El amigo hasta la muerte/Acto III

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El amigo hasta la muerte
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto III

Acto III

Salen Felisardo, don Bernardo y Guzmán

FELISARDO:

  No tienes que persuadirme,
la palabra he dado a Otavio.

BERNARDO:

Haces a tu honor agravio.

FELISARDO:

Soy en mis palabras firme.
  Fuera deso, aunque muy noble,
don Sancho es pobre en estremo.

BERNARDO:

¿No eres tú rico?

FELISARDO:

Eso temo,
porque es en mi daño al doble.
  Que si tu amigo se casa
con don Ángela, es traer
la destruición que ha de ser
de mi hacienda y de mi casa.
  Deja esas caballerías,
que no en balde bien estoy
con tu hermana, a quien ya doy
crédito en las cosas mías.
  Federico ha de ser rico:
negocia… en fin, me parece.

BERNARDO:

¿Y con eso te ennoblece,
padre y señor, Federico?

FELISARDO:

  Bástame a mí ser hidalgo.
¿Qué me puedes tú aumentar
con don Sancho, que ha de dar
fin a cuanto soy y valgo?
  ¡Lindo consejo me has dado!
Aunque tu amor significa
que meta en mi casa rica
un yerno necesitado.
  Deja de ser caballero,
trata como yo.

BERNARDO:

Señor…

FELISARDO:

Déjame.

BERNARDO:

¡Bravo rigor!
Váyase Felisardo
Pero remediarlo espero.
  El gran Felipe Segundo
viene a Sevilla, Guzmán.
Casa apercibiendo están
a quien es pequeño el mundo.
  El gran Duque de Medina
Sidonia vino antiyer.

GUZMÁN:

Pues el Duque, ¿qué ha de hacer?

BERNARDO:

Quien ama siempre imagina.
  Y pues habemos venido
a ver el Alcázar, donde
a su valor corresponde
lo que tiene prevenido,
  déjamele hablar.

GUZMÁN:

Bien puedes.

BERNARDO:

Aunque no se persüade,
yo haré que don Sancho agrade
a mi padre.

GUZMÁN:

¿Cuando heredes?


Sale acompañamiento y el
Duque de Medina Sidonia,
y don Sancho entre los que le acompañan

DUQUE:

  Dicen que su Majestad
salió de Córdoba ayer.

GUZMÁN:

(Don Sancho le viene a ver.

BERNARDO:

Tiene mucha calidad,
  aunque es grande su pobreza.
Mas yo la remediaré.)
Vuestra Excelencia me dé
sus pies…

GUZMÁN:

(¡Qué amor!, ¡qué fineza!)

BERNARDO:

  Y licencia juntamente
para hablarle aparte.

DUQUE:

Aquí
nos retiremos.

BERNARDO:

De mí
no hay, señor, para qué intente
  haceros más relación
de que soy un hijodalgo,
que lo que en Sevilla valgo
merece mi condición.
  De Felisardo soy hijo,
hombre rico en tierra y mar,
por esto del negociar,
si ya la fama os lo dijo.
  Tengo un amigo. Éste es hombre
noble y pobre con estremo.
Quiero remediarle y temo
que su enemigo me nombre,
  porque es tanta su aspereza
que no me verá en su vida.
Yo, porque a mi amor no impida
el remediar su pobreza,
  he dado en un pensamiento,
y es que a vuestro tesorero
acudir cada año quiero
–si vos fuéredes contento–
  con dos mil ducados, que éstos
habéis de decir, señor,
que se los dais.

DUQUE:

¡Gran valor!

BERNARDO:

O los dejaré bien puestos,
  de suerte que sin que entienda
que más que vos se los dais,
merced a los dos hagáis
y él tenga bastante hacienda.

DUQUE:

  Vos sois un perfeto amigo.
Y yo lo quiero ser vuestro,
y para el concierto nuestro
todo lo que puedo obligo.
  Mas ¿cómo tengo de dar
dos mil ducados a un hombre,
que nunca supe su nombre?

BERNARDO:

Eso se ha de remediar
  con decir Vuestra Excelencia
que ha sabido que es pariente
suyo.

DUQUE:

¿Y es hombre decente?

BERNARDO:

Fuera loca impertinencia
  poneros en esto yo,
a no ser gran caballero.
Y que ayude el nombre espero.

DUQUE:

¿Dónde esta amistad se vio?

BERNARDO:

  Don Sancho Osorio y Guzmán
se llama.

DUQUE:

Bien puede ser
mi deudo. Quiérole ver.

BERNARDO:

De los que juntos están,
  es aquel pequeño y rojo.

DUQUE:

Llamalde, que alegre parte.

BERNARDO:

¡Don Sancho!

SANCHO:

¿Qué hay?

BERNARDO:

Oye aparte.

SANCHO:

¿Tenemos algún enojo
  sobre esto de gravedad?
¿Para qué el Duque me llama?

BERNARDO:

De tu virtud, nombre y fama
se informa por la ciudad.
  Que ha sabido por muy cierto
que eres su deudo cercano.
Yo le he dicho a todo, hermano,
las cosas que vivo y muerto
  digan los hombres de mí.
Díjome que te llamase.

SANCHO:

Como él de ti se informase,
bien seguro estoy de ti.

BERNARDO:

  Llega, bésale los pies.

SANCHO:

Deme los pies su Excelencia.

DUQUE:

¡Oh pariente! Tanta ausencia…
Fuera de Sevilla un mes
  para llegar a Sanlúcar.

SANCHO:

Que me enmudece creed,
gran señor, tanta merced.

BERNARDO:

(Hoy hago a Don Sancho un fúcar.)

DUQUE:

  Ya sé, primo, la razón
por que no me vais a ver,
pues los deudos suelen ser
buenos en toda ocasión.

SANCHO:

  ¿Quién tan bueno como vos
–siendo vos Guzmán el Bueno–
ni de más grandezas lleno?

DUQUE:

Hacienda, gracias a Dios,
  tenemos con que paséis.
Desta os doy seis mil ducados,
cada un año sitüados
adonde vos señaléis.
  Con estos, bien podéis ir
a vernos cuando queráis.

SANCHO:

Si vuestros pies no me dais,
la tierra quiero imprimir
  de mil besos de mi boca.

BERNARDO:

 (Oye una palabra.

