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El anillo de amatista: XXI

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El anillo de amatista
de Anatole France
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XXI

—¡Que entre el padre Guitrel! —dijo Loyer.

Hallábase el ministro en su despacho, casi oculto por los expedientes amontonados sobre la mesa. Era un viejecito con gafas, y de bigote gris, acatarrado, lacrimoso, picaresco, brusco, amable, que había conservado entre los honores y el poder los modales de un pasante de bufete. Se quitó las gafas para limpiarlas. Inspirábale curiosidad aquel dichoso padre Guitrel, candidato a una mitra, que se le acercaba precedido por un brillante cortejo de mujeres.

La bonita provinciana señora de Gromance acudió la primera al ministerio en los últimos días de diciembre y le dijo, sin rodeos, que era necesario nombrar al padre Guitrel obispo de Tourcoing. El viejo ministro, para quien aún era grato el perfume de la mujer, retuvo todo lo posible entre sus manos la manecita de la señora Gromance, acariciando con un dedo —entre el guante y la manga— la parte del puño donde la piel se ofrece muy suave sobre un haz de azuladas venas; pero no intentó nada más, porque con la edad todo le era difícil, y también por miedo de parecer ridículo, pues tenía mucho amor propio; pero como todavía cultivaba el erotismo en sus conversaciones, había preguntado a la señora de Gromance, lo mismo aue otras veces, por "el viejo patriota", nombre que solía dar burlonamente al señor de Gromance. Tanto rio, que sus ojos destilaron lágrimas en todos los surcos de sus arrugas bajo los cristales azules de sus gafas.

La sola idea de que el "viejo patriota" fuese cornudo bastó para infundir al ministro de Justicia una satisfacción incalculable. Pensando en ello miraba a la señora de Gromance con excesiva curiosidad, con importuno interés y verdadero encanto. Sobre las ruinas de su complexión amorosa, edificaba sus divertidos entretenimientos, y no era el menos gracioso considerar las desdichas del señor de Gromance mientras contemplaba a su voluptuosa confeccionadora.

Durante los seis meses que fue ministro del Interior en un Gabinete radical precedente, había pedido al prefecto Worms-Clavelin notas confidenciales relativas al matrimonio Gromance; de modo que se hallaba muy al tanto de los amoríos de Clotilde, y saboreaba la satisfacción de saber que eran numerosos. Acogió amablemente a la hermosa solicitante, y ofrecióla estudiar con interés el asunto del padre Guitrel, sin comprometerse a nada, pues, como republicano de buena cepa, nunca subordinó los asuntos de Estado a los caprichos de las mujeres.

Luego la baronesa de Bonmont, el más hermoso escote de París, también le había recomendado en el Elíseo al padre Guitrel. Por último, la señora de Worms-Clavelin, la esposa del prefecto, muy encantadora, fue a decirle al oído unas dulces palabritas del dichoso padre Guitrel.

Loyer sentía ya deseos de ver con sus propios ojos al sacerdote que tantas faldas puso en movimiento. Intrigábase pensando si se le presentaría uno de los buenos mozos con sotana que, de algún tiempo acá, representan a la Iglesia en las reuniones públicas y hasta en la Camara de diputados, jóvenes, airosos, robustos y elocuentes oradores, místicos y rústicos, violentos y astutos, ensalzados por los candidos y por las mujeres.

El padre Guitrel entró en el despacho del ministro, inclinó la cabeza sobre el hombro derecho; sostenía el sombrero con las manos unidas a la altura de! vientre. No presentaba un aspecto desagradable, pero el afán de mostrarse respetuoso ante los poderes reconocidos disminuía sensiblemente su propósito de mantener con firmeza su dignidad sacerdotal.

Loyer observó las tres papadas, la cabeza puntiaguda, la barriga oronda, la estrechez de hombros, el comedimiento y la edad madura del sacerdote.

"¿Qué le encontrarán las mujeres?" —pensó.

La entrevista al principio carecía de interés por una y otra parte; pero cuando hubo interrogado al padre Guitrel acerca de algunos puntos de administración eclesiástica y oído las respuestas del sacerdote, Loyer advirtió que aquel hombre hablaba claramente y tenía un concepto exacto de las cosas.

Recordaba que el director de Cultos, señor Mostart, no era contrario al nombramiento del padre Guitrel para el obispado de Tourcoing; pero el señor Mostart no le había dado referencias precisas. Desde que los ministerios clericales alternaban con los Ministerios anticlericales, el director de Cultos apenas se ocupaba de los nombramientos de obispos, porque son éstas cuestiones muy delicadas. El señor Mostart tenía una casa en Joinville; era entusiasta jardinero y pescador de caña. Su aspiración limitábase a escribir la historia anecdótica del teatro Bobino, cuya época brillante conoció. Envejecía y era un sabio. Nunca sostuvo con tenacidad ni sus propias ideas. Pocas horas antes habló a su ministro en estas palabras: "Propongo al padre Guitrel y el padre Lantaigne, en el fondo son una misma cosa." De este modo se había expresado el director de Cultos; pero Loyer, legista viejo, hizo siempre sus distinciones.

