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El anillo de amatista: I

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I

La señora de Bergeret abandonó el hogar conyugal, conforme lo había decidido, y se retiró a casa de su madre, la señora viuda de Pouilly.

A última hora suponía ya más grato no marcharse, y a poquito que la instaran hubiera consentido en olvidar el pasado para seguir haciendo vida común con el señor Bergeret, su marido, quien ya solamente le inspiraba cierto desprecio por ser un marido burlado.

Estaba dispuesta a perdonar; pero no se lo permitía la estimación inflexible de que la sociedad la rodeaba. La señora de Dellion la hizo saber que juzgarían desfavorablemente una debilidad semejante; los salones de la capital mostráronse unánimes en este punto, y entre los tenderos también hubo una sola opinión: la señora de Bergeret debía retirarse a vivir con su familia. De este modo se interesaban por su virtud y al mismo tiempo se libraban de una persona indiscreta, grosera y comprometedora, cuya vulgaridad era reconocida hasta entre los más vulgares, y que molestaba mucho a todos. La hicieron comprender que su inmediata separación era un gesto gallardo.

—Hija mía, la admiro a usted —decía desde el fondo de su butaca la señora Dutilleul, viuda imperecedera de cuatro maridos, mujer terrible de la cual se había sospechado todo menos que hubiese amado, y que, sin embargo, era muy estimada.

La señora de Bergeret estaba muy satisfecha de inspirar simpatía a la señora Dellion y admiración a la señora Dutilleul. Pero, a pesar de todo, dudaba entre marcharse o no, porque su carácter era casero, y rutinario, y porque vivía satisfecha entre la holganza y la mentira. En esta coyuntura, el señor Bergeret hizo todo lo posible para librarse de su esposa, y soportó pacientemente las torpezas de María, su desastrosa criada, símbolo de la miseria, del terror y de la desesperación en aquella cocina donde, al decir de las gentes, introdujo ladrones y asesinos y sólo se manifestó por verdaderas catástrofes.

Noventa y seis horas antes del día señalado para la marcha de la señora Bergeret, aquella moza, en completa embriaguez según costumbre, derramó el petróleo inflamado del quinqué en el cuarto de su ama, y ardieron las colgaduras de la cama, que eran de cretona azul.

La señora Bergeret hallábase de visita en casa de su amiga la señora Lacarelle, y a su regreso vio, en el silencio terrible de la casa, las huellas del desastre. Inútilmente llamó a la moza aletargada y al marido petrificado; durante largo rato contempló los estragos del incendio y las lúgubres señales que el humo había dejado en el techo. Aquel accidente casual tomaba una expresión mística y espantable a sus ojos. Por fin, como la vela se extinguía, temerosa de quedarse a oscuras, muy fatigada y temblando de frío, se acostó bajo el armazón carbonizado donde colgaban ennegrecidos jirones semejantes a las alas de los murciélagos. Por la mañana, al despertarse, lloró sus cortinas azules, recuerdo y símbolo de su juventud, y se lanzó descalza, en camisa, desgreñada, impresionada por el siniestro, gritando y lamentándose en torno de la sombría estancia. El señor Bergeret nada contestó: ella no existía ya para él

Al anochecer, y con la ayuda de la cocinera, puso la cama en el centro del gabinete desolado; pero comprendió que aquel no era para ella en lo sucesivo un lugar de reposo, y que debía abandonar un aposento en el cual, durante quince años, realizó las funciones ordinarias de la vida.

Entretanto, el ingenioso Bergeret, que había tomado para vivir con su hija Paulina un pisito en la plaza de San Exuperio, trasladaba sus cachivaches afanosamente.

Sin cesar iba y venía, escurriéndose a lo largo de las paredes con la agilidad de un ratón sorprendido en sus derribos. En el fondo de su alma se regocijaba, pero supo disimular con prudencia su alegría.

La señora Bergeret reflexionó que se hallaba próximo el fin del arriendo y que le sería preciso desalojar la casa, por lo cual también se ocupó en enviar muebles a su madre, que habitaba en las afueras de una ciudad provinciana. Hacía toda clase de envoltorios de ropa, empujaba los armarios, daba órdenes al embalador, estornudaba entre la polvareda que se había levantado y escribía en tarjetas la dirección de la viuda Pouilly.

