El amigo de la muerte/IV. Digresión que no hace al caso

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IV - Digresión que no hace al caso[editar]

Desde que Gil Gil salió de la hostería empezó a observar tal cambio en sí mismo y en la naturaleza toda, que, a no ir asido a un brazo tan robusto como el de la Muerte, indudablemente hubiera caído anonadado contra el suelo.

Y era que nuestro héroe sentía lo que no ha sentido ningún otro hombre ¡el doble movimiento de la Tierra alrededor del sol y en torno de su propio eje!

En cambio, no percibía el de su propio corazón.

Por lo demás, cualquiera que hubiese examinado a la esplendorosa luz de la luna el rostro del ex zapatero, habría echado de ver que la melancólica hermosura que siempre lo hizo admirable había subido de punto de una manera extraordinaria... Sus ojos, de un negro aterciopelado, reflejaban ya aquella paz misteriosa que reinaba en los de la personificación de la Muerte. Sus largos y sedosos cabellos, oscuros como las alas del cuervo, adornaban una fisonomía pálida como el alabastro de las tumbas, radiosa y opaca a un mismo tiempo, cual si dentro de aquel alabastro ardiese una luz funeral que se filtrara tenuemente por sus poros. Su gesto, su actitud, su ademán, todo él se había transfigurado, adquiriendo cierto aire monumental, eterno,

extraño a toda relación con la naturaleza, y que indudablemente, dondequiera que Gil se presentase, lo haría superior a las mujeres más insensibles, a los poderosos más soberbios, a los guerreros más esforzados.

Andaban y andaban los dos amigos hacia la Sierra, unas veces por el camino y otras fuera de él.

Siempre que pasaban por algún pueblo o caserío, lentas campanadas, vibrando en el espacio en son de agonía, anunciaban a nuestro joven que la Muerte no perdía su tiempo; que su brazo alcanzaba a todas partes, y que, no por sentirlo él sobre su corazón como una montaña de hielo, dejaba de cubrir de luto y de ruinas todo el haz de la dilatada Tierra.

Grandes y peregrinas cosas iba contándole la Muerte a su protegido.

Enemiga de la Historia, complacíase en hablar pestes acerca de su pretendida utilidad, y para demostrarlo presentaba los hechos tales como acontecieron y no como los guardan monumentos y cronicones.

Los abismos de lo pasado se entreabrían ante la absorta imaginación de Gil Gil, ofreciéndole revelaciones importantísimas sobre el destino de los imperios y de la humanidad entera, descubriéndole el gran misterio del origen de la vida y el no menos temeroso y grande del fin a que caminamos los mal llamados mortales, y haciéndole, por último, comprender a la luz de tan alta filosofía, las leyes que presiden al desenvolvimiento de la materia cósmica y a sus múltiples manifestaciones en esas formas efímeras y pasajeras que se llaman minerales, plantas, animales, astros, constelaciones, nebulosas y mundos.

La Fisiología, la Geología, la Química, la Botánica, todo se esclarecía a los ojos del ex zapatero, dándole a conocer los misteriosos resortes de la vida, del movimiento, de la reproducción, de la pasión, del sentimiento, de la idea, de la conciencia, de la reflexión, de la memoria y de la voluntad o el deseo.

¡Dios, sólo Dios, permanecía velado en el fondo de aquellos mares de luz!

¡Dios, sólo Dios, era ajeno a la vida y a la muerte; extraño a la solidaridad universal; único y superior en esencia; sólo como sustancia; independiente, libre y todopoderoso como acción! La Muerte no alcanzaba a envolver al Criador en su infinita sombra. ¡Sobre Él era! Su eternidad, su inmutabilidad, su impenetrabilidad, deslumbraron la vista de Gil Gil, el cual inclinó la cabeza, y adoró y creyó, quedando sumido en mayor ignorancia que antes de bajar a los abismos de la Muerte...