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El anillo de amatista: III

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El anillo de amatista
de Anatole France
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III

Huyendo de la repentina lluvia que las había sorprendido junto a los fosos del castillo, la señora de Bonmont y la señora de Hortha corrieron hasta el pórtico, para refugiarse bajo la bóveda achatada, en cuya clave se muestra el pavo heráldico de la extinguida familia de Pavés. El señor de Terremondre y el barón de Wallstein no tardaron en alcanzarlas, y los cuatro hacían lo posible para calmar su agitación.

—¿Dónde queda el señor cura? —preguntó la señora de Bonmont—. Arturo, ¿has dejado al padre en el soto?

El barón de Wallstein contestó a su hermana que el sacerdote los seguía.

Y al poco rato vieron al padre Guitrel, empapado y tranquilo, subir los escalones de piedra. Sólo él había conservado en aquella desbandada una perfecta dignidad; con una calma propia de su ministerio y de su corpulencia, mostraba anticipadamente su gravedad episcopal.

La señora de Bonmont, con los colores de sus mejillas avivados por la caminata, con su hermoso pecho anhelante bajo la fina blusa, recogiéndose la falda que ceñía sus caderas, con el pelo revuelto, los ojos encendidos, los labios húmedos, en su madurez de Erigona vienesa, sugería la idea deliciosa de un racimo de uvas maduro y dorado.

Su voz, menos suave que la expresión de su boca, se alzó algo áspera, para preguntar:

—¿Se ha mojado usted mucho, señor cura?

El padre Guitrel se quitó el ancho sombrero empolvado, que las gotas de lluvia jaspeaban; paseó la mirada de sus ojillos grises sobre el grupo aún anhelante de los que habían huido apresuradamente, y dijo, no sin una ligera malicia:

—Estoy mojado, pero no me ahogo.

Y luego añadió:

—Una mojadura inofensiva. El agua no me ha calado la ropa.

—Subamos —dijo la señora de Bonmont.

Estaba en su casa, en aquel castillo de Montil que Bernardo de Pavés, general de Artillería, había mandado construir en 1508 para Nicolette de Vaucelles, su cuarta mujer.

"La casa de Pavés floreció durante novecientos años —dice Perrín de Verdier en el primer libro de su Tesoro de genealogías—, y a dicha casa se aliaron todas las familias soberanas de Europa, sobre todo los reyes de España, de Inglaterra, de Sicilia y de Jerusalén; los duques de Bretaña, de Alenfon, de Vendóme y otros, e igualmente los Ursinos, los Colonna, los Cornard." Y Perrín de Verdier se extiende con mucha complacencia en las ilustraciones de aquella "tan ilustre casa", que dio a la Iglesia dieciocho cardenales y dos Papas, a la Corona de Francia tres condestables y seis mariscales, y al rey una querida.

En la tierra de Montil habían residido desde el reinado de Luis XII hasta la Revolución los jefes de la rama del primogénito de Paves, extinguida en 1795 en la persona de Felipe VIII, príncipe de Paves, señor de Montil, Toché, los Puentes, Rougeain, la Victoria, Berlogne, etcétera, etc., primer gentilhombre del rey, muerto en Londres, adonde había emigrado y se había establecido como peluquero en una barraca de Withe-Cross Street; sus tierras, que dejó incultas en vida, fueron en la época del Directorio vendidas como bienes nacionales y adjudicadas en varios lotes a campesinos que se convirtieron en burgueses. El partido negro, que había adquirido el castillo por un puñado de plata, comenzó a derribarlo en 1813. Pero los derribos, que se interrumpieron después de la destrucción de la galería de los Faunos, no se reanudaion ya. Durante dos años las gentes de las cercanías quitaron los plomos de los tejados. En 1815, el señor de Reu, antiguo oficial de la Marina del rey, agente secreto del conde de Provenza en Holanda, cómplice, según dicen, de Jorge en el atentado de la calle de San Nicasio, deseoso de acabar su vida en su país natal, compró por algunos cientos de escudos arrancados al príncipe ingrato aquellos muros ruinosos donde ocultó su indigencia huraña, y poco faltó para que se cayeran sobre él y sobre once de sus hijos, entre bastardos y legítimos. Después de su muerte, su hija, una solterona, quedóse allí; utilizaba los salones de gloria y esplendor para poner a secar ciruelas del huerto; y en 1875, una mañana de invierno, la señorita de Reu, a los noventa y nueve años y tres meses de edad, apareció difunta sobre un jergón podrido, en la estancia cubierta de divisas y emblemas consagrados a Nicolette de Vaucelles.

En aquella época, el barón Julio de Bonmont. hijo de Nathan, hijo de Seligman, hijo de Simón, venido de Austria, donde había negociado los empréstitos del desgraciado Imperio, establecía en Francia su centro de operaciones y aportaba a la República el concurso de su genio emprendedor. Entre los miembros del Parlamento llamado a comprenderle y estimarle, hallábase el señor Laprat-Teulet, que representaba entonces en la Cámara el distrito de Montil y fue uno de sus primeros, de sus más constantes auxiliares. Descubrió al punto que, despues de la época preparatoria y de los días de lucha, había llegado el tiempo de los grandes negocios, y consagró sus ardientes y desinteresadas simpatías al afanoso barón, el cual decía satisfecho:

—Ese Laprat-Teulet es un mozo inteligente.