DUQUE:

Di.

BERNARDO:

Confuso me has puesto aquí,
por ser tu memoria poca
  o ser tu grandeza mucha,
que dos mil te dije yo.

DUQUE:

Dos mil.

BERNARDO:

Sí, que seis mil no,
ni puedo darlos.

DUQUE:

Escucha.
  No fue olvido, sino ley
de una envidia generosa,
ver que intentas una cosa
digna de un príncipe o rey.
  Tú le darás los dos mil,
yo los cuatro le daré.

BERNARDO:

Aun responderte no sé,
mas si nacieras gentil,
  en tu imagen te adorara.

DUQUE:

Y yo en la de tu amistad.

BERNARDO:

Si en tu generosidad
poco mi alabanza para,
  es porque no nos entienda
don Sancho, que no querrá
la renta.)

DUQUE:

Yo tardo ya.

BERNARDO:

Ya tienes, don Sancho, hacienda.
  Doyte el parabién.

DUQUE:

Don Sancho

SANCHO:

Señor.

DUQUE:

A su Majestad,
en llegando a esta ciudad…

BERNARDO:

(Todo el corazón ensancho
  para que quepa el contento.)

DUQUE:

Un hábito para vos
le he de pedir.

SANCHO:

Guárdeos Dios,
y dé a vuestra casa augmento.


[Vase el Duque y su acompañamiento]

GUZMÁN:

  ¿Qué habéis tratado?

BERNARDO:

Hale dado
seis mil ducados de renta.

GUZMÁN:

¿Por qué?

BERNARDO:

Por pariente.

GUZMÁN:

Intenta
que conozca a tu crïado,
  pues ves que no tengo un pan.

BERNARDO:

Pues ¿qué te ha de dar a ti?

GUZMÁN:

¿No me llamo Guzmán?

BERNARDO:

Sí.

GUZMÁN:

¿Y él no se llama Guzmán?

BERNARDO:

  Sí, pero Grande nació.

GUZMÁN:

Que soy su pariente hallo,
por parte de aquel caballo
que se llama como yo.
  La razón está en la mano.

BERNARDO:

¿Cómo?

GUZMÁN:

El caballo es Guzmán.

BERNARDO:

Bien.

GUZMÁN:

Dístele, por galán,
a don Sancho.

BERNARDO:

Todo es llano.

GUZMÁN:

  Don Sancho, de andar sobre él,
también Guzmán se llamó,
y el Duque renta le dio,
luego empariento con él.
  Que yo al caballo, el caballo
a Sancho, y Sancho al Guzmán,
por línea derecha van
y en cuarto grado le hallo.

BERNARDO:

  A perderse la locura,
se hallaría en tu cabeza.
Vaya fuera la tristeza,
pues Ángela está segura
  para don Sancho Guzmán,
teniendo seis mil ducados
de renta.

GUZMÁN:

Bien empleados,
y en ti mil mundos lo están.
  ¡Qué amigo, tú!

BERNARDO:

No lo dudes,
hasta la muerte seré.

GUZMÁN:

¿Que nunca un amigo hallé,
de tus heroicas virtudes?
  Nunca nadie me prestó
ni me ha guardado lealtad.

BERNARDO:

¿Nunca tuviste amistad?

GUZMÁN:

Cierto amigo tuve yo
  que con mi fregona hablaba,
y un hijo que nos hallamos
a tres quínolas echamos
cuál de los dos le llevaba.


Vanse, y sale Julia, y don Ángela

JULIA:

  No respondo a tu papel
por letra, sino en persona.

ÁNGELA:

Que te escribiese, perdona,
y no fuese en lugar dél,
  que habiéndose declarado
lo que don Sancho intentó
la ofendida he sido yo.

JULIA:

Ya le tendrás perdonado,
  pues sabes la obligación
en que a don Bernardo está.

ÁNGELA:

Sola esa disculpa da
de la pasada invención.
  Porque haberle dicho a Otavio
que se casase conmigo
porque él lo estaba contigo,
era, de tu honor, agravio;
  ingratitud para mí;
y a don Bernardo, traición.

JULIA:

Finezas de amigo son,
que quieren pagarse ansí.

ÁNGELA:

  Cuando miro que Bernardo
quedó cautivo por él,
de ser conmigo crüel,
sola esta disculpa aguardo.

JULIA:

  Yo le estoy agradecida
pues, aunque me hizo agravio,
estorbó que el necio Otavio
tiranizase mi vida.
  Mas ¿cómo te va con él?
¿Hácese ya el casamiento?

ÁNGELA:

No me le nombres, que siento
pena y tormento crüel.
  Antes que en aquellos brazos
me vea…

JULIA:

No jures más.

ÁNGELA:

En el lugar donde estás,
me haga un rayo pedazos.
Sale Federico

FEDERICO:

  (Ángela, quejoso estoy
de que, estando Julia aquí,
no me dieras parte a mí.

ÁNGELA:

Nunca del alma la doy.

FEDERICO:

  Si del alma no la das,
¿qué amistad haces a quien,
por sangre, te quiere bien
y por amistades, más?
  Duélete, hermana, de mí.
Háblala, dile mis celos.

ÁNGELA:

Mejor me guarden los cielos,
que yo le ruegue por ti.
  ¿Y tú no ves que es locura,
queriendo bien a mi hermano?

FEDERICO:

Tiene imperio, tan tirano,
de las almas la hermosura
  que no me ha dado lugar
a que le guarde respeto.
Háblala, que te prometo…

ÁNGELA:

¿En qué la tengo de hablar?
  ¿Téngole yo de decir
que a don Bernardo aborrezca
y que te quiera?

FEDERICO:

Merezca
sola una palabra oír
  de aquella graciosa boca.

ÁNGELA:

Terceros son para ausencia,
que negociar en presencia
al mismo amante le toca.

FEDERICO:

  En la mesa del señor,
Ángela, ponen un ave,
y allí la corta el que sabe
con mucha gala y primor.
  A ti, pues, ¿por qué te pesa
–pues nadie tu ingenio iguala–
ser del amor maestresala,
ya que está el ave en la mesa?

ÁNGELA:

  Córtala tú, pues te dio
la ocasión por quien lo estuvo,
que nunca quien hambre tuvo
al maestresala aguardó.
  Vesla allí, dile tu mal.)

