»Existe perfecta unión entre la sociedad y la filosofía. El filósofo actúa constantemente en la sociedad, y la metafísica es el aire moral que respiran los espíritus sin conocerlo, como los pulmones respiran el atmosférico.

»A veces el hecho aislado, corriente, ofrece, bien analizado, un reflejo de la síntesis universal, como cualquier espejillo retrata toda la grandeza del cielo.

»El filósofo actúa en la sociedad de un modo misterioso. Es el maquinista interior y recatado de este gran escenario. Su misión es el trabajo constante en la investigación de la verdad.

»El filósofo descubre la verdad; pero no goza de ella. El Cristo es la imagen augusta y eterna de la filosofía, que sufre persecución y muere, aunque sólo por tres días, para resucitar luego y seguir consagrada al gobierno del mundo.

»El hombre de pensamiento descubre la Verdad; pero quien goza de ella y utiliza sus celestiales dones es el hombre de acción, el hombre de mundo, que vive en las particularidades, en las contingencias y en el ajetreo de los hechos comunes.

»Considerada en su conjunto y unidad, la filosofía es el triunfo lento o rápido de la razón sobre el mal y la ignorancia.

»Al fin, lo que debe ser es. La razón de las cosas triunfa de todo.

»Desde su oscuro retiro, el sacerdote de la razón, privado de los encantos de la vida y de la juventud, lo gobierna todo con fuerza secreta. Él sabe ceder al hombre de mundo, al frívolo, al perezoso de espíritu las riquezas superficiales y transitorias, y se queda en posesión de lo eterno y profundo. Se halla colocado entre dos esferas igualmente grandes: el mundo exterior y su conciencia.

»La conciencia es creadora, atemperante y reparadora. Si se la compara a un árbol, debe decirse que da flores preciosísimas, cuya fragancia trasciende a todo lo exterior. Sus frutos no son la desabrida poma del egoísmo, sino un rico manjar que se reparte a todo el que tiene hambre.

»Estas flores y frutos suplen en la sociedad la falta de un principio de organización. Porque la sociedad actual sufre el mal del individualismo. No hay síntesis. La total ruina vendrá pronto si no existiese el principio reconstructivo y vigilante de la conciencia...».

Y tanto hablé que concluí por sufrir ligero aturdimiento. Observé que algunos chicos bostezaban; pero otros me oían con gran atención. Algunos de estos pedantuelos que todo lo quieren saber en un día y que son harto pegajosos y marean al profesor con preguntillas, me dijeron al salir que no habían entendido bien; a lo que respondí, entre bromas y veras, que ya lo irían entendiendo a fuerza de cardenales, si eran escogidos, y si no, que muy bien se podían pasar sin entenderlo. Llamaba yo escogidos a los que tienen la piel delicada para apreciar bien los palmetazos, pellizcos y carrilladas que da el grande y próvido maestro de escuela, pues a los señores que tienen sus almas forradas con cuero semejante al del rinoceronte, ni con disciplinas les entra una sola letra.