Aconsejado por Laprat-Teulet, el barón Julio compró el castillo de Montil. Era una ruina augusta y encantadora, que se podía sostener y conservar. El barón confió la restauración al señor Quatrebarbe, discípulo de Viollet-le-Duc, arquitecto diocesano, quien sustituyó todas las piedras viejas por nuevas. Y en aquella reciente construcción, el barón, muy admirado entre los hombres políticos por su gusto artístico, instaló cuidadosamente sus cuadros, muebles y armas de riqueza fastuosa. De este modo, el castillo de Montil, según la expresión del señor de Terremondre, fue conservado para los admiradores de nuestro arte nacional, y se transformó en un maravilloso museo gracias a los cuidados y a la magnificencia de un magnífico señor con alma de artista.

El barón disfrutó muy poco y no saboreó mucho tiempo el orgullo de Montil y de sus torres guarnecidas con medallones, de su afiligranada escalera recamada y de sus salones con admirables tallados. Después de llegar en sus negocios al punto culminante, cayó víctima de un ataque de apoplejía la víspera de los desquiciamientos y de los escándalos. Al morir, ya muy rico, dejaba una viuda risueña y radiante, y un niño de poca edad, que se le parecía por su cuerpo rechoncho, su frente de buey y su alma implacable. La señora de Bonmont había conservado Montil, donde era dichosa.

Hizo subir a la señora de Hortha por la escalera de caracol, en cuyas filigranas de piedra se repetía, con una profusión enorme, el pavo real de Bernardo de Pavés, atado por una pata al laúd de Nicolette de Vaucelles. Se recogió el vestido con ademán un poco brusco, que no estaba exento de encanto, y se internó en la estrecha espiral. El señor de Terremondre, presidente de la Sociedad de Arqueología, y en otros tiempos hombre de aventuras felices, al subir tras de ella, seguía con la mirada los leves movimientos de sus formas atractivas.

A los cuarenta años conservaba todavía el deseo y los recursos de agradar. El señor de Terremondre la estimaba, porque era un hombre cabal, pero sin permitirse la más pequeña intentona, creyéndola profundamente apasionada por Raúl Marcien, hombre gallardo, irascible y desatento.

La señora de Bonmont dijo entonces:

—Entremos en la sala de armas, donde hay calefacción.

Y abrió la puerta.

La sala de armas se templaba con un calorífero de vapor de agua, cuyas bocas de cobre asomaban entre los azulejos dibujados por el señor Quatrebarbe.

La señora de Bonmont tuvo buen cuidado de colocar junto a una de las bocas del calorífero al padre Guitrel, y de preguntarle afectuosamente si llevaba calzado impermeable y si aceptaría un vaso de ponche.

Aquella sala inmensa brillaba bajo una bóveda que contenía más hierro que la Armería de Madrid. El agiotista había formado, a fuerza de dinero, una colección de armas superior a la del propio Spitcer. Los tres siglos de la armadura de combate figuraban allí con las múltiples hechuras usadas en todos los países de Europa. Sobre la monumental chimenea, sostenida por dos cazadores brabantinos, se alzaba de perfil una armadura de condolíieri montada en otra de corcel, con la testera, la muserola, barba de crines y barba de pecho, la malla y el guardacola.

Desde lo más alto a lo más bajo, cubrían las paredes panoplias deslumbradoras, cascos, cazoletas, almetes, celadas, morriones, burguiñones, yelmos, cotas de malla, lorigas, grebas, espuelas. En torno de los broqueles, paveses y tarjas, resplandecían las tizonas, partesanas, horcejas, bisarmas, mentantes, estoques, puñales, dagas y estiletes. Al pie de las paredes, en torno de la sala, había fantasmas revestidos de hierro ennegrecido, de hierro pulido, de hierro labrado, cincelado, adamascado; los maximilianos de corazas acanaladas y abullonadas armaduras de tonelete, el polichinela de Enrique III y el cangrejo de Luis XIII; trajes de guerra que usaron príncipes franceses, españoles, italianos, alemanes, ingleses; caballeros, capitanes, sargentos, ballesteros, soldados de caballería y suizos; adornos de acero que lucieron en el Campo del Tisú de Oro, en las justas y en los torneos de Francia, Inglaterra y Alemania; armaduras de Poitiers, de Verneuil, de Granson, de Fornoue, de Cerisolles, de Pavia, de Ravenna, de Pultava, de Culloden, nobles o mercenarias, corteses o rebeldes, victoriosas o vencidas, amigas o enemigas, todas reunidas allí por el barón.

* * *

Después de la comida, la señora de Bonmont, al servir el café, no ofreció el azúcar al padre Guitrel, que tenía costumbre de tomarla, y se la ofreció, en cambio, al barón de Wallstein, que era diabético y estaba sometido a un régimen severo. Se condujo de tal manera no por malicia, sino porque pesaban sobre su espíritu preocupaciones abrumadoras. Aquella inquietud, que no lograba ocultar por carecer de astucia y disimulo, habíasela ocasionado un telegrama de París, cuyo texto era de doble sentido: uno literal, insignificante, claro para todo el mundo, que mencionaba el retraso de unos esquejes; el otro espiritual y verdadero, comprensible para ella sola, para ella sola doloroso, haciéndola saber que su amigo no iría a Montil y que pasaba en París grandes apuros.