FEDERICO:

Temblando llego.

JULIA:

¿Qué quieres?

FEDERICO:

Saber, ingrata, si eres
piedra o mujer celestial.

JULIA:

  ¿Cómo lo quieres saber?

FEDERICO:

Tocándote.

JULIA:

No seas loco.

FEDERICO:

Pues si esta vez no te toco,
ni eres piedra ni mujer.

JULIA:

  Todo lo soy.

FEDERICO:

¿Cómo ansí?

JULIA:

Libre, decírtelo aguardo.
Mujer soy para Bernardo
y piedra soy para ti.

FEDERICO:

  Y aun piedra de rayo fuiste
en esa resolución,
mas ten de mí compasión,
que me has de matar de triste.
  No me quieras, mas consiente
que, por sangre de mi hermano,
te toque sola una mano.

ÁNGELA:

Mi padre viene.

JULIA:

¡Detente!
Sale Felisardo

FELISARDO:

  Huélgome de su bien como del mío.

ÁNGELA:

¿De qué vienes alegre?

FELISARDO:

De que el Duque,
el Guzmán generoso de Medina,
el Bueno por grandeza y excelencia,
ha dado al buen don Sancho –al grande amigo
de Bernardo, tu hermano–, como a deudo,
seis mil ducados que de renta coma;
en tanto que le hace otras mercedes
y promete pedir, para él, un hábito
luego que el gran Monarca de dos mundos
entre en Sevilla, que le espera alegre.

ÁNGELA:

Huélgome de su bien, porque a don Sancho
eso faltaba sólo.

JULIA:

Y yo me huelgo
por lo que le estimáis en esta casa.

FEDERICO:

No es menos que de todos mi alegría,
por lo que desto ha de tener mi hermano.

FELISARDO:

(Estoy arrepentido, Federico,
de no le haber casado con don Ángela.

FEDERICO:

A tiempo estás agora.

FELISARDO:

Agora creo
que se querrá estimar.

FEDERICO:

Don Sancho estima
sólo a Benardo.

FELISARDO:

Pues tratarlo pienso.
Cansado deste Otavio, o otavario,
que nunca acaba de salir de fiestas,
sin conclusión de cosa que procure.)


Sale Leonor

LEONOR:

Tu coche y tus crïados han llegado.

JULIA:

Irme será razón, que es ya de noche.

FELISARDO:

Yo, como viejo, haré esta vez oficio
de escudero.

ÁNGELA:

Vos sois mi señor.

JULIA:

Ángela,
a Dios, hasta mañana.

ÁNGELA:

Si allá vieres
a Bernardo, dirás que agora es tiempo
de que don Sancho lo que debe, pague.

FELISARDO:

Ven, Federico.

FEDERICO:

(Iré siguiendo el alma,
que me llevan los ojos celestiales
desta mujer, que dice que es de piedra;
pues piedras hay que abraza verde hiedra.)


[Vanse Leonor, Julia, Felisardo y Federico]

ÁNGELA:

  Esperanza del bien que me entretiene,
¿qué me decís? ¿Tendréis agora efeto?
En nombre de tu amor te lo prometo,
que más se estima cuando tarde viene.
Alma, ¿qué quieres? ¿que descanse o pene?
Descansa y pena, corazón inquieto.
Pues ¿cómo han de caber en un sujeto?
Porque el cielo de amor infierno tiene.
Como oráculo, amor, sentidos junta;
tiene su voz entendimiento vario;
donde promete el bien, el mal apunta.
Astrólogo es amor y judiciario,
que quien quiere saber lo que pregunta,
de lo que dice, espera lo contrario.


Váyase, y entren don Bernardo
y don Sancho en hábito de noche y Guzmán

BERNARDO:

  Han hecho las amistades,
y ya las dos enemigas
son desde esta tarde amigas.

SANCHO:

¿Cómo estáis de voluntades
  Julia y tú?

BERNARDO:

Sospechas tiene
que no le trato verdad,
porque, de nuestra amistad,
a estar tan celosa viene
  que no lo estuviera tanto
de las damas de Sevilla.

SANCHO:

Quiere bien, no es maravilla.

BERNARDO:

De lo que sufre me espanto.
  ¿Dónde quieres que pasemos,
mientras viene Julia, un rato?

GUZMÁN:

No está lejos un retrato
de sus melindres y estremos,
  pero tiene ocupación
de un cierto diestro en bigotes.

BERNARDO:

Nunca donde hay marquesotes
procuro conversación.

GUZMÁN:

  Al salir de la alameda
vive una dama bizarra,
mas toca tantico en Sarra,
aunque lo cubre de seda.
  Un preso habrá cuatro días
envió a esta dama un papel
y suplicábale en él,
con ruegos y cortesías
  –porque temía los daños
de confesar en un fuerte
tormento–, que de qué suerte
negaba siempre sus años.

SANCHO:

  El preso anduvo discreto,
que no hay tan fuerte negar.

BERNARDO:

Bien puede disimular,
si lo permite el sujeto,
  una mujer cuatro o seis
años en llegando a treinta.

GUZMÁN:

Yo conozco unos cincuenta
negar…

BERNARDO:

¿Cuántos?

GUZMÁN:

Veintiséis.

BERNARDO:

  ¡Válame Dios!

GUZMÁN:

¿Que te espantas?

BERNARDO:

Bestia, ¿no me he de espantar?
¿Veintiséis puede negar?

GUZMÁN:

Pues de sabandijas tantas,
  de afeites, mudas y enrubios,
la gala, ropa y basquiña,
¿es mucho se haga niña
entre mozos boquirubios?

SANCHO:

  Por esos perecen ellas.
¿Sabes otra cosa?

GUZMÁN:

Sí,
pero paréceme a mí
que os cansaran dos doncellas.

BERNARDO:

  ¡Qué traza!

GUZMÁN:

Un eterno hablar.

BERNARDO:

Gentil dolor de cabeza.

SANCHO:

¿Juegan del vocablo?

GUZMÁN:

Es pieza
que las enseña a jugar,
  pero fuera desto cantan
poéticas necedades.

SANCHO:

¿Cantan?

GUZMÁN:

Sí, mas son abades
que, de lo que cantan, yantan.

BERNARDO:

  ¿Hay romancito y pastor,
sentado junto a una fuente?