La señora de Bergeret sacó de su trabajo algún provecho moral. El trabajo es bueno para el hombre: le distrae de su propia vida, le aleja de la contemplación espantosa de sí mismo, le impide mirar a ese otro yo que lleva dentro y que le apesadumbra en la soledad; es el supremo recurso para la ética y la estética. El trabajo es, además, conveniente, porque distrae nuestra vanidad, engaña nuestra impotencia y nos comunica la esperanza de sucesos prósperos. Nos preciamos de vencer al Destino por su mediación. Como no comprendemos las necesarias relaciones que ligan nuestro propio esfuerzo a la mecánica universal, nos parece que este esfuerzo se inclina de nuestra parte contra lo demás de la maquinaria. El trabajo nos ilusiona y nos finge voluntad, fuerza, independencia; nos diviniza a nuestros propios ojos; nos convierte, para nosotros mismos, en héroes, genios, demonios, demiurgos, dioses, en Dios. Y, en realidad, sólo se ha concebido siempre a Dios como un obrero. Acaso por estas razones, la señora de Bergeret recobró entre los embalajes su ligereza natural y la feliz energía de sus fuerzas animales. Mientras hacía envoltorios cantaba romanzas; la sangre que corría presurosa por sus venas inundábale de gozo el alma. Auguraba un porvenir favorable, imaginando con risueños colores su estancia en el Norte, rodeada por su madre y sus dos hijas menores. Esperaba rejuvenecerse, agradar, brillar, así como encontrar grandes simpatías, recibir homenajes. ¿Y quién sabe si encontraría también la riqueza en la tierra natal de los Pouilly con un segundo casamiento, después de un divorcio acordado en favor suyo? ¿No podría casarse con un hombre serio, agradable, propietario, agricultor o empleado, muy distinto de Bergeret?

Los cuidados del embalaje la proporcionaban también satisfacciones íntimas, y hasta la favorecían con algunas ventajas manifiestas. En efecto, además de recoger los muebles que aportó al casarse y la mitad de los bienes gananciales que la correspondían, embaulaba otros objetos, propiedad evidente de su marido. Entre sus camisas puso una taza de plata que el señor Bergeret había heredado de su abuela materna. De igual modo mezcló con sus joyas, que por cierto no eran de gran valor, la cadena y el reloj del señor Bergeret padre, profesor de la Universidad, que se había negado a prestar juramento al Imperio en 1852 y murió en 1873, desatendido y pobre.

La señora de Bergeret sólo interrumpía sus faenas para hacer las melancólicas y triunfantes visitas de despedida. La opinión se le mostraba favorable. Los juicios de los hombres son muy varios, y no hay un solo rincón en el mundo donde se hallen de acuerdo todas las opiniones. Tradidit mundum disputationibus eorum. La propia señora de Bergeret era motivo de disputas corteses y de secretas disensiones. Casi todas las señoras de la sociedad burguesa la juzgaban digna, puesto que la recibían; pero, sin embargo, algunas sospecharon que su aventura con el señor Roux no fue del todo inocente. Quién la criticaba, quién la excusaba, y no faltó quien aprobara su conducta, en detrimento del señor Bergeret, que, a su juicio, era un mal hombre.

Lo cual estaba en duda todavía, porque otras personas juzgaban al señor Bergeret bondadoso, tranquilo, aborrecible solamente por su inteligencia demasiado sutil, a la vez que despreciadora de las inteligencias vulgares.

El señor de Terremondre afirmaba que Bergeret era muy afectuoso, a lo que la señora de Dellion contestaba que, si fuera realmente bueno, no se separaría de su mujer aun cuando ella fuese mala.

—Esto sería verdadera bondad —insinuaba ella—, pues no tiene mérito acomodarse a una mujer encantadora.

Y la señora Dellion agregaba también:

—El señor Bergeret se obstina en conservar a su mujer a su lado, pero ella le abandona y tiene razón: éste será el castigo del señor Bergeret.

Así la señora Dellion sostenía dos opiniones en absoluto desacuerdo, porque las ideas humanas obedecen a la violencia del sentimiento y no al dictado de la razón.