Siempre necesitaba mucho dinero Raúl Marcien, y en los últimos quince años, es decir, desde su mayor edad, vivía solamente a fuerza de ingenio y de audacia. Pero aquel año las dificultades de su posición aumentaron y llegaron a ser espantosas. Todo esto ocasionaba mucha pena y constante inquietud a la señora de Bonmont, pues quería a Raúl, le quería tiernamente, con toda su alma y con toda su carne.

—¿Dos terrones, señor de Terremondre?

Adoraba a su Raúl, su Rara, con toda la dulzura de su alma serena. Le agradecería que fuera tierno y fiel, inocente y soñador, pero nunca fue tal como ella deseaba, y esto siempre la hizo sufrir. Temerosa de perderle, mandaba encender velas en la capilla de San Antonio.

El señor de Terremondre, como persona entendida, examinaba los cuadros. Eran pinturas de la escuela moderna: de Daubignys, de Teodoro Rousseau, Julio Dupré, Chintreuil, Díaz, Corot; estanques melancólicos, linderos de bosques profundos, praderas húmedas, calles de aldeas, calveros inundados por el oro del sol poniente, sauces sumergidos en los blancos vapores de la mañana; lienzos plateados, verdes, azules o grises, que en sus macizos marcos de oro, sobre una tapicería de damasco encarnado, no armonizaban, acaso, muy bien con la monumental chimenea estilo Renacimiento, donde los amores de las ninfas y las metamorfosis de los dioses estaban esculpidos y desdecían bastante del maravilloso techo antiguo, cuyos pintados artesones repetían, con una diversidad infinita, el pavo real de Bernardo de Pavés, atado por una pata al laúd de Nicolette de Vaucelles.

—¡Un hermoso Millet! —exclamó el señor de Terremondre ante una pastora de patos que destacaba, con una terrible solemnidad rústica, bajo un cielo de oro pálido.

—Es un cuadro muy bonito —contestó el barón de Wal- lstein—. Tengo la pareja en Viena. Pero el mío representa un pastor. No sé cuánto ha pagado mi cuñado por éste.

Y con la taza en la mano paseaba por la galería.

—Este Julio Dupré le costó a mi cuñado cincuenta mil francos; este Teodoro Rousseau, sesenta mil; este Corot, ciento cincuenta mil.

—Conozco las opiniones del barón acerca de la pintura —dijo el señor de Terremondre, que seguía a Wallstein a lo largo de las paredes—. Un día que bajaba yo la escalera del Hotel de Ventas con un cuadrito pequeño debajo del brazo, el barón me tiró de la manga, según su costumbre, y me preguntó: "¿Qué lleva usted?" Yo, con el orgullo de un aficionado feliz, le contesté: "Un Ruisdael, señor de Bonmont, un Ruisdael auténtico. Ha sido grabado, y precisamente, tengo el grabado en mi cartera." "¿Cuánto ha pagado usted por su Ruisdael?" "Estaba en una sala del entresuelo. El perito no supo lo que vendía... ¡Treinta francos!" "¡Tanto peor! ¡Tanto peor!" Al ver mi sorpresa, tirándome de la manga, me dijo: "Mi querido Terremondre, era menester haber pagado por esta obra diez mil francos, y ahora, en su poder, valdría treinta mil. Pero un cuadrito que le cuesta a usted treinta francos, ¿qué precio alcanzará en su venta? Veinticinto luises a lo sumo. Hay que ser razonable. Una mercancía no puede subir de un salto de treinta francos a treinta mil." ¡Ah! —exclamó el señor de Terremondre—, era inteligente el barón.

—Sí, era inteligente —repuso Wallstein— y aficionado a las burlas.

Los dos conversadores, con sus tazas en la mano, levantaron la cabeza y vieron aquel barón que tan inteligente había sido en vida. Estaba allí, entre los paisajes costosos, en un marco resplandeciente, y erguía su maliciosa cabeza de jabalí pintada por Delaunay.

La señora de Bonmont y el padre Guitrel, sentados uno frente a otro ante el fuego de la monumental chimenea, cambiaban algunas palabras acerca del tiempo y meditaban. La señora de Bonmont pensaba que su vida hubiera sido muy agradable si Rara se lo propusiese. ¡Lo quería con tanta inocencia y sencillez!

Todos los moralistas antiguos y modernos, todos los padres de la Iglesia, los doctores y los teólogos, el padre Guitrel y monseñor Charlot, el Papa y los Concilios, el arcángel de la trompeta atronadora y Cristo descendiendo en su aureola de gloria para juzgar a los vivos y los muertos, todos juntos, no hubieran conseguido convencerla de que hacía mal en querer a Rara. Pensaba que no le vería en Montil y que tal vez en aquel instante la burlaba con alguna moza, pues era casi tan frecuente su trato con ellas como con los curiales, y alguna vez lo vio acompañar en las carreras a cortesanas ya maduras, en quienes clavaba sus ojos turbadores al darles unos gemelos o ponerlas el abrigo. Su pobre amante no se podía librar de una multitud de personas molestas que le retenían por razones que no eran fáciles de comprender cuando las explicaba. La buena señora sentíase infeliz, y suspiró.

