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El amigo Manso/Capítulo XXXVII

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Capítulo XXXVII - Anochecía

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La propia doña Cándida trajo en sus venerables manos una luz con pantalla, y poniéndola sobre la mesa, me dijo con voz temerosa y cascada:

«Ya se ha ido... ¡Jesús!, yo creí que íbamos a tener función gorda... Pero ambos sois muy prudentes, y entre buenos hermanos... La pobre niña...».

-¿Qué?

-Le ha entrado fiebre; pero una fiebre intensa. Ya la hemos acostado. ¿Quieres pasar a verla?... Se ha calmado un poco; pero hace un rato deliraba y decía mil disparates.

-Que suba Miquis.

-Le hemos dado un cocimiento de flor de malva. Creo que le conviene sudar. Anoche debió constiparse horriblemente cuando aquella alarma de los ladrones...

-Que suba Miquis...

-Creo que no será preciso. Siéntate. Parece que estás así como perplejo. Delirando hace un rato, Irene te nombraba.

-Pero que suba Miquis...

-Le llamaremos si es preciso... ¿Quieres entrar a verla? Parece que duerme ahora. Mañana le diré que pasaste a verla y se alegrará mucho. ¡Qué sería de nosotras sin ti!

Tanta melosidad me ponía en ascuas. Pasé al gabinete, que se comunicaba con la alcoba por un gran hueco entre columnas de hierro pintadas de blanco y oro, manera arquitectónica que está muy en boga en las construcciones nuevas. En aquella entrada me detuve. La alcoba estaba casi a oscuras, pero pude ver el cuerpo de Irene modelado en esbozo por las ropas blancas del lecho. Era como una escultura cuya cabeza estuviese concluida y el tronco solamente desbastado. La veía de espaldas; se había vuelto hacia la pared, y de sus brazos no asomaba nada. Su respiración era fatigosa y febril, acompañada de un cuchicheo que más parecía rezo que delirio. Me hacía pensar en el rumorcillo de una fuente de poca agua que mana entre yerbas y rompe melancólicamente el silencio del bosque. Puse atención para entender alguna sílaba; pero ¡cosa extraña!, siempre que yo sutilizaba mi atención y mi oído, ella callaba... Volvía; era imposible entender nada de aquella música del espíritu.

«La pobrecita tiene una gran pena -me dijo doña Cándida al oído-. El motivo, ve a saberlo...».

-Ya... ¿le parece a usted poco...?

-No, no es sólo por la cuestión de tu hermano... ¡Qué delirio el suyo!... Nada menos que de puñales, de venenos y de revólveres hablaba, como herramientas para quitarse la vida.

Acerqueme un poco paso a paso; la curiosidad me empujaba, la delicadeza me detenía... Al fin la vi de cerca. Tenía el rostro encendido, la boca entreabierta, el cabello suelto, encrespado, anilloso y formando un gran nimbo negro, partido en dos, alrededor de la cabeza. De cerca, el cuchicheo era tan ininteligible como de lejos; diálogo misterioso entre el alma y el sueño.

Me retiré alarmado, y en la sala puse cuatro letras a Miquis sobre una tarjeta, rogándole que subiera. Hecho esto, pensé en irme a comer a mi casa, con propósito de volver más tarde. Adivinó mi pensamiento Calígula, y muy obsequiosa y acaramelada me dijo:

«Si quieres, puedes quedarte a comer conmigo. No te daré las cosas ricas que hay en tu casa...».

-Gracias.

-Mal agradecido... La culpa la tiene quien te quiere y te obsequia. Bien sabes que para mí no hay mayor gusto que verte en mi casa.

Tanta finura me alarmó. No contaba con ella.

«Pero siéntate... ¿Qué prisa tienes?... No puedes figurarte cuánto me alegro de que tu dichoso hermano haya desfilado... Ahora te puedo hablar con franqueza, Máximo. ¡Ay!, nos tenía acosadas... una cosa atroz».

La miré para recrearme en su cinismo y ver con qué rasgos y matices se traduce en el rostro humano aquel excepcional modo del espíritu.