GUZMÁN:

Y su estribo diferente
desto de celos y amor.

BERNARDO:

  Ve, por tu vida, Guzmán,
que ya Julia habrá venido.
Entra a su cuadra atrevido
pues tan bien contigo están.
  Y dile que estoy aquí,
que se ponga en esa reja.

GUZMÁN:

Yo voy, aunque está con queja
de tu don Sancho y de ti.
  (En hablando a Julia hermosa,
con mi fregona me zampo,
que habemos partido el campo
con una cena famosa.
  Hay ostión frito en la concha
que huele como ámbar gris,
y vinazo de Alanís
que alza dos dedos de roncha.
  Tiénela cierto piloto
que anda agora en la carrera,
mientras yo… mas ya me espera,
que un gusto a lo dulce y roto
  vale más que gravedades,
porque un amor socarrón
es divino salpicón
de perdices voluntades.)


Váyase y sale Federico-

FEDERICO:

  (Siguiendo el coche he venido,
de Julia. Ya está en su casa,
nube del rayo que abrasa
el centro de mi sentido.
  Hame muerto su desdén,
no me deja sosegar.
¡Ay rejas! Dadme lugar,
aunque sois hierros también,
  para que de noche bese
adonde ha puesto su mano.
Aunque a mi dichoso hermano
de que os ablandéis le pese.)

BERNARDO:

  (¿Qué hombre, Sancho, es aquel?

SANCHO:

No le conozco.

BERNARDO:

Repara
en que a las rejas se para.

SANCHO:

Parece a Otavio.

BERNARDO:

¿Si es él…?)
Julia en alto

JULIA:

  Aquí me ha dicho Guzmán
que don Bernardo me espera.

FEDERICO:

Ruido siento en la esfera
donde sol y luna están.

JULIA:

  ¿Es don Bernardo?

FEDERICO:

(Diré
que soy don Bernardo) Sí.

BERNARDO:

 (Julia está con él allí.
¡Muerto soy! Sancho, ¿qué haré?

SANCHO:

  Quisiera saber quién era.

BERNARDO:

Yo iré a saberlo.

SANCHO:

Detente,
porque a Julia es más decente
que yo vaya. Aquí me espera.

BERNARDO:

  Parte con gran discreción.)

SANCHO:

¿Quién va?

FEDERICO:

¿Quién le mete en eso?

SANCHO:

Yo, que puedo.

FEDERICO:

Es mucho exceso.

JULIA:

Señores, no haya quistión
  a esta puerta, por mi vida;
que, si la ocasión he dado,
con entrarme es acabado.


-Quítese-

SANCHO:

No puede en este balcón
  hablar nadie.

FEDERICO:

Pues yo puedo.
Y ha sido gran necedad
dejarme con libertad
de la manera que quedo.

SANCHO:

  ¡Vos sois el necio!

FEDERICO:

¡Mentís!

SANCHO:

¡Así respondo a villanos!

FEDERICO:

¿Luego yo no tengo manos?

SANCHO:

Pues haced como decís.
Caiga Federico

FEDERICO:

  Muerto soy.

BERNARDO:

Fuera, ¿qué es esto?

SANCHO:

Maté el hombre.

BERNARDO:

¡Pesia tal!

SANCHO:

¿Hice mal?

BERNARDO:

No hicistes mal.
Ello fue bien hecho, y presto.

SANCHO:

  Quedaos a mirar quién es,
mientras me voy a la torre.

BERNARDO:

Pues presto, don Sancho, corre.

SANCHO:

Como manos, tengo pies.
Váyase don Sancho

BERNARDO:

  ¡Ah, caballero!, ¡ah, señor!

FEDERICO:

Confesión, esto os suplico.

BERNARDO:

La voz es de Federico.

FEDERICO:

Yo soy.

BERNARDO:

¡Qué estraño dolor!,
  ¡Ah, querido hermano mío!

FEDERICO:

¿Es Bernardo?

BERNARDO:

Sí.

FEDERICO:

Yo muero.

BERNARDO:

Dios te socorra, que espero…

FEDERICO:

Bernardo, el alma te fío.
  Abrázame y haz por ella
lo que pudieres… A Dios.

BERNARDO:

¡Ay si salieran las dos!,
pero quiero detenella,
  porque no salga también
la de Sancho que, en la mía,
tuve desde el triste día
que he dado en quererle bien.
  Mi hermano es muerto. Y le ha muerto
Sancho, mi mayor amigo.
¡Cielos!, ¿qué haré?, pues me obligo
por amor a un desconcierto.
  Mas no quiero detenerme.
Quiero en los brazos llevalle
que, de hallarlo en esta calle,
puede otro mal sucederme.
  Ved qué carga llevo aquí,
y sin poderla vengar.
Aun no me puedo quejar,
Sancho le ha muerto por mí.
  ¡Oh, hermano, qué triste empresa!
¿Quién pensara que pesar
pudieras? Pero un pesar
pesa en el alma a quien pesa.
  Tú, más cortés, a lo menos
de tu nobleza, me adviertes
que toda la sangre viertes
para solo pesar menos.
  Yo tuve –en fin– un amigo,
hermano, que te mató,
y por mi desdicha yo
fui de tu muerte testigo.
  Pluguiera a Dios que jamás
de cautiverio saliera
para que ocasión no diera
a la desdicha en que estás.
  ¡Triste de mí!, que la calle
viene ocupando gran gente.
Sale la justicia y gente con linternas

ALGUACIL:

Téngase al señor Tiniente.

TINIENTE:

¿Quién va?

ALGUACIL:

Un hombre de mal talle.

BERNARDO:

  No es de mal talle el que va,
mas está mal entallado,
porque a otro hombre se ha juntado
que pienso que muerto está.
  Y no hay muerto con buen talle.

ALGUACIL:

Un difunto trae a cuestas.

TINIENTE:

Bien quien eres manifiestas.

BERNARDO:

Aquí le hallé en esta calle.

TINIENTE:

  Habrale muerto el ladrón
y llévale a desnudar.

BERNARDO:

Merced me hacéis en quitar
a mi padre la ocasión
  de tanta pena, si entrara
con un hijo muerto un vivo.

TINIENTE:

Notable pena recibo,
hombre, en mirarte la cara.
  Por quién eres te pregunto.