El padre Guitrel pensaba en el obispado de Tourcoing. Al padre Lantaigne, su contrincante, lo veía ya derrotado, sumergido entre las ruinas del Seminario, bajo el peso de las diligencias judiciales entabladas por el carnicero Lafolie. Pero eran varios los competidores en la sucesión de monseñor Duclou. El primer vicario de una de las parroquias de París y un cura de Lyón se mostraban confiados en el apoyo del ministro. La Nunciatura se mantenía en su acostumbrada reserva. El padre Guitrel suspiró.

Al oir aquel suspiro, la señora de Bonmont, que era la bondad personificada, se reprochó sus pensamientos egoístas y se propuso interesarse por los asuntos del padre Guitrel. Preguntóle solícitamente si tardaría mucho en ser obispo.

—Se trata de la vacante de Tourcoing, ¿es cierto? Y ¿no se aburrirá usted en aquel villorrio?

El sacerdote le aseguró que el gobierno de los fieles ocuparía por completo a su pastor, y que la diócesis de Tourcoing era una de las más antiguas y más extensas de la Galia septentrional.

—Es la sede del bienaventurado Loup, apóstol de Flandes.

—¿De veras? —dijo la señora de Bonmont.

—No se ha de confundir —prosiguió el padre Guitrel— a San Loup, apóstol de Flandes, con San Loup, obispo de Lyon; San Loup, obispo de Sens, y San Loup, obispo de Troyes. Este llevaba siete años de matrimonio con la hermana del obispo de Arlés, llamada Pimentola, cuando la dejó para entregarse, en la soledad de Lerins, a las prácticas de una devoción ascética.

Entretanto, la señora de Bonmont pensaba:

"Habrá perdido mucho dinero en el juego. Por una parte sería conveniente, porque desde hace algún tiempo ganaba de tal modo, que los socios del Círculo ya no le permitían tener la banca. Por otra parte, sería necesario pagar."

Y a la señora de Bonmont la contrariaba mucho la sola idea de pagar a los acreedores de Rara; desde luego, porque siempre le parecía desagradable pagar, y también porque al facilitarle dinero a Rara hería su delicadeza femenina y aumentaba su desasosiego con el temor de que su amante no la quisiera desinteresadamente. Y por anticipado imaginaba que no tendría más remedio que pagar al ver a su Rara sombrío y terrible, aplicarse al cráneo humeante y reluciente bajo el pelo ya escaso, una servilleta mojada, y cuando le oyera decir, entre imprecaciones y blasfemias horribles, que se vería obligado a levantarse la tapa de los sesos. Porque Rara era un hombre de honor. Desde que ya no servía en el ejército, hizo una profesión del honor. Representaba con frecuencia el papel de testigo y árbitro entre una sociedad muy distinguida donde no era posible un lance sin su intervención. La infeliz señora reflexionaba que tampoco aquella vez se libraría de darle dinero. ¡Si al menos aquel hombre fuera del todo suyo y la tratara con solicitud amorosa! Pero, de continuo inquieto, furioso, huraño, parecía vivir en constante lucha.

—El santo de que se trata, señora baronesa —dijo el padre Guitrel—, nuestro virtuosísimo Loup o Lupus, evangelizó a Flandes. Los trabajos de su apostolado eran a menudo muy difíciles. Hay en su biografía un rasgo que la conmoverá por su gracia inocente. Una tarde iba el virtuosísimo Loup a través de los campos cubiertos de nieve, y se detuvo para calentarse en casa de un senador. Este, muy divertido a tal hora con algunos camaradas, en presencia del apóstol, sostuvo una conversación deshonesta. Loup intentó atajar aquellos atrevimientos. "Hijos míos —les dijo al senador y a sus huéspedes—, ¿no sabéis que el día del Juicio tendréis que dar cuenta de toda palabra vana?" Pero ellos desoyeron las exhortaciones del santo varón y redoblaron sus frases de indecencia y de impiedad. Entonces el virtuosísimo Loup sacudió el polvo de sus zapatos, y dijo: "Quise calentar mi fatigado cuerpo en vuestra lumbre; pero vuestros culpables discursos me obligan a salir de aquí tan helado como entré."

La señora de Bonmont discurría, con tristeza, que desde tiempo atrás Rara no dejaba de rechinar los dientes y de revolver los ojos con furia mientras profería terribles amenazas de muerte contra los judíos. Rara siempre había sido antisemita; ella también lo era, pero prefería que no se suscitara esa cuestión y opinaba que, siendo Rara el amante de una señora católica de origen judío, hacía mal en decir que pensaba reventar a todos los judíos. Esto la entristecía. La hubieran agradado mayor dulzura y mayor amabilidad, propósitos más pacíficos y deseos más bondadosos. Ella mezclaba con sus ideales de amor sueños inocentes de confitería y de poesía.

—El apostolado del virtuosísimo Loup —dijo el padre Guitrel— dio sus frutos. Los habitantes de Tourcoing que habían sido bautizados por él, le nombraron, por aclamación, obispo. Acompañaron a su muerte circunstancias que, sin duda, la interesarán a usted, señora baronesa. Un día del mes de diciembre del año trescientos noventa y siete, cargado de méritos y de achaques, se dirigió San Loup hacia un árbol rodeado de malezas, donde tenía costumbre de orar. Una vez allí, señaló en el suelo con dos ramitas un espacio en que pudiera yacer su cuerpo, y dijo a los discípulos que le acompañaban: "Cuando yo abandone, por la voluntad de Dios, el destierro de este mundo, aquí es donde habéis de enterrarme." San Loup murió al domingo siguiente de haber señalado su lecho de reposo. Se cumplió su voluntad, y Blandus fue a enterrar el cuerpo del bienaventurado, a quien sucedió en la sede episcopal de Tourcoing.