«Porque hazte cargo... empeñado en que esa pobre criatura le ha de querer... como si el querer fuera cosa de aquí me llego... Pero tú no puedes figurarte qué arrumacos, qué agonías, qué frenesí el suyo... Se pasaba las horas mirándola como un bobo, y echándole unas flores tan cursis... Luego venían los regalos; todas las tardes traía una cosa nueva, joyita, caprichillo, baratija. Y a cada rato... ¡tilín!, un dependiente de tal tienda con dos vestidos... ¡tilín!, un mozo con sombreros... Esto parecía la casa de San Antonio Abad, el de las tentaciones. La pobre Irene, firme y heroica, ha sufrido mucho, y yo también porque... ya puedes suponer mi dificilísima situación. Yo no podía coger a José María por un brazo y ponerlo en la calle. Le debo favores... es como de la familia. Te digo que hemos pasado la pena negra. Irenilla le ponía cara de hereje; últimamente hasta le insultaba. No sabes; tiene un genio de lo más atroz... En cuanto a los regalos, allí están todos tirados. Algunos se han roto. Por cierto que por empeño de José María... es tan pesado... se han traído algunas cosas, que vendrán a cobrar, y...».

La miraba, la observaba con verdadero placer, cosa que parecerá imposible, pero que es verdad. Era yo como el naturalista que de improviso se encuentra, entre las hojarascas que pisa, con un desconocido tipo o especie de reptil, con feísimo coleóptero o baboso y repugnante molusco. Poco afectado por la mala traza del hallazgo, no piensa más que en lo extraño del animalejo, se regocija viendo las ondulaciones que hace en el fango, o las materias fétidas que suelta o los agudos rejos con que amenaza, y no sólo se complace en esto, sino en considerar la sorpresa de los demás sabios cuando él les muestre su descubrimiento. Así observaba yo a doña Cándida, con interés de psicólogo, y antes de horrorizarme de sus ondulaciones, rejos, antenas, babas, elictros, zancas, me asombraba del infinito poder, de la inagotable fecundidad de la Naturaleza. No sé si en esta crisis de admiración moví la mano con algo de instinto protector hacia mis bolsillos, porque la célebre papada se estremeció mucho, anunciando una fuerte emisión de risa. La señora, con buenísimo humor, me dijo:

«Hombre, no seas tonto... Pues qué, ¿creías que te iba a pedir dinero?... ¡Ay qué gracioso!... No, tranquilízate. Que te vuelva el alma al cuerpo. No estamos ahora en ese caso. Es verdad que José María me debe un piquillo...».

Al oír que mi hermano le debía un piquillo... vamos, no rompí a reír con gana porque mi espíritu se hallaba en el estado más congojoso del mundo. Pero me hizo tanta gracia, que me reí un poco. Era motivo para alegrar un cementerio o para hacer bailar a un carro fúnebre.

«Pues es preciso que le pague a usted... no faltaba más».

-Hombre, no; no quiero cuestiones. Ya sabes que tratándose de los de la familia... Estoy acostumbrada a sacrificarme... No hablemos de eso. Además, no me hace falta por ahora. Sólo en el caso de que esa siguiera enferma...

-Creo que esto pasará pronto -dije en voz alta; y para mis adentros:- Ya te siento zumbar, cínife.

-¿Estará buena mañana? ¡Dios lo quiera! ¡Pobre niña! Cuando pasaban dos, tres días y no venías a vernos, la observaba yo tan triste... Eso sí, en poniéndose a hablar de Máximo no acaba. Y a cualquiera se la doy yo. Un hombre como tú, una celebridad... y luego con tus cualidades eminentes. Eres el número uno de los hombres...

-¡Oh! Gracias... Que me sonrojo...

-Te digo la verdad. Cuando Irene sepa el interés que te has tomado por ella, se va a volver loca, loca en toda la extensión de la palabra.

-En toda la extensión de la palabra nada menos... Será una cosa atroz...

-A buen seguro que si hubieras sido tú el de los obsequios...