A pesar de ser contradictorios los juicios de las gentes, la señora de Bergeret dejara en la ciudad buena fama si la víspera de su partida, cuando visitó a la señora de Lacarelle para despedirse, no se hubiera encontrado sola en el salón con el señor Lacarelle.

* * *

Gustavo Lacarelle, secretario del prefecto, tenía espesos y largos bigotes rubios que, acentuando su fisonomía, eran claro indicio de su carácter. Desde su juventud, cuando estudiaba en la Universidad, sus compañeros le encontraron cierta semejanza con esos galos que se ven esculpidos o pintados por los últimos artistas románticos. Algunos observadores más sutiles, atendiendo a que su abundante bigote hallábase colocado bajo una pequeña nariz y dominado por una mirada plácida, llamaban a Lacarelle la Foca. Pero este nombre no prevaleció contra el de Galo. Lacarelle fue siempre el Galo para sus camaradas, que concibieron la idea de que debía ser muy aficionado al vino, pendenciero y perseguidor de mozas, para amoldarse en la realidad tanto como en la apariencia al personaje que representa un francés a través de los siglos; le obligaban en las comidas a beber más de lo conveniente, y al entrar en una cervecería le empujaban hacia una camarera cargada de platos.

Cuando regresó a su país para casarse y cuando, por una fortuna sin precedentes en su época, fue agregado a la administración central del departamento donde había nacido, Gustavo Lacarelle siguió siendo el Galo para los magistrados, abogados y empleados distinguidos que frecuentaban su casa. Pero el pueblo ignorante no le confirmó aquel honroso apodo hasta el ano 1895, en el transcurso del cual se inauguró sobre el terraplén del puente nacional la estatua de Eporédorix.

Veintidós años antes, bajo la presidencia de Thiers, se había decidido erigir, por suscripción patriótica y contribuyendo el Estado, un monumento al jefe galo Eporédorix, que el año 52 antes de Cristo sublevó contra César los pueblecitos de la orilla del río y puso en peligro a la pequeña guarnición romana al destruir el puente de madera que aseguraba sus comunicaciones con el grueso del ejército. Los arqueólogos de la ciudad creían que esta aventura militar se había realizado en su pueblo y fundaban su creencia en un pasaje de los Comentarios, del que se valía cada uno de los arqueólogos de la región para asegurar que el puente de madera roto por Eporédorix estaba situado precisamente en el pueblo donde tenía el investigador su residencia.

La geografía de César está llena de vaguedades; el patriotismo local es arrogante y celoso. La capital del departamento, tres subprefecturas y cuatro cabezas de partido, se disputaban la gloria de haber degollado a los romanos con la espada de Eporédorix.

Las autoridades competentes zanjaron la cuestión en favor de la capital. Era una ciudad indefensa, que, en 1870, después de una hora de bombardeo, dominando su tristeza y su cólera, tuvo que resignarse a rendir al enemigo sus murallas ya ruinosas en tiempos de Luis XI y cubiertas de hiedra. Había sufrido los rigores de la ocupación militar, la opresión, el rescate. El proyecto de erigir un monumento a la gloria de un jefe galo fue acogido con entusiasmo. El pueblo, que se sentía humillado, agradeció a aquel antiguo compatriota que le proporcionara un motivo de orgullo. Glorioso, después de mil quinientos años de olvido, Eporédorix reunió a los ciudadanos en un mismo sentimiento de amor filial. Su nombre no inspiró desconfianza a ninguno de los partidos políticos que dividían entonces la nación. Oportunistas, radicales, constitucionales, realistas, orleanistas, bonapartistas, todos contribuyeron a tan patriótica empresa, y la suscripción quedó casi cubierta en un año. Los diputados del departamento obtuvieron el concurso del Estado para completar la cantidad necesaria. Se encargó la estatua de Eporédorix a Mateo Michel, el discípulo más joven de David d'Angers, aquel a quien llamaba el maestro su Benjamín. Mateo Michel, que tenía entonces cincuenta años, puso inmediatamente manos a la obra y modeló el barro con valentía, pero con alguna torpeza, pues el escultor republicano nada había modelado durante el Imperio. En menos de dos años terminó la figura, cuyo vaciado en yeso fue expuesto en el Salón de 1873, con muchos otros jefes galos reunidos en la extensa galería, entre palmeras y begonias. Cumpliendo las formalidades exigidas por el Gobierno, la estatua de mármol no se labró hasta cinco años después. Hubo dificultades administrativas, origináronse conflictos entre la ciudad y el Estado, y se llegó a temer que la estatua de Eporédorix no se erigiera nunca sobre la explanada del Puente Nacional. Pero, sin embargo, se erigió en junio de 1895. La estatua enviada desde París fue recibida por el prefecto, quien hizo entrega solemne de ella al alcalde de la ciudad. El escultor Mateo Michel llegó al mismo tiempo que su obra. Tenía entonces más de setenta años. El pueblo entero admiró su cabeza de viejo león con melena blanca. La inauguración del monumento se verificó el 7 de junio; entonces era Dupont ministro de Instrucción pública; Worms-Clavelin, prefecto del departamento, y Trumelle, alcalde de la ciudad. El entusiasmo no fue tan grande como lo hubiera sido a raíz de la guerra, en los días febriles; pero la satisfacción fue general. Aplaudieron los discursos de los oradores y los uniformes oficiales, y cuando se descorrió la tela verde que cubría a Eporédorix, la muchedumbre, unánime, dijo: "¡Es el señor Lacarelle!... ¡Es Lacarelle!... ¡Es el vivo retrato del señor Lacarelle!..."