La señora de Bonmont sentíase triste, indulgente. Adivinaba, y disculpaba, el motivo de los furores antisemitas de su Rara. En aquellos últimos tiempos, Rara, deseoso de recobrar en lo posible su buena fama, procuró adoptar una postura de hombre honrado, y en el Círculo defendía calurosamente los fueros del ejército, al cuai había pertenecido como teniente de Caballería. Así lograba reanudar y fortalecer los lazos que le unieron al elemento armado; y en la exaltación de su celo, abofeteó en un café a un judío que tuvo la audacia de pedirle a un mozo El Anuario Militar.

La señora de Bonmont lo quería y lo admiraba, pero no era feliz.

Levantó la cabeza, se abrieron sus ojos como dos hermosas flores, y exclamó:

—La sede del bienaventurado Loup, apóstol de... Continúe usted, padre, que me interesa mucho.

La señora de Bonmont estaba destinada a buscar las dulzuras de un amor tranquilo en almas poco dispuestas a ofrecérselo. Aquella sentimental Isabel había entregado siempre su corazón a terribles aventureros. En vida del barón amó tiernamente al hijo de un insignificante senador, el joven X***, famoso por haber malversado los fondos secretos de un ministerio durante un año. Depositó luego toda su confianza en un hombre muy seductor, que brillaba en primera fila de la Prensa gubernamental, y que desapareció de pronto en una inmensa catástrofe financiera. Estos, al menos, procedían, por decirlo así, de las relaciones del propio barón. No se puede condenar a una mujer cuando se permite algún desliz con sus iguales. Pero al nuevo, al último, al preferido, al único, a Raúl Marcien. no lo buscó entre los amigos del barón; no pertenecía al mundo de los negocios; le había encontrado entre la nata de la sociedad francesa, en una provincia, en un centro casi monárquico y casi religioso; casi un aristócrata. Ella creyó satisfacer, por fin, su ansia de ternura y de intimidad delicada, junto a un amigo caballeroso, de sentimientos nobles y suaves, que realizara su ensueño.

Y era lo mismo que los otros: indiferente al amor, iracundo, sensible a todo lo que pudiera lastimarle, desgarrado por las angustias, atraído por las desconcertantes maravillas de una tumultuosa existencia de rufián elegante; pero ¡cuánto más pintoresco y fascinador que sus antecesores! Servía de padrino en un grave y delicado lance, a la misma hora en que le expulsaban del Círculo; en una sola mañana le nombraban caballero de la Legión de Honor y le requerían ante el juez de instrucción para que respondiese a una querella por abuso de confianza... Y él se presentaba siempre arrogante, con los bigotes retorcidos, dispuesto a defender su honor con la punta de la espada. Pero en los meses últimos había perdido su aplomo; hablaba desaforadamente, manoteaba, se comprometía por deseo de vengarse y a cada paso le asaltaban sombras de traiciones absurdas.

Isabel veía con inquietud que las cóleras de Rara eran cada vez más violentas. Cuando ella iba a su casa por las mañanas, le sorprendía en mangas de camisa, sumergido casi en su viejo maletín de servicio, donde se apiñaban los pliegos de papel sellado. Con la cabeza enrojecida, congestionado, juraba, maldecía, vociferaba: "¡Pillos, canallas, bribones, miserables!", y anunciaba que oirían hablar de él y que se producirían sucesos inesperados. Entre tales imprecaciones costábale a la enamorada mucho trabajo atrapar un beso; y su amante la despedía siempre con la amenaza perpetua de pegarse un tiro. ¡Ah!, Isabel imaginaba el amor de otra manera.

—¿Decía usted, señor cura, que el bienaventurado Loup...?

Pero el padre Guitrel, con la cabeza inclinada sobre el hombro y las manos cruzadas sobre el pecho, habíase dormido.

La señora de Bonmont, tan bondadosa para sí misma como para los demás, también se durmió en su butaca pensando que Rara vería el fin de sus apuros, que tal vez sólo tuviera que darle algún dinero y que, al fin y al cabo, lo compensaba todo la satisfacción de sentirse amada por el más hermoso de los hombres.

—Querida amiga, querida amiga —exclamó, con su voz de cuerno de caza y con acento capaz de aterrar a los turcos, la europea señora de Hortha—, querida amiga, ¿no veremos por aquí esta noche a Ernesto?

Hablaba en pie; sus rasgos acentuados le daban cierto parecido a una virgen guerrera, olvidada durante veinte años en un foso del teatro de Bayreuth; terrible, ceñida y cubierta con azabaches y acero, envuelta en resplandores, reflejos y murmurios, en el fondo era una señora muy buena y madre de muchos hijos.

Al despertar, sobresaltada por aquellos trompetazos alarmantes que se producían en la garganta de la señora de Hortha, la baronesa respondió que su hijo Ernesto, con licencia de convaleciente, no tardaría en llegar a Montil. Ya estaba el coche aguardándole en la estación.