BERNARDO:

Estaré disfigurado,
porque pienso que he trocado
mi rostro con el difunto.
  Soy don Bernardo de Chaves,
que no lejos de aquí agora
hablando a cierta señora
–cuya calidad no sabes–
  a Federico, mi hermano,
en sus mismas rejas vi,
a quien hoy por celos di
muerte con mi propia mano.

TINIENTE:

  ¡Estraño caso!

BERNARDO:

Esto pasa.

TINIENTE:

Mucho me pesa. Mostrad
esa casa.

BERNARDO:

Perdonad,
que es muy honrada la casa.
  Por yerro muerte le di,
que ser otro imaginé.

TINIENTE:

Allá lo diréis.

BERNARDO:

Yo sé
que no lo sabréis de mí.

TINIENTE:

  Caminad con él.

BERNARDO:

(Advierte,
don Sancho, a cuánto me obligo,
pues hoy he de ser tu amigo
no menos que hasta la muerte.)


Llévenle y diga don Sancho

SANCHO:

  Con aquel notable amor
que a don Bernardo he tenido
a la justicia he seguido,
pero con algún temor.
  Lejos estuve mirando
que a don Bernardo llegó
y, a lo que me pareció,
les iba el caso contando.
  ¡Válgame Dios! ¿si dirá,
que yo la muerte le di?
Pero el dolor ¡ay de mí!
bastante ocasión le da.
  ¿Que no lo mirara bien…?
¡Ah, cólera ciega errada!
¡Maldita seas, espada,
fuera de la Cruz, amén!
  Helo aquí todo perdido:
del Duque, seis mil ducados,
el deudo y favor hallados
por milagro en tanto olvido;
  de aquel ángel, la hermosura,
que por esposa tuviera,
con que al estremo subiera
de perfección mi ventura;
  sobre todo, la amistad
del hombre que más la muestra,
que se ha visto en la edad nuestra
y escrito la antigua edad.
  ¿Si sabrán algo en su casa,
de Julia? Gente ha salido.


Salen Otavio y Ricardo

OTAVIO:

¿No habéis sentido el rüido?

RICARDO:

Ya sé todo lo que pasa
  y sospecho que mi honor,
Otavio, lo pasa mal.

OTAVIO:

Es el vulgo desigual.
Con razón tenéis temor.

RICARDO:

  ¡Que don Bernardo matase
su propio hermano de celos!

SANCHO:

(¿Qué es esto que dicen? ¡Cielos!)

RICARDO:

¿Que tanto amor le cegase?
  ¡Ay, Otavio!, pues que ya
la hermana de don Bernardo
da, a don Sancho, Felisardo
después que tan rico está,
  casaos vos con Julia, a efecto
de que, hallándola casada
–pues en esto no es culpada–
quede el agravio secreto.
  Andemos todos de boda,
disimúlese el dolor.

OTAVIO:

Ricardo, si con mi honor
hoy el vuestro se acomoda,
  veisme aquí, puesto que siento
verme de una en otra casa,
que mi casamiento pasa
como pelota de viento.
  La calle se ha sosegado.
Adentro, Ricardo, entremos,
donde en secreto tratemos
si soy o no soy casado,
  que tengo tanto escarmiento
que, aunque se acabe de hacer,
sospecho que no he de ver
firmeza en mi casamiento.

SANCHO:

  (Hacer quiero que pasaba
acaso por esta puerta.)
Señores, ¿es cosa cierta
esto que dicen que acaba
  de suceder por la hija
de Ricardo?

OTAVIO:

Bueno es esto.

RICARDO:

¡Que se murmure tan presto!

SANCHO:

Si sois parte, no os aflija,
  que no dicen que es culpada.
Pero… ¿quién fue el matador?

RICARDO:

El que han hallado, señor,
desnuda la blanca espada
  y, en los hombros, al difunto.
Don Bernardo dicen que es.

SANCHO:

Sí, mas si llegó después,
no era mucho hallarle junto.

RICARDO:

  No, siendo el muerto su hermano.
Pero a voces va diciendo
que él le ha muerto.

SANCHO:

No lo entiendo.

RICARDO:

Es el suceso inhumano.
  Vamos, Otavio, de aquí.

OTAVIO:

Caballero, a Dios.

SANCHO:

A Dios.

RICARDO:

Tratemos esto los dos.

OTAVIO:

Ya os dije una vez que sí.


Váyanse Ricardo y Otavio

SANCHO:

  De un hermano tan noble y tan gallardo
¿no bastaba la muerte perdonarme,
que a voces va diciendo don Bernardo
que ha muerto a Federico por librarme?
Si se dejó prender, ¿qué me acobardo?
¿Qué le queda que hacer?, ¿qué puede darme
más que su vida en ocasión tan fuerte?
Este sí que es amigo hasta la muerte.
  Pues ¿sufriré que diga que le ha muerto?
Si éstos dicen verdad, que él se ha culpado…
¿Y que un amigo verdadero y cierto
muera por mí de tal fineza honrado?
Aunque parezca a todos desconcierto,
a confesar estoy determinado
que le maté, librando desta suerte
de la muerte al amigo hasta la muerte.
  Iré, Sevilla. Iré diciendo a voces
que he muerto a Federico. ¡Ea, Felisardo!,
aquestas manos bárbaras, feroces,
dieron muerte a tu hijo, y no Bernardo.
Don Sancho Osorio soy, ¿no me conoces?
Julia, Otavio, don Ángela, Ricardo…
¡Yo he muerto a Federico! Así se entienda.
¡Yo he muerto a Federico! ¿Hay quién me prenda?


Sale don Bernardo, preso

BERNARDO:

  Éste es el punto a que llegar desea
el que se precia de perfeto amigo,
pues a morir por su ocasión me obligo,
que ya pluguiese a Dios que verdad sea.
¿Quién hay que en este punto un hombre vea
sujeto a las prisiones y al castigo,
y a un padre airado, con razón, conmigo
que la verdad de mis finezas crea?
Mi voluntad te he dado, conocida
en que por ti jamás estuvo en calma;
también te di la libertad perdida.
Bien merezco, de amigo, lauro y palma,
pues que, cristiano, te daré la vida
y, si fuera gentil, te diera el alma.
Sale el alcaide y Guzmán

ALCAIDE:

  Entra pues, picarón, y no te entones.