¡Oh!, no podía oír más. Le corté la palabra. Una de dos: o ella se callaba o yo le pegaba. Fue preciso conseguir lo primero, y para esto el mejor medio era alejarme de la esfera de acción de su papada y salir al aire libre. ¡Terrible cosa el desear salir y el desear y necesitar volver! Irene me atraía, Calígula me alejaba. En un solo punto estaban mi interés vivo y mi repugnancia más honda, mi Cielo y mi Purgatorio... Salí pensando en diversas cosas, todas a cuál más tristes; pasadas, presentes y futuras. Nunca había sentido en mi cabeza obstrucción semejante. Parecíame, usando un símil materialista, que las ideas no cabían en ella, y que se me salían por los ojos y los oídos. En este laberinto dominaba una evidencia muy desconsoladora, en la cual la verdad era luz que alumbraba mi espíritu y llama que me freía los sesos. Por primera vez en mi vida bendije la ilusión, indigna comedia del alma, que nos hace dichosos, y dije: «¡Bienaventurados los que padecen engaño de los sentidos o ceguera del entendimiento, porque ellos viven consolados!...». Aquella evidencia había venido en su momento histórico fatal, cual modificación de anteriores estados de espíritu; yo la veía proceder de mis suspicacias, como viene la espiga del tallo y el tallo de la simiente. Del mismo modo el árbol de la duda suele dar la flor de la certeza. ¡Flor negra, amargo fruto, destinado al maldecido paladar del hombre de estudio! Otra vez hay que decir que sea mil veces bienaventurado el rústico que crece como una caña y vive meciéndose en el seno blando de la mentira... Indaguemos. Naturaleza pródiga ha puesto dificultades y peligros en la averiguación de sus leyes, y de mil modos da a conocer que no le gusta ser investigada por el hombre. Parece que desea la ignorancia, y con ella la felicidad de sus hijos. Pero estos, es decir, los hombres se empeñan en saber más de la cuenta; han inventado el progreso, la filosofía, la experimentación, el arte y otros instrumentos malignos, con los cuales se han puesto a roturar el mundo, y de lo que era un cómodo Limbo, han hecho un Infierno de inquietudes y disputas... Por eso...

Iba yo muy engolfado en estas impuras filosofías pesimistas, impropias de mí, lo confieso, cuando tropecé... Fue como un choque violentísimo con duro y pesado objeto, choque puramente moral, pues no tuve contusión, ni mi cuerpo llegó a tocar a aquel otro, que era el de un hombre más joven que yo, más alto que yo, de partes, calidades y preeminencias físicas superiores de todo en todo a las mías. Quedeme parado ante él y él ante mí, sin hablarnos, ambos algo cohibidos. La conmoción del choque había sido en él tan grande como en mí... Y de pronto subió a mis labios, del corazón, no sé qué hiel más amarga que la amargura, y la escupí en estas palabras:

«¡Manuel...!, ¿a dónde vas por aquí?».

Le traspasé con miradas, me sentí dotado de una lucidez sobrehumana, comprendí todo lo que se dice de los taumaturgos y de los seres privilegiados, a quienes un conjunto de hechos y circunstancias da el privilegio de la adivinación. Leí a mi hombre de una ojeada, le leí como si fuera un cartel de los que estaban pegados en la próxima esquina.

Y él, vacilando como todo el que no está diestro en mentir, me contestó:

«Pues... precisamente... iba a casa de Miquis, a consultarle».

-¿Estás enfermo?

-La garganta... siempre la garganta.

-¿Con que la garganta...?

Le agarré un brazo con mi mano, que se me figuraba tenaza, y le dije:

-¡Farsa!, tú no ibas a consultar con Miquis. Esta no es hora de consulta.

-Pero como es amigo...

-¡Manuel, Manuel!...

Le atravesé de parte a parte otra vez con mis miradas. Después me ha contado que se quedó yerto. Ocurriome decirle una cosa que le desconcertó sobremanera, y fue esto:

«Bien, yo también soy amigo de Miquis; iremos juntos, te esperaré, y después que consultes, saldremos, porque tengo que hablarte».

-No... pero... bueno... en fin, si usted quiere... ¿Tanta prisa tiene?... vamos; no, no...