Le pareció que el padre Guitrel tenía buen sentido y que no era excesivamente fanático.

—No ignora usted, señor cura —le dijo—, que el difunto obispo de Tourcoing, monseñor Duclou, últimamente mostróse intolerante, y en vez de ayudar al Gobierno presentó dificultades al Consejo de Estado. ¿Qué opina usted?

—¡Dios mío! —respondió, suspirando, el padre Guitrel—. Es cierto que monseñor Duclou, en el ocaso de su edad y de sus energías, mientras se apresuraba hacia las bodas eternas, dejó oir protestas desdichadas. Pero la situación de entonces era difícil. Ha cambiado mucho, y su sucesor podrá trabajar provechosamente apaciguando los ánimos. El camino queda trazado; conviene abordarlo resueltamente y recorrerlo hasta el fin. Además, las leyes escolares y las leyes militares no ofrecen ninguna dificultad. Sólo subsiste, señor ministro, el pleito de los religiosos con la Hacienda. Hay que reconocer la importancia esencialísima de semejante cuestión en una diócesis como la de Tourcoing, sembrada, si me atrevo a decirlo, de institutos religiosos de todas clases. Habiéndola examinado muy detenidamente, puedo, si el señor ministro lo desea, darle a conocer mis impresiones.

—A los frailes —dijo Loyer— no les gusta pagar. Esto es lo cierto.

—A nadie le gusta pagar, señor ministro —repuso el padre Guitrel—, y su excelencia, tan competente en cuestiones de Hacienda, sabe que hay un arte para pelar al contribuyente sin que chille. ¿Por qué no lo aplican a nuestros pobres religiosos, que son lo bastante patriotas para ser también resignados contribuyentes? Observe, señor ministro, que se hallan sometidos: primero, a los impuestos de derecho común.

—Naturalmente —dijo Loyer.

—Segundo, al de manos muertas —prosiguió el cura.

—¿Y se queja usted? —preguntó el ministro.

—De ninguna manera —respondió el sacerdote—. Refiero nada más. Las cuentas claras hacen buenos amigos. Tercero, al impuesto del cuatro por ciento sobre las rentas de muebles e inmuebles. Cuarto, al derecho de acrecencia establecido por las leyes de veintiocho de diciembre de mil ochocientos ochenta y ocho y veintinueve de diciembre de mil ochocientos ochenta y cuatro. Este último impuesto motivó la resistencia de varias congregaciones que protestaron de acuerdo con su pastor. La agitación no acaba de calmarse; y acerca de este punto, señor ministro, me tomo la libertad de exponerle las ideas que dirigirían mi conducta si tuviese el honor de sentarme en la sede de San Loup.

El ministro, en señal de atención, volvió su butaca hacia el padre Guitrel, quien prosiguió de este modo:

—En principio, señor ministro, yo condeno el espíritu de sublevación, repruebo las reivindicaciones tumultuosas y sistemáticas. No hago con esto más que amoldarme a la Encíclica Diuturum illud, en la cual León Trece, siguiendo el ejemplo de San Pablo, recomienda mostrarse obediente a los poderes civiles. Esto por lo que se refiere a los principios. Abordemos el hecho. En el hecho descubro que los religiosos de la diócesis de Tourcoing están colocados, respecto al Fisco, en situaciones muy diversas, que dificultan mucho una acción común. En efecto; se encuentran en la citada circunscripción eclesiástica congregaciones autorizadas y congregaciones no reconocidas, congregaciones consagradas a obras de asistencia gratuita a favor de los pobres, de los ancianos o de los huérfanos, y congregaciones que sólo tienen por objeto una vida espiritual y contemplativa. Pagan impuestos diferentes con arreglo a su distinta naturaleza. Creo que la heterogeneidad de sus intereses destruye toda resistencia si su obispo no forma por sí el haz de sus reivindicaciones, lo cual por mi parte me guardaría muy bien de hacer, si fuera su jefe espiritual. Yo dejaría, señor ministro, a los regulares de mi diócesis recelosos y desunidos, para asegurar la paz de la Iglesia en la República, respondiendo así de la disciplina de mi clero secular como responde un general de sus tropas.

Luego el padre Guitrel excusóse por haber abusado de las atenciones de su excelencia.

El viejo Loyer nada contestó mientras inclinaba la cabeza, asintiendo, convencido ya de que Guitrel, a pesar de ser un fanático, no era mala persona.