GUZMÁN:

Poquito a poquito, señor alcaide,
que todos somos hombres.

ALCAIDE:

¿Aun replica?
¿quiere que haga que le den docientos?

GUZMÁN:

Pues si jugamos cientos, ¿qué se espanta
que replique y que pique hasta capote?

ALCAIDE:

¿Quiere que le aposente donde pase
espantosa culebra?

GUZMÁN:

Ya es de día,
y no quiero aposentos con culebras.
¿Oye, señor Alcaide?

ALCAIDE:

¿Qué me quieres?

GUZMÁN:

Que trate esa mujer, porque es honrada,
como a prenda de un hombre que algún día…

ALCAIDE:

Oiga el belitre

GUZMÁN:

(¡Cielos! ¿qué es aquesto?
¿No es éste don Bernardo? Él es sin duda.
¿Don Bernardo en la cárcel con prisiones?)
¡Ah, señor! ¡Ah, señor! ¡Qué gran tristeza!
Aun no vuelve a mirarme la cabeza.
¡Ah, señor don Bernardo!

BERNARDO:

¿Quién me llama?

GUZMÁN:

Un racionero de tu casa, un hombre
que se espanta de verte en este puesto.

BERNARDO:

¡Ay, Guzmán!, ¿cómo vienes desa suerte?
¿prendiéronte por cómplice en la muerte?

GUZMÁN:

¿Cuál muerte? ¡Oh, calabaza! En dando anoche
a Julia tu recado, fui Leandro
de cierta pescadora que, sin lumbre,
en la torre de Sesto me esperaba.
Cené y brindé por tu salud, contento,
incitado de almejas temerarias,
pero apenas sonaba espanta albures
–ya sabes que es campana de las Cuevas–
cuando llamando un envarado destos
con seis esbirros, nos metió en la cárcel.

BERNARDO:

¡Así fueran mis males!

GUZMÁN:

Pues ¿qué tienes?
¿Anduvo la destreza de Carranza?
¿Fue por la general o por qué línea?

BERNARDO:

Guzmán, yo he muerto a Federico.

GUZMÁN:

¡Tente,
por Dios, que los cabellos como en hilos
de alambre me conviertes!

BERNARDO:

Yo le he muerto.

GUZMÁN:

¿Por Julia?

BERNARDO:

Sí.

GUZMÁN:

¡Qué estraño desconcierto!
Sale Felisardo

FELISARDO:

  Si no fuera porque ya
hará el verdugo este oficio,
diera mi valor indicio,
aunque tan caduco está.
Mas porque mejor será
que mueras públicamente,
a vista de tanta gente
como engrandece a Sevilla,
es de mi amor maravilla
que dejarte vivo intente.
  Aquél que la ley compuso
que, al adúltero, sacasen
los ojos porque pagasen
el peligro en que los puso,
no estuvo mucho confuso
cuando al hijo propio halló,
pues un ojo le sacó
por no le cegar allí,
y sacose el otro a sí,
con que la ley se cumplió.
  Manda la ley del amor
que me saquen los dos ojos
para pagar los enojos
que me ha dado tu rigor.
Fue el primero –¡qué dolor!–
Federico, y así ruego
que te maten porque luego,
por fin de mis regocijos,
pues también son ojos hijos,
quede, sin mis hijos, ciego.

FELISARDO:

  No sé qué te diga, en fin,
de una muerte tan cruel,
que temo que pida Abel
la maldición de Caín.
Tú diste a mi vida fin
cuando, porque hacienda hallaste,
ser caballero intentaste.
Pues, corriendo sin saber,
por mirar una mujer
a tu hermano atropellaste.
  ¿Quién me podrá consolar
de que mueras con deshonra?
Que un hijo muerto con honra
poco deja que llorar.
El dolor me ha de matar
pues, cuando menos me apura
por templar mi desventura,
y a ver a mis hijos vengo:
el uno en la cárcel tengo,
y el otro en la sepultura.


Salen el alcaide
y criados y don Sancho

SANCHO:

  Yo digo en esto verdad.

ALCAIDE:

Mirad, señor, que estáis loco.
No digáis que le habéis muerto.

SANCHO:

Pues ¿qué os va en esto a vosotros?

ALCAIDE:

Ver que os condenáis sin culpa.

SANCHO:

¿Sin culpa? A deciros torno
que yo he muerto a Federico
por doña Julia, celoso.

FELISARDO:

¿Qué es esto, alcaide?

ALCAIDE:

Que viene
sin seso don Sancho.

FELISARDO:

¿Cómo?

ALCAIDE:

Diciendo que fue homicida
de Federico.

SANCHO:

Y que pongo
por testigo al cielo…

FELISARDO:

¿Al cielo?

SANCHO:

Diga el manto que en los hombros
la escura noche tenía
lleno de diamantes todos,
y digan siete testigos
que en su carro luminoso
llevaba el Norte al Oriente
donde estaba ausente Apolo,
diga Marte que reinaba
opuesto al planeta hermoso,
y cuantas claras estrellas
caminan de polo a polo,
si le di muerte a la puerta
de Julia.

FELISARDO:

¡Caso espantoso!

BERNARDO:

Piensas, don Sancho, engañado,
que el librarte de los moros,
el haberte dado hacienda
y otras cosas que no toco
por no afrentar mis deseos
pagas con estos tesoros
de generosa piedad,
diciendo a voces que solo
diste muerte a Federico.
¿Pues no conoces que todos
echan de ver que pretendes
mostrarte amigo piadoso
y, para librarme a mí,
levantarte un testimonio?
¿No sabes tú que yo he muerto
a Federico?

SANCHO:

Respondo
que es lo mismo que tú mismo
has hecho. Y que estoy quejoso,
de que des muerte a tu padre
y, a toda Sevilla, asombro
por ser piadoso conmigo,
pues es caso tan notorio
haber yo muerto a tu hermano.

BERNARDO:

Tan grande cólera tomo
de oírte decir locuras
que desde aquí me dispongo
a confesar mi delito.

SANCHO:

¿Qué delito, o de qué modo?
Pues sabes tú claramente
–y aun viste el acero rojo–
que yo soy el homicida.

BERNARDO:

Habla y cánsate, envidioso
de ver cuán perfecto amigo
hasta la muerte me nombro,
que, pues a mi muerto hermano
–pudiendo ponerme en cobro,
por no negar mi delito–
me halló la justicia al hombro.
A mí me han de castigar.