El padre Guitrel, al ver su sueño interrumpido por aquella charanga nocturna, se ajustó las gafas y, humedeciéndose los labios con la lengua para darles la unción necesaria, murmuró con una dulzura celestial:

—Sí; Loup ... Loup ...

—¿De modo —repuso la señora de Bonmont— que llevará usted la mitra, empuñará usted el báculo y lucirá en el dedo un anillo?

—No lo sé todavía, señora —dijo el padre Guitrel.

—¡Sí, sí! Deben elegirle, y lo elegirán.

Aproximó sus labios al oído del sacerdote y le preguntó en voz baja:

—Señor cura, ¿tienen una forma particular los anillos de los obispos?

—No la tienen, señora —respondió el padre Guitrel—. El obispo lleva el anillo como símbolo de su casamiento espiritual con la Iglesia, y, por tanto, es conveniente que este anillo signifique de algún modo, por su aspecto, las ideas de pureza y austeridad.

—¡Ah! —dijo la señora de Bonmont—. ¿Y la piedra?...

—En la Edad Media, señora baronesa, el chatón era a veces de oro, como el anillo, o bien una piedra preciosa. La amatista es una piedra muy conveniente, al parecer, para adornar el anillo pastoral. Por eso la llaman piedra de obispo. Brilla con un resplandor moderado. Era una de las doce piedras que componían el pectoral del gran sacerdote de los judíos. Expresa, en el simbolismo cristiano, la modestia y la humildad. Nar- bode, obispo de Rennes en el siglo once, la hizo emblema de los corazones que se crucifican sobre la cruz de Jesucristo.

—¿De verdad? —preguntó la señora de Bonmont.

Y resolvió ofrecer al padre Guitrel, cuando lo nombraran obispo, un anillo pastoral con una preciosa amatista.

Pero los trompeteos de la señora de Hortha resonaron descompasadamente.

—Querida amiga, querida amiga, ¿no veremos hoy a Raúl Marcien? ¿No lo veremos?

Era de todo punto admirable que la dama europea, después de frecuentar las infinitas sociedades del glcbo, no las confundiese aún más en su memoria. Su cerebro era como el anuario de los salones de todas las capitales, y no carecía de cierto sentido mundano; su amabilidad era universal. Recordó a Raúl con absoluta inocencia. La señora de Hortha era la inocencia personificada. Ignoraba el mal. Excelente esposa y excelente madre, no tenía más hogar que un sleeping, un coche cama; pero nunca dejó de ser honesta. Bajo el cuerpo de su vestido, donde los azabaches y el acero resplandecían entre rumores de granizada, ceñía un corsé de gruesa tela gris. Sus doncellas nunca dudaron de su virtud.

—Querida amiga, ¿sabe usted que Raúl Marcien se ha batido con Isidoro Mayer?

Y en su lenguaje de oficina internacional, de agencia para viajeros, refirió aquel asunto, que la señora de Bonmont conocía perfectamente. Dijo cómo Isidoro Mayer, un israelita muy estimado en el mundo de los negocios, entró una mañana en un café del bulevar de los Capuchinos, y, después de sentarse a una mesa, pidió El Anuario Militar. Como tiene un hijo en el servicio, deseaba conocer los nombres de los oficiales de su regimiento. Extendía la mano para coger el Anuario que le presentaba el mozo, cuando Raúl Marcien se acercó a él y le dijo: "Caballero, le prohibo a usted que toque al libro de oro del Ejército francés."' "¿Por qué?", preguntó Isidoro Mayer. "Porque es usted un correligionario del traidor." Isidoro Mayer encogióse de hombros, y Raúl Marcien le dio una bofetada. Consideróse inevitable un lance, y cambiaron dos balas, sin consecuencias.

—Querida amiga, querida amiga, ¿comprende usted? Yo no lo comprendo.

La señora de Bonmont nada contestó, y su silencio fue prolongado por el silencio del señor de Terremondre y del barón de Wallstein.

—Me parece —dijo después la señora de Bonmont, atenta sólo a un rumor de ruedas y caballos—, me parece que llega Ernesto.

Un criado entró los periódicos; el señor de Terremondre desdobló uno y lo miró por encima.

—Aún hablan del proceso —dijo—. Hay nuevos profesores que protestan. ¡Qué afán tienen de ocuparse de aquello que no les importa! Es muy justo que los militares arreglen sus cuentas entre sí; ésa es la costumbre. Y me parece que cuando siete oficiales ...

—Seguramente —dijo el padre Guitrel—; cuando siete oficiales han sentenciado, es temerario, diré que hasta es indecoroso, poner en duda su decisión. Es una incongruencia, una monstruosidad.

—¿Habla usted del proceso? —preguntó la señora de Bonmont—. Pues bien: yo puedo asegurar que Dreyfus es culpable. Lo sé por una persona muy bien informada.

Al decir eso se ruborizó; aquella "persona bien informada" era Raúl.

Ernesto entró al salón; como siempre, desapacible y solapado.

—Buenas tardes, mamá. Buenas tardes, señor cura.

Apenas saludó a los otros, y fue a sentarse entre almohadones, bajo el retrato de su padre. Se le parecía. Era el barón desmedrado, empequeñecido; era el jabalí sin pujanza, insulso, indefenso, y sin embargo, se le parecía de un modo sorprendente; el señor de Terremondre hizo la observación.