Y efectivamente, algo había de verdad, aun cuando Mateo Michel, discípulo y émulo de David d'Angers, que le había llamado su Benjamín, el escultor republicano y patriota, el insurrecto del 48, el voluntario del 70, no había representado a Gustavo Lacarelle en aquel mármol heroico. ¡No! Aquel jefe de mirada huraña y suave, que oprimía su lanza contra el corazón como si meditase bajo el casco de anchas alas la poesía de Chateaubriand y la filosofía histórica de Enrique Martín, aquel militar sumergido en romántica melancolía, no era, como supuso el pueblo, un retrato del señor Lacarelle. El secretario del prefecto tenía los ojos grandes y saltones, la nariz corta y abultada en la punta, las mejillas carnosas, la barbilla gordezuela, y el Eporédorix de Mateo Michel lanzaba al horizonte la mirada de sus pupilas profundas; su nariz era recta; el contorno de su fisonomía, puro y clásico; pero lo mismo que Lacarelle, ostentaba terribles bigotes, cuyas largas guías se divisaban desde muy lejos. La multitud, admirada de semejante parecido, saludo unánimemente al señor Lacarelle con el glorioso nombre de Eporédorix, y desde entonces el secretario de la prefactura se propuso revivir en público y en privado el carácter popular del héroe y ajustó a este objeto, en cualquier ocasión, sus modales y sus palabras. Lacarelle lo consiguió sin esfuerzo porque ya estaba prevenido desde la Universidad y porque sólo le pedían que fuera jovial, chistoso y pintoresco. Alguien dijo que besaba muy graciosamente a las mujeres, y aplicóse a la dulce tarea. Casadas, solteras, mocitas guapas y feas, jóvenes y viejas, las besaba siempre a todas por hacer gracia, sin mala intención, porque al fin y al cabo era un hombre de buenas costumbres. Y al encontrar a la señora de Bergeret sola en el salón donde esperaba a la señora Lacarelle, la besó inmediatamente. La señora de Bergeret, no desconocía las costumbres de Lacarelle, pero su vanidad, que era mucha, turbó su entendimiento, que era escaso. Creyéndose acariciada con voluptuosidad, sintió emociones confusas que agitaron su pecho tumultuosamente y la hicieron desfallecer de modo que cayó anhelante en brazos del señor Lacarelle, el cual se quedó sorprendido y azorado; pero su amor propio satisfecho le indujo a conducir la señora de Bergeret hasta un diván, donde se inclinó junto a ella, y la dijo con voz rebosante de simpatía:

—¡Pobre señora!... ¡Tan encantadora y tan infeliz!... ¡Nos deja!... ¿Se marcha usted mañana?

Luego depositó en su frente un cálido beso. La señora de Bergeret, cuyos nervios estaban muy alterados, rompió a llorar. Luego, lentamente, con gravedad y ternura, devolvió a Lacarelle el beso recibido. En aquel instante la señora de Lacarelle entró en el salón.

Al otro día toda la sociedad juzgaba severamente a la señora de Bergeret.