SANCHO:

No sé cómo me reporto
oyendo tus desatinos.

BERNARDO:

Don Sancho, si eres Osorio,
yo soy Chaves y Cervantes.

FELISARDO:

Hijo, repórtate un poco,
que, si no has muerto a tu hermano,
serás de amistades monstruo,
quitándome a mí la vida,
que soy tu padre y te adoro;
pues ya muerto Federico
vienes a dejarme solo.

BERNARDO:

Padre, si yo conociera
en el confuso alboroto
de su arrogancia y mis celos
a mi hermano, cauteloso
volviera a envainar la espada.
Mudó la color el rostro
y la cólera, la voz.
Y así, de mis golpes roto,
por el desarmado pecho
entró el acero furioso.

SANCHO:

Felisardo, no lo creas,
que aunque son mudos y sordos
los testigos de la noche,
el cielo es Argos celoso
que para mirar el mundo
hace las estrellas ojos.
Si no he muerto a Federico,
aunque después le conozco,
aquí me trague la tierra.

FELISARDO:

De afligido y temeroso,
mis canas, don Sancho, arranco;
mi autoridad descompongo…
Parte al Duque de Medina,
Guzmán, parte presuroso,
y cuéntale mi desdicha.

GUZMÁN:

Aunque recibas enojo,
sabe señor que estoy preso
y que yo fuera el dichoso.

FELISARDO:

¿Por cómplice en este caso?

GUZMÁN:

No, señor, sino por otro.

FELISARDO:

¿Por otro, Guzmán? ¿Qué has hecho?

GUZMÁN:

Andaba cierto alboroto
en una casa de un muerto
–que, en años sesenta y ocho,
vivía de hacer mohatras,
usuras, cambios y logros–
y, para quitar el miedo
a una niña, de retorno
llevé una noche a guardalla
estoque y broquel de corcho.
Y porque cantaba letras,
no falta un Vellido Dolfos
que dice que entré en su casa
a templalle el clavicordio.

FELISARDO:

En escuelas de tal amo,
¿qué pudo aprender tal mozo?
Yo te haré dar cien azotes.

GUZMÁN:

Aderézame esos hongos.

FELISARDO:

A hablar al Duque me parto.
Tú, hijo, mientras negocio,
ten lastima de mis canas.

BERNARDO:

Señor, aunque reconozco
mi obligación, la verdad
me fuerza.

FELISARDO:

No te perdono
el dolor en que me pones.


Váyase Felisardo

SANCHO:

¡Que tan fiero y riguroso
procedas con quien te ha dado
la vida!

BERNARDO:

Yo sé que abono
aquél nombre que tú sabes,
pues a morir me dispongo.

SANCHO:

No saldrás con lo que intentas,
que yo he traído en un pomo
veneno para matarme.

BERNARDO:

Mira que cristianos somos.

SANCHO:

Míralo tú.

BERNARDO:

Ya lo miro,
pero no hay poner estorbo
cuando veo que tu amigo
hasta la muerte me nombro.


Vanse todos y quede Guzmán

GUZMÁN:

  Si se usaran amigos desta suerte,
no hubiera entre los hombres tantos males,
que, por usarse amigos desleales,
no hay lazo de amistad seguro y fuerte.
El hierro en oro nuestra edad convierte
por el valor de dos amigos tales,
pues quieren ser en la lealtad iguales,
pagándose el amor hasta la muerte.
Sirena es la amistad que mata y llora,
el amigo más cándido murmura,
la fama quita y el honor desdora.
Prestar y confïar es gran locura,
que en amigotes de los que hay agora,
ni deuda ni mujer está segura.


Sale un escribano

ESCRIBANO:

  ¿Quién es aquí Guzmán?

GUZMÁN:

Yo soy el mismo.

ESCRIBANO:

Pagando dos ducados salga luego,
mas mire que debajo de tejado
no se junte, so pena de cuarenta.

GUZMÁN:

Y si, como los gatos por enero,
encima del tejado me juntase,
¿deberé los cuarenta? ¡Oh, si por dicha
patio, corral o huerto me valiese…!

ESCRIBANO:

Agora salga y allá fuera puede
informarse, en materia de tejados,
de quien le pareciere que lo entiende.

GUZMÁN:

Saldré de aqueste mapa de embelecos
a la luz de la calle.
Sale otro escribano

ESCRIBANO:

Escuche un poco,
¿no sé se llama Guzmán?

GUZMÁN:

Guzmán me llamo.

ESCRIBANO:

Pues mire que al alcaide notifico
que le embargo.

GUZMÁN:

¿Por qué?

ESCRIBANO:

Por una muerte.

GUZMÁN:

¿Yo, muerte?

ESCRIBANO:

Sí.

GUZMÁN:

¿De quién?

ESCRIBANO:

De Federico.
Grillos mandan ponelle y que le metan,
del tormento, en la cámara. Camine.

GUZMÁN:

Daránmelas a mí con sólo vella.

ESCRIBANO:

No ha de faltar incienso y vino fuerte.

GUZMÁN:

¿Soy yo rosario, que me cuelgan muerte?


[Vanse y] sale el Duque, gente y Felisardo

DUQUE:

  Cuanto me habéis alegrado,
Felisardo, en conoceros,
tanto me habéis lastimado
en ver vuestra edad y en veros
puesto en tan grave cuidado.
  No sé que la antigua historia,
en ejemplos de su gloria,
pueda tener dos tan vivos,
si revuelve los archivos
que conservan su memoria.

FELISARDO:

  En esta aflición me veo
cerca de perder dos hijos.

DUQUE:

Daros remedio deseo.

FELISARDO:

Están los dos tan prolijos,
señor, que a ninguno creo.
  Sancho dice que él ha muerto
a Federico, y Bernardo,
que él le dio muerte. Y lo cierto
es que yo la muerte aguardo
de tantas fortunas puerto.
  Bernardo por un amigo
es de sí propio enemigo
y déste, su padre viejo,
que de Sancho no me quejo,
pues es piadoso conmigo.
  Hoy a vuestros pies, Guzmán,
a quien llama el mundo Bueno,
mis blancas canas están
regadas con el veneno
que ya mis ojos les dan.
  Tened lastima de mí.