—Es extraordinario, señor de Bonmont, cómo se parece usted al retrato de su padre.

Ernesto levantó la cabeza y miró por el rabillo del ojo el lienzo de Delaunay.

— Ah, papá! ¡Era inteligentísimo papá! Yo también lo soy bastante; pero vivo desalentado. ¿Qué tal, padre Guitrel? ¿Me quiere usted mucho? Luego solicitaré de su amabilidad un ratito de conversación.

Y volviéndose hacia el señor de Terremondre, que tenía un periódico en la mano, prosiguió:

—¿Qué se dice? Usted comprenderá que nosotros, en el regimiento, carecemos de recursos para procurarnos opiniones. Tener ideas acerca de las cosas es un lujo de burgués, aunque sean ideas imbéciles. Y, por añadidura, los asuntos que interesan a los jefes, ¿en qué pueden interesar a los soldados?

Burla burlando, se divertía de veras en el cuartel. Muy listo sin parecerlo, silencioso, cazurro, solapado, disfrutaba de una terrible facultad desmoralizadora. Hasta sus cicaterías y sus chanzas eran corrupciones, y una vez rióse para sus adentros enormemente, al conseguir con adulaciones que un camarada pobre y vanidoso le regalase una boquilla de espuma. Su goce principal consistía en despreciar y aborrecer a los cabos y sargentos, algunos de los cuales, dominados por la codicia, le venderían su alma, y otros, en cambio, por miedo a comprometerse, le negarían no ya sólo un favor, sino hasta el disfrute de algún derecho que no se le negó jamás al hijo de un campesino.

* * *

El joven Ernesto de Bonmont fue, hipócrita y mimoso, a sentarse junto al padre Guitrel.

—Señor cura, ¿ve usted con frecuencia a los Brecé? Tiene usted con ellos mucha intimidad, ¿no es cierto?

—No crea usted, hijo mío —respondió el padre Guitrel—, que yo tenga intimidad con el duque de Brecé. No es así. Tengo ocasión de verlo cuando visito a su familia. Algunos días de fiesta voy a decir misa al santuario de Nuestra Señora del Sotillo, que se halla en el bosque de Brecé, como usted sabe. Esto es para mí una fuente de consuelos y de venturas. Precisamente, hace un momento hablaba de lo mismo a su mamá. Después de la misa me desayuno, ya en el presbiterio, ya en casa del cura Travies, ya en el palacio, donde me dispensan muy afectuosa acogida, que agradezco. El duque trata a las gentes con exquisita sencillez; las señoras de Brecé son afables y bondadosas. También son muy caritativas; y lo serían mucho más aún si las prevenciones injustificadas, los odios ciegos, la malquerencia de los vecindarios...

—¿Sabe usted, padre, qué efecto ha producido el utensilio que mamá envió a la duquesa para el santuario de Nuestra Señora del Sotillo?

—¿A qué utensilio alude? ¿Habla usted, hijo mío, del copón de oro? Puedo asegurarle que el señor y la señora de Brecé han agradecido el obsequio hecho por su mamá, sencillamente, a la Virgen milagrosa.

—¿Usted supone que ha sido una buena idea, señor cura? Pues de mí salió. Ya sabe usted que mamá no tiene muchas ideas... ¡Oh! No se lo reprocho... Pero hablemos con seriedad. ¿Me tiene usted aprecio, señor cura?

El padre Guitrel cogió entre sus dos manos la diestra del joven Bonmont:

—Hijo mío, no dude nunca de mi estimación: es paternal; mejor diría que es maternal, para expresar lo que tiene de arraigado y tierno. No le he perdido la vista, querido Ernesto, desde el día ya lejano en que hizo usted una primera comunión muy edificante, hasta el punto en que cumple su noble deber de soldado del Ejército francés. Y tengo la convicción de que entre todas las distracciones y los extravíos de su edad, ha conservado usted la fe. Los actos lo atestiguan. No ignoro que siempre ha sido para usted un honor contribuir a nuestras obras. Es usted mi predilecto.

—Pues bien, señor cura: haga usted un favor a su predilecto: dígale al duque de Brecé que me ofrezca el botón.

—¿Qué botón?

—El botón del equipo.

—¿El botón del equipo? Pero, hijo mío, esto es asunto de caza; yo no soy, como el padre Travies, un cazador impenitente. Practico a Santo Tomás con preferencia a San Huberto. ¡El botón del equipo! ¿No será un modo figurado, una metáfora, para expresar la idea de una cacería? En fin, hijo mío: ¿desea usted que le inviten a las cacerías del señor de Brecé?

El joven Bonmont exclamó:

—No confundamos, señor cura. La verdad... ¡Oh!, no es eso. Una invitación... Estoy seguro de recibir una para las cacerías de Brecé a cambio del utensilio.

—Del copón, copón, ciborium. Opino también, hijo mío, que será una satisfacción para el duque y para la duquesa invitarle, en cuanto averigüen que de este modo les proporcionan un gusto a usted y a su señora madre.

—No lo dudo, puesto que admitieron el utensilio. Pero puede usted decirles que no me seducirá su invitación. Pudrirse de plantón en una encrucijada desde donde no se ve gran cosa; recibir salpicaduras de barro en el rostro, y dejarse atropellar por un montero que sigue una pista: son entretenimientos que no me seducen. Los Brecé pueden evitarse la molestia de invitarme a eso.

—No comprendo bien lo que me dice, hijo mío.

—Sin embargo, lo digo con toda claridad, señor cura. No permito que los Brecé se burlen de mí: esto es lo que digo.

—Expliqúese usted, se lo ruego —insistió el padre Guitrel.

—Pues bien, señor cura: imagínese usted que me colocan en la Encrucijada del Rey con el médico del pueblo, la mujer del capitán de gendarmes y el pasante del notario Irvoy. No, eso no sería tolerable. Mientras que, si me dan el botón, cazo con el equipo. Y han de ver entonces, aun cuando mi aspecto es, a veces, un poco lánguido, si soy o no un caballero que arrea de firme. El botón, usted puede conseguírmelo, señor cura; los Brecé no se lo negarán. No tiene usted más que pedirlo en nombre de Nuestra Señora del Sotillo.

—Hijo mío le ruego que no mezcle en este asunto, que no es de los que la interesan, a Nuestra Señora del Sotillo. La Virgen milagrosa de Brecé está bastante ocupada concediendo gracias a las viudas, a los huérfanos y a nuestros soldaditos de Madagascar. Pero ¿tiene alguna ventaja muy grande poseer el botón? ¿Es un talismán precioso? Sin duda, lleva consigo privilegios muy singulares. Démelos a conocer. Yo no desdeño el antiguo y muy noble arte de la caza. Perteneció al clero de una diócesis eminentemente cinegética. Deseo instruirme.

—Se burla de mí, padre Guitrel; se divierte usted conmigo, señor cura. Ya sabe usted que el botón es el derecho a lucir los colores del equipo. Le voy a hablar a usted con el corazón en la mano. Ansio el botón de Brecé porque tenerlo es elegante, y me gusta la elegancia. Lo quiero por snobismo: soy snob. Lo quiero por vanidad: soy vanidoso. Lo quiero porque me halagará comer el día de San Huberto en casa de los Brecé. ¡Vaya si sabría lucirlo!, y... ¡deseo mucho tener el botón de los Brecé! ¿Para qué ocultar ni disfrazar mi deseo? Tampoco diré que me avergüenza solicitarlo, porque... no tengo vergüenza. ¿Para qué fingir? Oiga, padre: sepa usted que al pedir el botón al duque de Brecé sólo pido lo que se me debe ... Ni más ni menos. ¡Lo que se me debe! Poseo hacienda en su territorio. No mato ciervos; dejo que pasen por mis propiedades y que se mantengan a mi costa. Este proceder merece consideraciones y agradecimiento. El señor de Brecé le debe el botón a su vecinito Ernesto.

El sacerdote nada respondió. Visiblemente resistía y se negaba. El joven Bonmont repuso:

—No es necesario decirle que si los Brecé quisieran cobrar el botón, no me asustaría el precio que le pusieran.

El padre Guitrel hizo un gesto de protesta:

—Deseche usted semejante hipótesis, hijo mío. Eso no encaja en el carácter delicado del señor duque de Brecé.

—Todo es posible, señor cura. Botón gratuito, botón pagado, sólo depende de los recursos y de las convicciones... Hay equipos que le cuestan a su propietario ochenta mil francos anuales: los hay que le producen treinta mil libras de renta. No critico a los que cobran, puesto que me parece justo, y en su lugar yo cobraría también. Hay regiones donde las cacerías son tan costosas, que el propietario, aun siendo rico, no puede por sí solo sufragarlas. Imagínese usted, señor cura, dueño de un coto de caza en los alrededores de París. ¿Comprende lo que significaría satisfacer todos los gastos, y pagar con su dinero todas las indemnizaciones ruinosas exigidas por los campesinos? Yo supongo, como usted, que el botón de Brecé no es de los que se compran. El duque no sabe sacar fruto de su equipo. Mejor. Así me conseguirá usted el botón gratis, señor cura; todo es ventaja.

Antes de contestar, el padre Guitrel pasó siete veces la lengua sobre las encías, con la boca cerrada. Este signo de prudencia no dejó de intranquilizar al joven Bonmont.

Al fin pronunció suavemente:

—Hijo mío, le dije ya, pero me complace repetirlo: yo le quiero de veras y deseo serle útil, o, por lo menos, serle grato. Estoy siempre dispuesto a servirle; pero imagino que no me hallo en condiciones de solicitar la distinción mundana que ahora usted pretende. Reflexione que si el duque de Brecé, después de oírme, pusiera alguna dificultad, yo me vería en su presencia sin prestigio y sin armas. ¿Qué medios tiene un pobre profesor de Elocuencia Sagrada para destruir obstáculos, allanar dificultades, convencer, por decirlo así, a viva fuerza? Nada valgo para exigir y para imponer a los poderosos de la Tierra. No sé, no debo, ni aun en una ocasión fútil como ésta, defender una causa cuyo éxito no puedo asegurar.

El joven Bonmont, sorprendido y admirado, contempló al padre Guitrel, y dijo:

—Comprendo, señor cura. No es posible de pronto; pero cuando lleve usted una mitra, realizará mi deseo sin la menor dificultad... ¡Estoy seguro!

—Es probable —contestó seriamente el padre Guitrel— que si un obispo le pidiera para usted el botón de su equipo, el señor de Brecé no se atreviese a negárselo.