DUQUE:

Tengo a dicha haber entrado
hoy su Majestad aquí,
que lo que me habéis contado
ha de remediarse ansí.
  Porque el jüicio profundo
de un pleito que, en confusión,
vence a cuantos tiene el mundo,
como nuevo Salomón,
juzgue Felipe Segundo.
  Porque casos tan estraños,
sólo de su entendimiento
tendrán remedio.

FELISARDO:

En mis daños,
sólo vuestro amparo siento,
por últimos desengaños.

DUQUE:

  Mientras le hablo, podéis
ir a la cárcel, que allí
lo que resulta sabréis.

FELISARDO:

No hay otro remedio en mí,
si no es que vos me le deis.
  Haced como decendiente
de tantos buenos, señor.
Ansí vuestra vida aumente
el cielo.

DUQUE:

No hayáis temor,
por más que Bernardo intente.
  Ya sé la gran amistad
que tiene a don Sancho Osorio.
Creed que Su Majestad,
siéndole el caso notorio,
muestre grandeza y piedad.


Váyanse y salen Julia,
y Ángela con el Alcaide

JULIA:

  Como quien sois procedéis.

ÁNGELA:

Haceisnos tantas mercedes
que es imposible pagallas.

ALCAIDE:

Puesto que el sol no se afrente
hoy de entrar en nuestra cárcel
y sus tinieblas alegre
no quiero que desta sala
paséis, mas que a veros entren
sin prisiones los dos presos,
que el mundo admirado tienen.

ÁNGELA:

Los hidalgos como vos,
las mujeres favorecen.
Váyase [el alcaide]
¡Ay Julia, qué confusión!

JULIA:

Deseo que me aconsejes
cómo olvidaré a Bernardo,
pues veo que me aborrece
por querer este su amigo.

ÁNGELA:

Más tú a mí, para que vengue
lo que me agravia don Sancho
en dejarme y en quererle.


Sale Guzmán

GUZMÁN:

Cuando Orfeo por su esposa
pasó las aguas de Lete
y a las puertas del infierno
cantó dulce y tiernamente,
suspendiéronse las penas,
y ansí no es justo que pene
hoy ningún preso en la cárcel,
pues no sólo Orfeo viene,
pero dos ángeles bellos
que su confusión suspenden.
Ya no cantan nuestros grillos,
ya ningún triste padece,
ya no sale al corredor
el libro de vida y muerte,
ya no abogan los letrados,
ya no juzgan los jueces,
ni leen los relatores,
ni el procurador defiende,
ni al reo dineros pide
como suele tantas veces,
ni sin órdenes confiesa
quien condena o quien absuelve,
ya las plumas de tirado
no caminan a las veinte
por caminos de renglones
que tanto espacio requieren,
no os vais, Orfeos divinos,
cantad en estos canceles
hasta tanto que esas arpas
los espíritus ausenten.
Sacadme el alma de aquí,
que estoy en estos retretes
sin saber cuándo es de noche
ni menos cuándo amanece,
si no es por treinta ratones
que me cantan y entretienen,
comiéndome las orejas
como si fuesen lebreles.

JULIA:

¡Ay Guzmán fueran mis males
como los tuyos!

GUZMÁN:

¿Qué sientes?

JULIA:

Que, por librar a don Sancho,
don Bernardo se condene.

ÁNGELA:

Y yo ¿qué diré de mí?

GUZMÁN:

¿Es posible que se quejen
los que tienen libertad?
El que tristezas padece
venga sólo a ver la cárcel
que, si es cuerdo, saldrá alegre.

ÁNGELA:

¡Ay, Guzmán! No hallo dichosa
otra mujer que tuviese
amor, si no es Eva.

GUZMÁN:

¿Cómo?

ÁNGELA:

Porque, no habiendo mujeres,
no tuvo celos de Adán,
ni amigos con quien pudiese
divertirse de querella,
holgarse y entretenerse.

GUZMÁN:

También fue Adán venturoso
porque, como hombre no hubiese,
él solo vivió seguro
de sospechas y desdenes.


Sale el Alcaide

ALCAIDE:

Albricias me podéis dar.

GUZMÁN:

Señor Alcaide, creedme
que deseara ser viento
no más de porque me suelten.

ALCAIDE:

El gran Duque de Medina
–vuestros padres y la gente
que la novedad del caso
llama, solicita y mueve–,
en está cárcel real,
es hoy real presidente.
Todos los presos levantan
las cabezas para verle,
como las aves al sol.

JULIA:

Notable caso.

ALCAIDE:

Ya viene.


Sale Ricardo, Otavio, Felisardo,
don Sancho, don Bernardo, el Duque

DUQUE:

Ser el suceso tan raro
me obliga que desta suerte
venga a daros libertad.

BERNARDO:

Esa humildad te engrandece.

DUQUE:

La majestad de Felipe,
que hoy hace tantas mercedes
a su ciudad de Sevilla,
Felisardo, manda y quiere
que, pues que vos como padre
no queréis pedir la muerte,
den libertad a don Sancho
y a don Bernardo. Y yo lleve
sus personas a palacio,
adonde los pies le besen
porque quiere conocerlos
y les hace, juntamente,
de dos hábitos merced,
y que a don Sancho le entreguen
del Alcázar la alcaidía,
y que don Bernardo quede
por Veinticuatro en Sevilla.

SANCHO:

Danos esos pies mil veces.

DUQUE:

Dos amigos tan leales,
dice el gran Rey que le cuenten
por tercero en su amistad.

FELISARDO:

Cosa tan suya parece.
¿Conoce, señor, mi hija?

ÁNGELA:

Dame esos pies.

RICARDO:

Que tú llegues,
Julia, también es razón.

SANCHO:

Pues tanto bien nos concedes,
confírmale, gran señor,
en dárnoslas por mujeres.

OTAVIO:

Aunque soy el agraviado,
quiere amor que te lo ruegue,
que solos tales amigos,
tales mujeres merecen.

DUQUE:

Dense las manos.

GUZMÁN:

Y yo
que, aunque no soy tu pariente,
soy Guzmán en campo prieto,
¿he de ser ochos y nueves?

DUQUE:

Yo te mando mil escudos.

FELISARDO:

Yo, otros mil.

GUZMÁN:

Aquí se quede
por hoy la primera parte
del Amigo hasta la muerte.